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Días de luz roja, trapo y agua con jabón
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Por Alejandra Dandan
Para mujeres como Diana Carry, los limpiavidrios son impertinentes. Los lentes glamorosos de la conductora no resisten lo que ven. Menea la cabeza para espantar a Ramón porque "cómo puede ser, si acabo de decirle que el vidrio está bien, que se ponga a limpiarlo". La mujer --de algo más de 50-- no miente. Pero el chiquilín elabora su respuesta: "Si no hago así, no como", discursea. La pulseada entre la dama del BMW blanco radiante y el limpiavidrios se diluye en apenas segundos. Después de todo las historias de semáforo comienzan, se desarrollan y acaban en 50 segundos. Conductora y joven están en Tucumán y 9 de Julio. Antes de arrancar, la mujer insiste: "Así de prepo, me molesta". Y conciliadora cuenta que a veces "cuando ando con el auto sucio, lo podría pedir, pero esto lo obstaculiza". En marcha y parte. Diana Carry no es una excepción, pero tampoco la posición mayoritaria de los clientes del semáforo. Los limpiavidrios prefieren a las mujeres, pero a las jovencitas. Luis tiene 16 y da cuenta de ese perfil: "Algunas nos putean, pero la mayoría nos tira algunas monedas sin que limpiemos". Uno de sus códigos indica que "los de más plata son los más tacaños". Y para ejemplificar, Ramón no da nombres, habla de marcas: Mercedes, Alfa Romeo, los Porche y, lógico, BMW como el de Carry.
Crónica de un rebusque De visera y remerón ricotero, el flaco Luis hace 6 meses que ejerce el oficio. Entre dientes musita lo que gana, suelen ser 15 o 20 pesos diarios. Es de Moreno, pero no viene solo. Son cerca de veinte los limpiavidrios que todas las mañanas, cuando pasan las 8, trepan un tren en la estación de Moreno. Tienen entre 12 y 18 años. Como es de rigor cuando llegan, el castigado se encarga del balde. Y es "el balde" porque todos sorben agua enjabonada del mismo tacho. Para instalarse buscan semáforo cercano a una fuente o aprovechan las conexiones de agua callejeras. Provocan burbujas preferentemente con camellito o detergente. Resisten de mañana y hasta bien entrado el mediodía sobre el mismo semáforo. A las 17, "la cana --dice Luis-- se va de Córdoba y vamos para allá". De mañana, en tanto, parabrisa que para es atacado. Prefieren buscar los mugrientos para evitarse un rechazo. Pero la estrategia cae en desgracia cuando un semáforo tiene que alimentar a varios. Por eso el "Che" de Laferrere anda solo, a lo más con un amigo. Tiene 18 y "ni pienso decir mi nombre. Soy el Che", dice y se toca la gorra sellada con la imagen de Guevara. Empieza a limpiar después de las 10. Calcula el tiempo: antes de los frenazos enfoca posibles clientes, mete el secador en el balde y larga: "¿Una limpiadita, don?". A pesar de los buenos modos, hay negativas. De todas formas, si se apura limpia dos autos por rojo. Ya con el verde delante descansa y se apronta para el próximo. "Qué por qué tengo la gorra del Che, porque es revolucionario", corta en seco. Vive en casa con mamá y tres hermanos. Lo que junta tiene destino: la comida. "El otro día fui a pedir laburo de repositor, pero tenés que ir con zapatillas buenas. Yo no tengo, no me tomaron. Cómo hago para comprarme ropa". Por eso el Che es limpiavidrios y lo explica hasta que corta el semáforo.
Cien pesos para un "trucho" Héctor rompió el secador, experiencia caótica para un limpiador. Existen secadores de distintas calidades, y también quien no ahorra en gastos para pavonearse con el mejor: todo plástico con reserva de agua. Ese sale 4,50 pesos, los más baratos se consiguen por 3. Después de dos horas de limpiar con los restos de la vieja herramienta, Héctor logró lo suficiente para el nuevo. "Fuimos a comprar dos --dice el rubio-- para ver si nos hacían rebajas, pero nada". Pagó 3,50 pesos y se perdió la hora de almuerzo. "Ahora tengo que hacer mas semáforos para juntar la plata de la comida", dice, mientras sus compañeros ya almuerzan por 3 o 4 pesos. Se larga el rojo, Héctor vuelve a la pesca. Prefiere un auto para él solo, eso de compartir 25 centavos con otro no es redituable. Pero a veces no es posible un coche por cabeza. Cuando las negativas se repiten, los limpiavidrios prefieren amontonarse con el conductor que asintió antes de ponerse de prepo frente a un malhumorado que "no te larga ni cinco", avisa alguno. De todos modos, en ocasiones el prepeo resulta. Al menos Chape, el petiso del grupo así ganó 100 pesos. Fue la gran hazaña, cada uno la recuerda mientras aguarda un bis. Fue un viernes. La nariz colorada del petiso tentó un auto. Y como ocurre con frecuencia la respuesta fue "no". Sin nada que perder, ni autos a los flancos, Chape se lanzó sobre el auto del grandote que impaciente abrió la puerta, bajó y gritos mediante encaró al petiso: "A ver. ¿Qué querés, qué es lo que querés? ¿Plata para la comida? --histeriqueó--, ¿querés plata?". El hombre metió nervioso la mano en el bolsillo, sacó un billete de cien y lo tiró. Chape dejó de ser limpiavidrios por una semana. Ramón ahora echa el secador en otra esquina. "Soy de Flores --dice-- y hace cuatro años que hago esto, desde el '95". Es el más viejo en el oficio: ex florista, ex canillita de ocasión y ex albañil. "Cuando me sale algo, dejo esto y me voy a trabajar, después vuelvo". El semáforo alguna vez le dio un contrato fijo por cuatro meses. Consiguió conchabarse de limpiavidrios en un edificio. Cuatro meses duró el convenio y terminado el lustre, al semáforo. Con la señal en roja, Héctor se arrima a descansar. Cuenta que vive en los monoblocks de Moreno, que hace un mes que es limpiavidrios y que sigue en la escuela aunque la última semana faltó. "Me dijeron de este laburo unos pibes de enfrente de mi casa y vine". No le fue mal, en el primer limpiazo ganó 70 centavos. "Otra vez una piba me dio un ticket de 6 pesos para comer". En la esquina vuelve a prenderse el rojo. --Amigo, se lo dejo limpito en un ratito --pide uno. --Perfecto --asiente Carlos García a bordo de un Renault 18 y explica "no me molesta. Una vez por semana los dejo limpiar". --Y también, amigo, si le queda así de limpito. La luz verde vuelve y marca el final.
Un show de malabaristas en cincuenta segundos
Por A. D. "El infinito", ésa era la forma que debían conquistar las manos de Pablo. Cuando las bolas lograran danzar el rulo de un ocho acostado, sabía que conseguía la base del malabar. Ganó. Mezcló el tiempo entre la electrónica del taller del hermano y el resto, a sus anchas, trabajosas horas dedicadas al juego. Como electricista reponía una deuda contraída por el regio choque que provocó al auto del hermano mayor, mientras tanto su próximo compañero de semáforo adelantaba con el malabar. Hasta ese momento Pablo había probado estudiar, tocar violín, batería y las mil formas de vender en una empresa. "Siempre fui vendedor. De celulares, de libros, de lo que sea". Pablo habla de cómo la mercadotecnia le enseñó a "convencerte para que vos necesites lo que yo te doy". Ahora quiere vender sí, pero su juego. Una pelota de tenis tajeada repleta de arroz y encintada: así armó Adrián su primera bola de malabar. El rebusque lo aprendió perdido en un camping de Chascomús. Con 2,10 pesos armó las bolas, las tres, y tiró. Se enredó con una, con la otra y con el papá que después de manejar la autoelevadora en una obra durante diez horas volvía a casa a poner puntos, íes y los gritos que hicieran falta para enderezar al primogénito. "Y ahora los vecinos qué van a decir --rezongaba el padre--, ¿de vuelta alguna de tu hijo?". Esa semana mientras mamá y las dos hermanas vacacionaban, Adrián escuchó de boca del padre lo caro que fue para la familia su "pelo de rasta, los años de locura en skate, roller y los paños de artesanía". Una semana de ensayos le bastó para extasiarse con ese primer círculo de bolas bailando en el aire. En tanto, Pablo rascándole tiempo a la electrónica metía manos en la cocina para experimentar con frutas. Y como no le salía, Pablo se encargó de la gorra. El rubio barbudo conminó a su compañero: "Vamos a laburar al semáforo. No puede ser, no tengo un mango en el bolsillo". Ese fue el primer día del circo del semáforo. A un flanco de Alem, Adrián sacó las clavas, dos bolas y empezó. "Nos sorprendimos por lo que nos daban". Adrián cuenta y vuelve a deshacerse por aquella sorpresa. "El, el malabar y yo, la gorra", se mete Pablo. Buen negocio resultó porque a Adrián la gorra lo julepeaba. "Yo tenía miedo de pedir --dice el rasta--. No me gusta pedir. Ahora es distinto porque es como si te dijesen "te pagamos tu función". Aquel semáforo lo dejaron poco tiempo después. Cada tarde malabarean unas tres horas y no más. En ese lapso suelen llevarse 60 pesos cada uno. "¿Qué hago con tanta plata? --increpa Pablo--. Ahorro para viajar". Ambos saben que de malabarear a diario ganarían algo así como 1800 pesos mensuales en tres horas y saben que los viejos tienen que palear tres meses para conseguir semejante fortuna. De todos modos, no hacen circo todos los días y lo recogido por la gorra da para experimentar con inventos caseros y competirles "a los chetos, como los de Plaza Francia". Porque el malabar está de moda, o al menos así lo dice un experto: "En Plaza Francia conocimos gente muy elitista. Son grupos muy cerrados. Es moda, es lamentable. Yo veo gente que malabarea diez veces mejor que yo --dice Adrián--, le pregunto para qué pero me dicen "no sé". Una vez conocieron la vida de circo. Olieron vértigo, se revolcaron en el aire y decidieron que la carpa trashumante no era lo suyo. "Fue extraño, yo me sentí como en casa". Pero eso no les bastó: "El artista callejero no se banca la presión de salir a escena. Yo entreno cuando me siento bien para entrenar. Yo quiero ser mi propio circo". Y cada semáforo se vuelve toda esa magia junta. Cincuenta segundos de explosión lúdica. Las clavas pasan de mano en mano frente a algún oficinista harto. Saben que en definitiva, la luz roja es su primera parada. Como quienes los miran, el viaje de los malabaristas no termina ahí. "Una vez leí algo --cuenta Adrián--: el circo te hace conocer el mundo. Eso quiero."
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