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Sobre la delincuencia
Por José Pablo Feinmann


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t.gif (862 bytes) Conozco a un bancario –algo jerárquico tal vez– que trabaja en la Capital pero luego regresa a la provincia, como tantos. Ahí tiene una casa, un terrenito, una mujer, un par de hijos y una parrilla. Ahora está más tranquilo: también tiene un revólver. Con licencia, claro. Es notable el aire de respetabilidad que asume cuando me dice que le han entregado una licencia para portar su arma. Se siente letal, súbitamente fuerte, tal vez poderoso ... y autorizado. Lo han autorizado a llevar un arma. Ya no es el mismo de antes. Ahora es él y su revólver. Al revólver lo lleva en el cinturón, cerca de la cadera. Ahí lo siente cálido y compañero. Ya nada es como antes. Pareciera –esto es lo que siente– que nadie habrá de meterse impunemente con él.
Subo a un taxi y el taxista tiene la radio encendida. Es el programa de un periodista-empresario que llegó al estrellato durante la gestión de Menem, defendiéndola. El hombre, con fiera ironía, con desdén corrosivo, está hablando de “esos izquierdistas y moderados que piden mano blanda con la delincuencia”. Entre tanto se dedica a recibir llamados de buenos vecinos que han sido víctimas de algún atraco. Los llamados son sucesivos y cercanos al vértigo. Producen un efecto de pánico súbito. La ciudad y la vasta provincia parecen arrasadas por hordas asesinas. Muchos de los que llaman dicen que han decidido armarse, y que ya tienen la correspondiente autorización. Muchos dicen que han sido asaltados no una sino dos o tres veces, que no aguantan más. Al periodista-empresario le parece muy bien que la población se arme. Y les recuerda a los “izquierdistas y moderados” que el “moderado Tony Blair” pidió en Inglaterra mano dura para el delito.
Puedo asumirme sin mayor turbación o conflicto como izquierdista y moderado, sobre todo ante personajes de este calibre. ¿Por qué no estamos clamando por la mano dura por la que claman quienes se burlan de los moderados? Hay una razón central: se trata de dar primacía a la lucha contra las causas del delito. Se trata de explicar una y otra vez, sin cansancio, que una sociedad de exclusión y marginación genera delito inexorablemente. Que una sociedad de corrupción genera delito. Más aún: para mí, el victimario fue antes una víctima. Y más aún: su condición de victimario no lo releva de su condición esencial de víctima, ya que la sociedad que debió ampararlo con el trabajo ahora lo arroja al abismo de la delincuencia. O sea, este tipo temible que ahora tengo frente a mí en medio de las sombras o a plena luz del día, agrediéndome, quizá quitándome la vida, es él también una víctima. Si me mata morirá un incluido, yo, y morirá un excluido, él. Yo muero porque él me mata y él muere por matarme. Lo que tiene que morir es el sistema de inclusión y exclusión.
¿Por qué se autoriza a la población a cargar un arma? ¿Por qué se está volviendo legal andar armado? Cada arma que la policía legaliza es una confesión de su ineficacia. Y cada arma que un ciudadano se compra y se hace autorizar es una confesión de una verdad que él niega: está decidido a matar. Nadie que diga que se ha armado “por protección” está diciendo la verdad. Comprar un arma implica la decisión de matar. No es “para asustar” ni “para hacer huir” a nadie. Es para –si llega el caso– matarlo. Así las cosas, pronto la sociedad se va a dividir en dos partes: los delincuentes y los ingenieros. Los ingenieros Santos. Entre tanto, el periodista-empresario sigue recibiendo y emitiendo llamados: “Me asaltaron en la puerta de mi casa”, “a la salida del banco”, “ya es la cuarta vez que me asaltan”, “a un vecino mío lo mataron para robarle diez pesos”. Y el oyente –espantado, aterrado pero ya furioso– corre a comprarse un arma. “Por las dudas”, dice. “Por protección”, dice. Y no dice ni se dice la verdad: “Para matar”.
La situación es alarmante. El Gobierno pedirá mano dura porque así sostiene la falsedad que le interesa sostener: que la delincuencia, que la ola de asaltos, que el terror no son el fruto directo de una economía de exclusión, de marginación, agravada por el festín de los corruptos, por su frivolidad insultante, sino que –la ola de asaltos– responde a la naturaleza del delincuente. Hay delincuentes porque hay delincuentes. Nunca se preguntan por qué. Sólo atinan a balbucear torpezas como “antes también había delitos pero no se sabía”. Hace catorce años que estamos en democracia y que las cosas –afortunadamente– se saben. Y la ola de delitos es ahora. Bajo este gobierno, bajo este plan económico, bajo esta ética político-empresarial-farandulesca. (¿O alguien supone que el espectáculo desaforado de las corruptelas de nuestra diva nacional no fomentan el delito? Muchos delincuentes de hoy –antes de serlo– intentaron zafar llamando al programa de Su, tratando de ganar con ella, buscando la suerte y la fortuna que ella, generosa, entrega. Luego, al perder, siguen encontrando en Su el modelo de acción: si no ganaron por derecha, ahora –como ella– tratarán de ganar eludiendo la ley. ¿O acaso no exhiben los poderosos de este país, una y otra vez, hasta el agobio, las infinitas cosas que es posible hacer burlando la ley, evitando la Justicia?.)
No comparto la traslación mecánica del slogan de Tony Blair a la realidad argentina. Tal vez en Gran Bretaña y con la policía inglesa se pueda decir “duro con el delito”. En la Argentina –con la tradición represora y ciertamente brutal de nuestras policías bravas– decir “duro contra el delito” es abrirle espacio a la tortura. Ni más ni menos. Que cada uno se haga cargo de lo que en verdad está diciendo y pidiendo. Aquí, en este violento país, sólo es posible decir: duro contra las causas del delito y legalidad y justicia contra la delincuencia. Sería adecuado añadir: contra todas las delincuencias. Pero no: es muy distinta la delincuencia político-empresarial-farandulesca que la delincuencia común. La segunda es delincuencia. La primera es –simultáneamente– delincuencia y factor decisivo en las causas de la delincuencia.

 

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