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Pinochet no se iba
Por Sandra Russo

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t.gif (862 bytes) Hacía poco tiempo que había entrado al diario. En realidad, hacía poco tiempo que el diario existía. Me habían pasado a política internacional sin que yo supiese muy bien por qué, pero me gustaba. Empezaba la Intifada, y me entretenía todas las tardes intentando desentrañar las complejidades de Medio Oriente. Un día mi jefe me dijo que había salido un viaje, pero no era a Gaza. Era a Santiago, al Chile todavía de Pinochet. Había que cubrir una conferencia de prensa clandestina del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), una agrupación que había quedado casi diezmada en los años que siguieron al golpe, y que se reconstruía muy lentamente, discutiendo los medios y los fines.
Partí de Retiro en un micro sin baño –es lo que más recuerdo de ese viaje– tratando de memorizar las instrucciones que no podía llevar escritas: a estos muchachos chilenos tan combativos no se les había ocurrido que el diario podía mandar a una mujer, y la contraseña consistía en que debía presentarme en un restaurante chino del centro de Santiago con... ¡una revista El Gráfico bajo el brazo!
Llegué a Santiago de noche. Al día siguiente compré un plano de la ciudad –una de las instrucciones era que no podía hacer ninguna consulta con nadie sobre nada de lo referente al encuentro con el MIR– y di con el bendito restaurante chino. Me calcé El Gráfico bajo el brazo, me senté en una mesa y esperé. Al rato vino un tipo, se sentó a mi mesa y me sonrió mientras me decía que saliera de allí, que volviera al hotel, que no me diera vuelta, que caminara por calles contrarias al sentido del tránsito y que lo viera a la noche siguiente en otra esquina de la ciudad. Ese nuevo encuentro sólo sirvió para hacer chicle: la noche decisiva sería la próxima. Tenía que ir a un bar muy coqueto de Las Condes, y esperar a Pablo, mi contacto, que me llevaría con los cuatro máximos dirigentes del MIR. Allí me enteré de que la conferencia de prensa clandestina no era tal: iba a estar yo sola con los cuatro.
Por fin, con el estómago revuelto y ya con ganas de volverme a casa, vi llegar a Pablo, que se pidió una cena completa antes de decidir llevarme a la dichosa cita. Salimos del bar y me dijo que subiera a una camioneta. Ya arriba, me tapó los ojos –no sin antes pedirme disculpas– y arrancamos rumbo a quién sabe dónde. En la camioneta había un montón de gente que parecía relajada hasta que dejó de estarlo: un silencio mortífero los envolvió de pronto, mientras Pablo apretaba más su mano contra mi cara, y yo me preguntaba qué cuernos estaba haciendo ahí. Después me contaron que sus colegas del Frente Patriótico habían atentado contra un destacamento,y que sin saberlo nuestra camioneta –llena de gente buscada y de armas– pasó por un retén de carabineros.
Fuimos a una casa y en el living me destaparon los ojos y se presentaron. Pablo era uno de los cuatro. Hacía mucho que no se veían. Estaban repartidos en diferentes puntos de Chile. Hacía casi diez años que vivían clandestinos, con vidas falsas, sin ver a sus familias, espiando a sus hijos sin dejarse ver. Fue la peor entrevista de mi vida: encendí el grabador y les pedí que hablasen, desbordada por la situación. A esa altura ya sabía que tenía que quedarme a dormir en esa casa, que sólo me podrían sacar en la mañana, pero ignoraba que me esperaba el espectáculo de ver a los cuatro en pijamas y pasamontañas, diciendo amablemente buenas noches.
Bastante tiempo después de esa nota volví a Santiago, a cubrir las elecciones. Pinochet se iba. Al llegar al aeropuerto me topé con Pablo. “¿Qué hacés acá?”, le pregunté. “Soy candidato a diputado”, se reía. Después del triunfo de Aylwin volví a verlo. Y me explicó puntillosamente la Constitución chilena y las trampas cazabobos que Pinochet había dejado en el camino. Pinochet, dijo Pablo, no se iba.
En estos días, con el anciano dictador preso en Londres, recordé a Pablo y a sus compañeros, y a los hijos que crecieron sin que ellos pudieran abrazarlos, y a sus amigos muertos, y sus vidas partidas al medio, y esa sonrisa contenida con la que Pablo desenchufaba la euforia del día del triunfo de la Concertación. Pinochet no se iba. Ojalá que ahora se vaya del todo y de una vez.

 

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