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“THE TRUMAN SHOW”, UNA REFLEXION AGUDISIMA DE PETER WEIR SOBRE EL PODER LOS MEDIOS
Si no está en la tele, no existe

El director australiano le extrae un rendimiento consagratorio a Jim Carrey, un hombre “comprado” por una corporación para transmitir su vida las 24 horas.

El nudo de “The Truman Show” es el consumo conformista de la “realidad virtual” que vende la tele.
A los 30 años, Truman comienza a sospechar de que la perfección que lo rodea es sólo un gigantesco set.

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THE TRUMAN SHOW

Estados Unidos, 1998.
Dirección: Peter Weir.
Guión: Andrew Niccol.
Fotografía: Peter Biziou.
Música: Burkhard Dallwitz.
Intérpretes: Jim Carrey, Ed Harris, Laura Linney, Noah Emmerich, Natascha McElhone.
Estreno de hoy en los cines Monumental, Metro, Cinemark 8, Patio Bullrich, Gral. Paz.

Por Luciano Monteagudo

t.gif (862 bytes) “Estamos cansamos de ver actores que tratan de conmovernos con emociones falsas; estamos cansados de pirotecnias y efectos especiales. Y aunque el mundo que habita es, en cierto sentido, una impostura, no hay nada falso en Truman. No hay un guión. No hay frases hechas. No siempre es Shakespeare, pero es genuino: ¡es una vida!” ¿Quién sino un productor de TV podría pronunciar con orgullo, con soberbia incluso, semejante manifiesto en nombre de la verdad? El cinismo del dios mediático Christof (Ed Harris) es proporcional al artificio que ha creado: el show de Truman (Jim Carrey), el primer ser humano adoptado legalmente por una corporación, la estrella –inconsciente, inadvertida– de un espectáculo que no es otro que el de su propia vida, registrada en vivo las 24 horas, sin interrupciones, durante 10.913 días, exactamente durante treinta años, desde el mismo momento en que nació. Lo que propone The Truman Show –la película– es a su vez una reflexión sobre el poder omnímodo de la televisión, una metáfora sobre la manera en que el mundo catódico es capaz de confundir las fronteras entre ficción y realidad, de borrar los límites entre lo público y lo privado.
Todo en el orbe de Truman, desde el sol radiante de cada mañana hasta la eterna luna llena que ilumina sus noches, es una construcción hecha a la medida de su propia credulidad, un gigantesco set de Hollywood concebido a la manera de una probeta, donde él no es otra cosa que un conejillo de Indias expuesto al voyeurismo de millones de espectadores, a escala planetaria, que no pueden resistir la tentación de saber qué hace o deja de hacer con su vida y con sus sueños ese muchacho común, como cualquier otro. Tal como indica su propio nombre, Truman (True Man) es un hombre verdadero, de carne y hueso, pero todo a su alrededor es falso, desde su madre hasta su esposa, pasando por su mejor amigo. Todo su mundo –la idílica comunidad de Seahaven, una isla de la cual no se atreve a salir– es un engaño, hecho de cientos de actores y extras que viven sus vidas de telenovela en función de Truman, de cada uno de sus pasos y movimientos, que son seguidos por 5000 cámaras sincronizadas, ubicadas hasta en los rincones más íntimos, como el baño de su casa.
Aunque aún antes de su estreno ya corrieron ríos de tinta sobre la manera en que la película cuestiona el poder mediático y el conformismo de las personas como consumidores pasivos de la realidad virtual de la TV, se diría que si hay algo particularmente inquietante en The Truman Show no es tanto la alegoría sobre el avance incontrolado de la televisión en la vida cotidiana –que como toda alegoría no deja de tener un fin didáctico, con límites muy precisos– sino más bien su carácter de fantasía paranoide. Hay algo profundamente perturbador en el hecho de pensar la vida como un eterno set de TV, en el cual uno quizá sea el único en ignorar que todos a nuestro alrededor siguen al pie de la letra un guión que sólo nosotros desconocemos. ¿Cómo es que Truman, en sus treinta años de vida, nunca reparó en que cuando habla con su esposa o con su mejor amigo siempre parecen estar anunciando las virtudes de un nuevo artefacto de cocina ovendiendo las bondades de una determinada marca de cerveza? La fría respuesta del demiurgo Christof es simple pero devastadora: “Aceptamos la realidad del mundo tal como nos la presentan”.
El guión firmado por Andrew Niccol (el autor y director de la fábula futurista Gattaca) parece haberse nutrido de infinidad de fuentes e influencias sin necesidad de citar ninguna en particular, dando por sentado que ya forman parte del inconsciente colectivo y que a partir de ellas es posible construir algo original. Así como Seahaven da toda la impresión de ser una pesadilla salida de un cuadro de Norman Rockwell, el propio Truman parece a su vez un pariente no demasiado lejano del James Stewart de ¡Qué bello es vivir!, alguien que no puede escapar de su pequeño, agobiante destino. Su situación remite tanto a la idea que se tiene de lo kafkiano como a “El prisionero”, la mítica serie de TV de Patrick McGoohan, en la que el protagonista no podía salir de una isla tan utópica como vigilada por un poder omnisciente, a la manera del Big Brother imaginado por Orwell.
Organizar de manera inteligente todos estos materiales y hacerlos suyos fue la tarea del director Peter Weir. Ya desde los años ‘70, cuando se dio a conocer con sus primeras películas australianas, Weir demostró –en Picnic en las rocas colgantes, en La última ola– una visión del mundo en la cual la realidad siempre era mucho más compleja de lo que aparentaba. Luego, en sus mejores películas estadounidenses –Testigo en peligro, Matrimonio por conveniencia, la injustamente olvidada Costa mosquito, sobre una novela de Paul Theroux– Weir puso también de manifiesto su profundo malestar con muchos de los supuestos avances de la civilización contemporánea. En este sentido, The Truman Show –a diferencia de La sociedad de los poetas muertos– es una película fiel a sus preocupaciones de siempre, un film que no por tener a Jim Carrey como protagonista está en función de su mero histrionismo.


 

“EL CRIMEN DESORGANIZADO”, DE PADDY BREATHNACH
El viaje sin sentido a ningún lugar

EL CRIMEN DESORGANIZADO

(I Went Down), Irlanda, 1997.
Dirección: Paddy Breathnach.
Guionista: Conor McPherson.
Música: Dario Marinelli.
Intérpretes: Brendan Gleeson, Peter McDonald, Peter Caffrey y Tony Doyle.
Estreno de hoy en los cines Ocean, Santa Fe, Patio Bullrich, Multiplex Belgrano, Flores, Tren de la Costa, Alto Avellaneda, Cinemark Adrogué.

Por H. B.

t.gif (862 bytes) “Una película eufórica, de colores intensos y con unos personajes explosivos”, dijo de Elna27fo02.jpg (12361 bytes) crimen desorganizado (I Went Down, en el original) su realizador, Paddy Breathnach. Sería difícil encontrar una definición menos ajustada para describir este pequeño, modesto film irlandés, que bascula, sin decidirse del todo, entre el policial, la película de caminos y la buddy movie, entre la comedia de perdedores y el film de personajes. Un medio tono tirando a gris y protagonistas opacos son en tal caso la característica más saliente del segundo film de Paddy Breathnach, que se llevó cuatro premios del Festival de San Sebastián el año pasado.
Lo único que se sabe de Git (el debutante Peter McDonald) es que sale de un problema y se mete en otro, siempre por culpa de terceros que no le son precisamente leales. Recién purgada su condena por un delito que el guión mantiene deliberadamente fuera de escena hasta bien avanzado el film, no se le ocurre nada mejor que salir en defensa del amigo que le robó la novia. Y que tiene una deuda con un mafioso. Deuda que deberá saldar, quién otro si no, el bueno de Git .-a quien McDonald dota de una permanente expresión de carnero degollado–, aceptando una misión que no pinta bien. Lo acompañará, como un vigilante, el grandote Bunny Kelly (Brendan Gleeson), un torpe hampón que, se descubrirá más tarde, también le debe una al mafioso. Ambos deberán emprender un viaje que, como suele suceder en las buddy movies (subgénero que tiene como paradigmas industriales films como 48 horas o la serie Arma mortal), les permitirá descubrir que son más las cosas que los unen que aquellas que los distancian.
Un poco como los protagonistas de Todo o nada/The Full Monty –a cuyo éxito internacional parecen haberse trepado los agentes de prensa de El crimen desorganizado para forzar comparaciones–, si alguna cualidad tienen Git y Bunny es la torpeza, una radical inadecuación para sus roles. Git ni siquiera sabe que el tambor de una pistola gira con cada disparo, mientras que Bunny parece sólo interesado en comer chocolates o leer novelitas de cowboys. Pero si algo los une más que ninguna otra cosa es su mala experiencia con las mujeres, a quienes el guionista Conor McPherson no deja precisamente bien paradas. Abandonado por su novia, Git aparece poco menos que como un santo, siempre dispuesto a perdonar y a cargar con culpas ajenas. Mientras que al bueno de Bunny, su rencorosa esposa no le perdona el pasajero amorío gay con un ex compañero de prisión. Es también por culpa de una mujer que dos mafiosos se pelearon para siempre, y así les irá.
Hay un trasfondo amargo y oscuro en esta aparente comedia, en la que todos los personajes (al menos los masculinos, los únicos a quienes el film concede esa categoría) aparecen atrapados por deudas que no pueden terminar de saldar. Pero, en el camino, Breathnach y McPherson parecen confundir el medio tono con la opacidad, la discreción con la indefinición, dando a pensar que no son los protagonistas los únicos que ignoran el sentido último de su viaje.

 


 

“Airbag”, una broma de amigos que terminó bien

El film de Juanma Bajo Ulloa, uno de los principales renovadores del cine español, comenzó como un chiste y resultó un éxito de taquilla: el resultado se parece bastante a aquello, y es ideal para disfrutar en grupo.

El actor Karra Elejalde improvisó el argumento de “Airbag” charlando con Bajo Ulloa en un taxi.
Años después, el director decidió convertir aquella charla en una película de tono delirante.

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AIRBAG

España, 1997.
Dirección: Juanma Bajo Ulloa.
Guión: Karra Elejalde, J. B. Ulloa y F. Guillén-Cuervo.
Intérpretes: Karra Elejalde, Fernando Guillén-Cuervo, Alberto San Juan, María de Medeiros, Karlos Arguiñano, Paco Rabal y Pilar Bardem.
Estreno de hoy en los cines Gaumont, Normandie, Cinemark 8, General Paz, Paseo Alcorta y otros.

Por Horacio Bernades

t.gif (862 bytes) Tres son los nombres (y vascos los tres) sobre los que descansa, desde comienzos de esta década, la renovación del cine español. Andan, al día de hoy, por los 30 años, y llevan realizadas entre tres y cuatro películas per capita. Uno es el siempre enigmático, a veces críptico, Julio Medem, de quien en Argentina se conoció La ardilla roja; otro, Alex de la Iglesia, decididamente volcado al cine bizarro y cuyo mayor éxito sigue siendo, hasta hoy, El día de la bestia. El tercero en cuestión es Juanma Bajo Ulloa, que en sus films anteriores (Alas de mariposa, 1991; La madre muerta, 1993) había mostrado predilección por los ambientes cerrados, los personajes enfermizos, cierto barroquismo visual y un humor entre negro, escatológico y absurdo. Comedia de caminos irreverente y anárquica, Airbag parece dirigida, mucho más decididamente que aquéllas, a un target juvenil y adolescente. Como si Bajo Ulloa hubiera querido dejar de ganar premios en festivales y empezar a ganar público. Lo logró: en España, la película fue un éxito descomunal, la más taquillera de la historia, según la promoción, y ahora llega hasta nuestro país, distribuida por una major estadounidense.
El 99 por ciento de las ideas para las películas surgen en soledad, entre cuatro paredes y frente a una computadora. Airbag nació a bordo de un taxi, cuando el actor Karra Elejalde, amigo del realizador y su actor fetiche, comenzó a inventar de la nada una historia disparatada que incluía el pisado de uvas, plata quemada en putas y casinos y un anillo de compromiso extraviado en el culo de una negra. Muchos años más tarde, Elejalde, Bajo Ulloa y el actor Fernando Guillén-Cuervo se sentaron a una mesa y sacaron de aquella broma un guión. El resultado no desmiente su origen: despreocupada y desprolija, anárquica no sólo en contenido, espasmódicamente divertida, Airbag se parece más a una broma entre amigos que a una película. En lugar del taxi, hay un auto, a bordo del cual Juantxo (Elejalde) parte en una larguísima despedida de soltero junto a Konrado (Guillén-Cuervo) y Pako (Alberto San Juan). El viaje los lleva de la ciudad al campo, y de la segura vida burguesa a la salvajada de cruzarse con varios kilos de cocaína (buena parte de la cual irá a parar a las narices de los protagonistas), cargamentos de mujeres trasladadas como ganado en pie (buena parte de las cuales serán consumidas también), un anillo de valor incalculable y varios clanes de mafiosos y matones que andan tras él desparramando balas.
A ritmo siempre marchoso (“Sexo, drogas y rock’n’roll” se deja oír, obviamente, en la banda sonora) se acumula una buena dosis de ataques a las instituciones, llámense matrimonio, dinero, negocios, nobleza y, sobre todo, religión. Se apila también, desordenamente, una cantidad de gags, algunos muy efectivos, otros dignos de algún programa de televisión de esos en los que se cuentan chistes verdes. Como un auto muy baqueteado, la película funciona por momentos, se frena en otros, eventualmente se avería sin remedio. El gran Paco Rabal, la portuguesa María de Medeiros y hasta el mismísimo Karlos Arguiñano (uno de los productores, junto a la compañía de Wim Wenders) se prestan a la broma. Es posible que Airbag sea unapelícula para ver sólo en trasnoche y en barra, con muchos tragos encima y dejando las exigencias para los críticos, esa raza maldita.

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