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Disparos sobre la TV
Por José Pablo Feinmann


Sidney Lumet, en la foto compartiendo el set con Tennessee Williams, en los comienzos de su carrera.

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t.gif (862 bytes) Network es una formidable película que dirigió Sidney Lumet, escribió Paddy Chayevsky y se estrenó en la Argentina durante 1977 bajo el estrafalario título de Poder que mata. Raro que los militares no se hayan inquietado: ellos eran el Poder y ellos mataban. Porque el título, si bien es extravagante en relación con la película y con el título original, no lo es frente a la realidad que se vivía en esos momentos. Había, en la Argentina, un desaforado uso del Poder y ese Poder se ejercía matando. El título castellano de Network tenía la extraña virtud –seguramente no buscada por los distribuidores del film– de retratar en una frase sólida y breve la tragedia nacional.
Sin embargo y desde luego no era el Poder militar el que se describía en el film de Lumet-Chayevsky. Era el Poder de la televisión, que, según la interpretación de Chayevsky, mataba. Literalmente. De modo que no será ocioso recordar hoy –en el preciso momento en que The Truman Show y el pequeño libro de Giovanni Sartori, Homo videns, capturan el interés de los inquietos argentinos– este film de Lumet, este film que Paddy Chayevsky escribió con tanta furia y maestría.
Chayevsky conoce la materia con que trabaja: es un hijo privilegiado de la televisión estadounidense. Un brillante guionista de ese brillante momento que depararon los años cincuenta. Chayevsky escribió Marty, Despedida de soltero y El décimo hombre. Suele decir: “Tres éxitos es lo que cualquiera puede esperar razonablemente en toda su vida” (John Brady, El oficio de guionista, Gedisa, p. 40). Tuvo más de tres. En ese plus figura Network. Que es, según está claro ahora, un feroz ataque a la TV que emprende, desde el cine, un hombre que se crió en ella y la conoce como pocos.
Network es la historia de una gigantesca mentira. Esa mentira –gigantesca– es la TV. Todo empieza cuando Howard Beale (que le valió a Peter Finch un Oscar póstumo, si es que tal cosa sirve de algo) es despedido, luego de veinticinco años de trabajo en las noticias, por la United Broadcasting System. Beale no se rinde sin dar una espectacular batalla: anuncia a la audiencia que, a causa de la tristeza que le produce su situación, habrá de suicidarse ante las cámaras en su próximo y último programa. El rating sube abruptamente. Todos esperan el próximo programa de Beale y, el día en que llega, todos lo sintonizan. Pero Beale no se suicida. Está tan loco que se asume como un poderoso Mesías electrónico, les habla a sus infinitos homovidentes y los conmina a que se asomen a sus ventanas y griten: “¡Estamos furiosos y no vamos a tolerar esto!”. La audiencia obedece. Millones de personas se asoman a sus ventanas y lanzan ese grito de rebeldía: “¡Estamos furiosos y no vamos a tolerar esto!”. Beale cae al piso, como fulminado, y el programa termina. Las mediciones de rating explotan. Se ha producido el éxito más inmenso de la TV.
Aquí, sagaz, certera, malvada, surge Diana Christensen (Faye Dunaway, que también se ganó un Oscar por esto), una ejecutiva de la United Broadcasting System. “¡Hay que seguir con el programa de Beale!”, exclama. Le dicen que el tipo está totalmente loco. A ella no le importa: los números hablan. Eso, Beale, su locura, sus exhortaciones demenciales, es lo que la gente quiere. ¿Cómo no dárselo? Así, Beale, que iba a ser despedido, se transforma en la superestrella de la UBS. Hay alguien, un buen tipo tramado por “dudas esenciales”, un viejo compañero de Beale, que se opone a esta manipulación demoníaca: se llama Max Schumacher y lo hace William Holden en el que es, estoy seguro, el gran papel de su carrera. (Holden resulta el mejor actor de un film de grandes actores y el absolutamente ignorado por la Academia.) Sigo: Schumacher enfrenta a la canallesca Diana Christensen y ella, impiadosa, lo echa. El show de Beale sigue su carrera al éxito y al desastre. Diana, entre tanto, avasallante, intenta otros programas: trama un show sobre guerrillas urbanas, no con actores sino con guerrilleros de veras. Inesperadamente –sobre todo para Diana– el show de Beale comienza a perder rating. La gente parece estar cansándose de asomarse a las ventanas y gritar su furia al vacío, a la nada. Sin embargo, Arthur Jensen (el siempre formidable Ned Beatty), el tycoon de la UBS, se reúne con Beale, a quien admira profundamente y le dice su credo. El suyo, el de Jensen. Es el gran momento ideológico de la película y Chayevsky se erige como un sorprendente visionario.
Es así: el loco de Beale se sienta en el extremo de una larga mesa y escucha la palabra de Jensen. Jensen le dice: “El mundo es una unidad”. Y continúa: “La unidad de los negocios”. Y sigue: “Ya no hay Primer Mundo, ni Segundo Mundo ni Tercer Mundo. Sólo hay negocios”. Y concluye: “Ya no hay naciones. Ya no hay estados. Se acabaron las patrias. Las nuevas, las únicas naciones se llaman Exxon, Siemmens, ITT ... Coca-Cola”. Mira a Beale y le pregunta: “¿Qué opina?”. Beale, deslumbrado, balbucea: “Creo que he escuchado la palabra de Dios”. Jensen le pide que ahora, en su show, enseñe ese evangelio. (Esto escribió Chayevsky en 1976. Qué decir: como visionario, le fue mejor que a Marx. Aunque nos duela. Y es por eso que nos duele.)
Beale se presenta en su siguiente show y empieza a hablar del evangelio de Jensen. Todo sale mal. A la gente no le interesa una visión tan realista y desesperanzada de la realidad. Ese primer grito de rebelión de Beale había tocado algo, había calado en profundidad, pero ya no, ya nadie quiere ver a un loco que dice complejidades, a las que, para peor, transforma en incoherencias, en largas frases incomprensibles. El rating del show se derrumba definitivamente. Diana Christensen, furiosa, quiere echar a Beale, despedirlo sin más trámite. Le dicen que no puede: que Jensen lo respalda. Diana, entonces, convoca a su gente y en una secretísima reunión les dice que sólo queda una cosa por hacer. Hay que darle a Beale el gusto que quería darse antes del delirio mesiánico: hay que matarlo en cámara. Contrata a los guerrilleros del show de guerrilla urbana y les da la orden. La semana siguiente Beale aparece frente a las cámaras y, antes de que pueda decir algo, dos guerrilleros, que se habían ocultado entre el auditorio, lo acribillan. El film termina con una frase descarnada que condensa el estilo de Chayevsky: “Howard Beale fue el primer showman asesinado por tener bajo rating”.
De acuerdo: The Truman Show es un film excelente. Christof (el gran Ed Harris) crea la realidad desde el poder mediático y manipula la entera vida de una persona, que es, simultáneamente, todas las personas. Pero The Truman Show es de 1998 y Network de 1976. Y The Truman Show se maneja más en el plano simbólico y Network en el explícitamente ideológico. Así, Network dice, incluso, más que Sartori en el plano teórico. Sartori dice: “Estamos asistiendo a la sustitución del hombre pensante por el hombre vidente y entonces al advenimiento de un animal ocular que sólo conoce lo que ve, ‘sin saber’ y por lo tanto de un ser humano para quien la vida no está más entretejida de conceptos sino eminentemente de imágenes (...) El comunismo no consiguió fabricar un ‘hombre nuevo’; pero el video-poder lo está fabricando ahora” (La izquierda en la era del karaoke, Fondo de Cultura Económica, p. 84). Network ya había dicho: el hombre que crea el video-poder está manipulado por los poseedores de ese poder que son ... los negocios de un mundo unificado. Los banqueros, los que manejan el poder supranacional del dinero, se han adueñado de ese mundo y lo manejan a su arbitrio. El poder del dinero no es –para decirlo exactamente– supranacional porque ya no hay naciones. Las ideas de patria y Estado han muerto. Lo único que existe es el inacabable discurrir de la banca. Y si todavía hay naciones ellas se llaman Exxon, Siemmens, ITT y Coca-Cola. El poder les pertenece. El poder que mata.

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