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La ley del más fuerte

 

Por Alfredo Grieco y Bavio


t.gif (67 bytes)  El juez Lord Bingham, que declaró ilegal la orden de arresto del general Pinochet dictada por un magistrado británico, se quedó el viernes sin uno de sus dos argumentos favoritos. El primero era que Pinochet tenía inmunidad como jefe de Estado --un título que el general por cierto no ostentaba cuando llegó violentamente al poder el 11 de septiembre de 1973---. El segundo era la ausencia de precedentes. Ninguna nación soberana, explicaba el Lord Justice, había decidido nunca que podía juzgar las acciones soberanas de otra nación soberana. Sólo tribunales internacionales ad hoc (los de Nüremberg y Tokio, y los establecidos para Bosnia y Ruanda) habían juzgado por crímenes de guerra a responsables de naciones particulares. Eran todos, hay que decirlo, tribunales de vencedores que juzgaban a vencidos ya sin aliados.

Pero el viernes, con el fallo de la Audiencia Nacional Española, un país consideró que ciertos derechos no conocen fronteras, y que un tribunal nacional puede y debe juzgar determinados crímenes sin importarle dónde se cometieron o la nacionalidad de víctimas y victimarios. Es el precedente que le faltaba al prolijo Lord Bingham, quien también había señalado su preocupación por que se castigaran los crímenes de las dictaduras, pero se había excusado de abrir juicio él mismo, señalando con un gesto hacia un futuro más feliz que el presente, cuando exista un Tribunal Penal Internacional. Es uno de los casos, como el juez no podía dejar de saberlo, en que internacionalizar la cuestión significa aceptar la impunidad de los culpables y que las víctimas no tengan un tribunal donde se acepte juzgar delitos que sin embargo se proclaman como imprescriptibles. La Cámara de los Lores, ante quien fue apelada la decisión de Lord Bingham, podrá ahora expresar de forma abierta o callada su desagrado por la decisión española, pero no podrá negar su existencia. Hasta que no haya un gobierno mundial --y no es tan claro que sea deseable que lo haya pronto--, un Tribunal Penal Internacional, como aquel del que se estableció una base en Roma, es una ilusión. A lo sumo, servirá para tanto como el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas sirve hoy para impedir o limitar las masacres de Kosovo, del Congo o del Golfo de Guinea. Mientras, habrá que esperar a que países que puedan permitírselo hagan, como hizo España, un lugar creciente en sus legislaciones y en sus justicias nacionales o regionales para el genocidio, los crímenes de guerra y de lesa humanidad, y la tortura. Es académico decir que la decisión española fue un triunfo del derecho. Es más significativo que fue una victoria para las víctimas.

 

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