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EL MODELO SEGÚN HOBSBAWM

Marx está tan vivo como el capitalismo

Por más de una década, pareció que existía apenas un sistema económico viable: el capitalismo sin límite. Pero ese sistema está destruyendo a Rusia, quebrando al Asia y aumentando la desigualdad en Occidente. En este ensayo reciente extractado de la revista británica "Marxism Today", Eric Hobsbawm, el principal pensador marxista inglés, que acaba de visitar la Argentina, analiza por qué gobiernos que prometieron cambios siguen casados con el modelo, y recomienda volver a la socialdemocracia.

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Por Eric Hobsbawm

The Guardian

de Gran Bretaña


t.gif (67 bytes)  Algo gracioso sucedió camino al milenio: Marx está de vuelta. Diez años después de que se asumiera que había sido definitivamente enterrado bajo los escombros del muro de Berlín, diez años después que se proclamara el irreversible triunfo del liberalismo y el fin de la historia, aquí está de vuelta para el 150º aniversario del Manifiesto Comunista que, para sorpresa de todos y también de la avejentada familia de marxistas viejos, produjo un enorme eco en la prensa, enteramente inesperado hace meses apenas. Y todos, excepto algún raro anclado en la Guerra Fría, destacaron una cosa: ¡lo que este hombre escribió hace un siglo y medio sobre la naturaleza y las tendencias del capitalismo global suena asombrosamente fresco hoy! El triunfalismo de 1989 fue reemplazado en 1998 por nerviosas declaraciones sobre que, pese a lo que diga Das Kapital, el sistema capitalista es, después de todo, básicamente sano.

Pero la gente descubre lo malo del capitalismo no por leer el Manifiesto sino por observar lo que pasa en la práctica. Que había algo que no funcionaba en el sistema de economía global de los años 90 se le hizo obvio no a los economistas o a los políticos, sino a capitalistas que piensan como George Soros.

No quiero decir apenas que Soros anunció hace muchos meses (en la revista Atlantic Monthly de febrero de 1997), para su crédito como persona y no como empresario, que el capitalismo de libre mercado es el enemigo de la "sociedad abierta" de su gurú Karl Popper, junto al nacionalismo, el fundamentalismo y el desactivado comunismo. Lo que quiero decir es que él señaló que el sistema financiero global descontrolado, que él explotó tan bien como especulador, es una invitación al desastre, y que no puede aceptarse la idea de que el mercado no puede controlarse. Otros llegaron a la conclusión de que las instituciones que intentaron regularlo, notablemente el FMI, le estuvieron ladrando al balcón equivocado. Ya es evidente que los críticos tienen razón.

La crisis que comenzó en Asia y que ahora, de acuerdo a The Economist, se está convirtiendo en una crisis global, nos recordó de golpe qué tan mal puede ir el capitalismo cuando le va mal. El caso de la URSS, el único país en probar la teoría de que todo lo que necesita una economía es un mercado libre, debería haber comprobado esto. Aun así, nadie le prestó demasiada atención a la tragedia social y humana sin precedentes de la URSS hasta que la crisis asiática amenazó desestabilizar el sistema financiero mundial por el colapso financiero ruso.

La crisis asiática mostró otras dos cosas. Destruyó la reputación de banqueros, gurúes financieros y asesores. Un gigante, el espectacularmente mal llamado Fondo de Gerenciamiento de Capital a Largo Plazo, con la asistencia de dos premios Nobel de Economía, apostó y perdió 100.000 millones de dólares, hasta que tuvo que ser salvado por el gobierno de los EE.UU. Hace apenas unos meses Michel Camdessus, del FMI, se refería al desorden financiero en Asia como "una bendición disfrazada" porque haría que los tigres adoptaran modelos más a la norteamericana. No asombra que la "reputación del FMI", y esto lo dice el Times de Londres, "esté en su punto más bajo desde su fundación en 1944".

Bajo el impacto de la crisis, no sólo los gobiernos sino también algunos de los más apasionados campeones de la globalización, como los economistas Paul Krugman y Jagdish Bhagwati, están pensando políticas económicas heterodoxas como el control de cambios, entre los llantos de la City londinense. El impacto demostró, en Indonesia, que un quiebre fuerte del capitalismo puede destruir al régimen político más poderoso.

Por lo tanto, es tiempo de repensar las asunciones sobre las cuales demasiadas políticas económicas, incluyendo la de nuestro Nuevo Laborismo, se basan desde 1980 y sobre las que por más tiempo todavía se basan las opiniones de la mayoría de los economistas. Estas son básicamente las asunciones del laissez faire, o sea, de la superioridad de la economía de libre mercado sobre cualquier otra. Por qué esta idea atrae a gobiernos individualistas comprometidos por principio con el capitalismo es claro. Por qué gobiernos como el de Tony Blair pueden ser descriptos como Thatcherismo con pantalones requiere más explicaciones. Propongo aquí cuatro razones.

Primero, que para fines de los años 70 las políticas clásicas de economía mixta de la "edad dorada" habían cesado de funcionar correctamente, y que las del planeamiento socialista apenas funcionaban.

Segundo, que existe lo que podemos llamar un consenso de los economistas neoclásicos académicos que sueñan con el nirvana de una economía óptimamente eficiente y sin fricción en un mercado global autorregulado. O sea, una economía con mínima interferencia de los estados. Dado el estado del mundo, esto implicó una sistemática política de privatización y desregulación. En la práctica, por supuesto, esto fue una política apta para las corporaciones económicas transnacionales y para otros operadores del período de boom. Este consenso está terminado.

La tercera razón para que Blair siga sosteniendo el libre mercado es lo que se puede bautizar como el equivalente neoliberal de la vieja creencia marxista sobre la inevitabilidad histórica: la economía global ha llegado. Esto hace imposible, y por lo tanto inútil, cualquier intento de economía nacional o política nacional. Cualquier punto de vista en contrario resulta, en palabras de un Paul Kruger más temprano, "basado en el fracaso de entender los hechos y conceptos económicos más simples". No es así.

Cuarto, porque el Nuevo Laborismo asumió que, después de Thatcher, las mayorías políticas dependían de lograr el voto de la clase media thatcherista. Por tanto, había que atarse de pies y manos por cinco años. Esta puede ser o no la razón por la que ganamos, pero en el presente turbulento de la economía mundial puede resultar torpe anunciar compromisos rígidos hasta el año 2002, sin tener en cuenta las circunstancias cambiantes. Lo que la actual ortodoxia económica provee a los gobiernos hoy en día no es una guía para sus políticas sino una maravillosa bolsa de excusas.

Por supuesto, algunas de las excusas ofrecidas por la globalización son legítimas, al menos en parte, dado que hay cosas que de hecho están más allá del poder de cualquier gobierno. Pero un "no queremos hacer esto" no debería ser disfrazado con un "no hay nada que podamos hacer". Hay qué hacer y debe ser hecho. Enfrentados a un colapso de Wall Street, ¿los economistas van a descubrir los poderes de la acción retardada? Que no haya excusas ni engaños ni versos de vendedores respecto a la importancia de los gobiernos en la economía.

La economía global llegó para quedarse. Pero hay que decir tres cosas sobre ella. Primero, que sus operaciones y su futuro crecimiento no son sinónimos del extremismo del laissez faire, como lo prueba lo que sucedió en Rusia desde que la conquistaron los libre mercadistas. De hecho, Rusia hizo imposible distraerse sobre lo que el premio Nobel Douglass North llama "economías de transición".

Segundo, que los actores del mercado global no pueden funcionar normalmente sin instituciones de fuera del mercado, ni sin un mercado nacional. Como mínimo, requieren el equivalente a un sistema de leyes que sancione para garantizar el cumplimiento de contratos y, más estrictamente, regulación, particularmente de los mercados financieros. La economía global no reemplazó al mundo de estados, poder político y políticas. Los dos coexisten en permanente negociación.

Y tercero, que el poder de los estados sobre sus territorios puede haber disminuido ya que, después de dos siglos de crecimiento, llegó a su pico después de la Segunda Guerra Mundial. Pero aun así, sus poderes de control sobre la economía en sus territorios propios siguen siendo sustanciales.

Hay, sin embargo, una manera en la que la aparición de la economía global modifica las prioridades del Nuevo Laborismo. El crecimiento económico de Gran Bretaña depende sólo en pequeña medida de lo que hagan los gobiernos británicos. Por suerte, más allá de lo que pase en el mundo en general, el problema británico (como el de otras economías avanzadas y ricas del mundo) no es el crecimiento en sí. El crecimiento se las arregló muy bien por las suyas en los últimos 200 años, excepto por breves períodos durante las cíclicas depresiones que forman el pulso del capitalismo. Más aún, Gran Bretaña hoy, como otras naciones centrales de la Unión Europea, está en la parte del mundo más próspera y rica.

Lo peor que puede pasarle económicamente a los británicos es insignificante comparado a lo que puede pasarles y suele pasarles a tres cuartas partes de la humanidad. En parte, esto se debe a que vivimos en la región del mundo de efectiva y fuerte red social, o sea, de estados fundamentalmente preocupados por asuntos de bienestar social y redistribución. (Esta es probablemente la herencia más duradera de los movimientos obreros que vieron la luz en Europa). No usemos la retórica de los extremos. El peor escenario económico no es la catástrofe, y el mejor no es el paraíso. El mejor es que sigamos como estamos en términos absolutos desde hace 40 años. Es en el campo social, cultural y posiblemente en el político donde hay espacio para un deterioro radical. Pero eso no es mi tema hoy.

Nuestro problema básico es, por tanto, doble. Por un lado, cómo controlar y regular las operaciones de una economía capitalista de mercado que, por naturaleza, tiende a lo que el columnista americano William Pfaff llama "nihilo-capitalismo". Esto no lo puede hacer Gran Bretaña sola, pero por primera vez en mucho tiempo existe la chance de acción coordinada de varios gobiernos. La crisis mundial puso de nuevo esta cuestión en la agenda global. También se da que coincide con uno de los raros momentos en el siglo XX --el primero desde 1947-- en que una mayoría de países de lo que hoy es la Unión Europea tienen gobiernos de centroizquierda, escépticos del fundamentalismo libremercadista. Si esto es base para ser optimistas el tiempo lo dirá.

El otro problema es cómo distribuir la enorme riqueza generada y acumulada por nuestra sociedad a sus habitantes. Esto, visiblemente, no lo hace el mercado. Pero hacer algo respecto a la creciente desigualdad y la mala distribución social sí está en la órbita de la nación-estado ya que, porcentaje más o menos que está en manos de la Unión Europea, la nación-estado sigue siendo el único instrumento de reparto del PBI fuera de las ganancias. Sigue siendo una herramienta esencial. Por eso, es hora de que el gobierno laborista recuerde que su objetivo mayor no es la riqueza nacional sino el bienestar y la justicia social.

Existe, por supuesto, tanto un argumento económico como uno social, además de un muy conveniente argumento moral, para disminuir nuestra llamativa desigualdad. Una distribución de la riqueza relativamente pareja ha sido, históricamente, positiva para el crecimiento económico. De paso, el crecimiento de los países de la OECD en el período de ultraliberalismo fue más lento que en la edad dorada del keynesianismo. Y, como demostraron Richard Wilkinson y otros autores, a mayor igualdad social y económica, mejor salud, mortalidad, seguridad pública y "sentido de comunidad" de una región. Por lo tanto, para los que necesitan estos argumentos, menor el costo financiero de una sociedad.

Cuánta redistribución o distribución podemos pagar es imposible de medir en números redondos, o en términos de gasto público, apenas podemos medirlo en términos de porcentajes de la riqueza nacional, cualquiera que sea su uso. Casi todos los argumentos políticos en este campo giran en torno a cuánto un gobierno quiere pagar, no si se requiere un porcentaje mayor o menor del producto nacional. Por tanto, en términos de PBI, el gasto en salud en Gran Bretaña subió en los últimos 30 años, como lo hizo en todos los estados, pero se mantuvo más bajo que en los demás estados desarrollados y creció menos. Como nuestro PBI crece más que la población, hay más para gastar per cápita. Esto puede mantenerse aun si un gobierno quiere bajar el porcentaje del producto que se recauda como impuesto, como hicieron los tories.

No voy a hablar sobre el sistema de seguridad social, excepto para decir que estoy de acuerdo con el ex ministro del área Frank Field en tres puntos cruciales: que debe ser universal, que debe acabarse con un sistema que crea dependencia entre gente en edad de trabajar, que no puede ser (y tal vez nunca debería haber sido) un sistema de pagos estatales.

Por otro lado, tanto la política exclusivamente estatal del sistema de seguridad social de Beveridge como el sustancial crecimiento de la economía en negro, ayudada por la política thatcherista de fomentar el autoempleo, hizo que todo lo anterior resulte más difícil. Hubiera sido mucho más fácil resolver el problema de las jubilaciones para trabajadores pobres con una vida entera de empleo irregular y ocasional si los sindicatos y las asociaciones mutuales no hubieran sido expulsados completamente del sistema por el gobierno. También estoy de acuerdo con Frank Field en que la reforma de la seguridad social va a ser cara pero, como ya dije, el argumento de que Gran Bretaña no puede pagarla es un verso.

Respecto al mercado del trabajo, ha cambiado de tres maneras. Hoy es posible producir el PBI con una fuerza de trabajo mucho más pequeña que antes y de modos muy diferentes. Además, los mercados de trabajo para las diferentes ocupaciones, habilidades y salarios se han vuelto virtualmente inmedibles. En cada campo y en todo nivel, los extremos se alejan y los ganadores se guardan todo.

Lo que ocurre hoy --y sin sindicatos ni acción oficial, sin fuerzas que se le opongan-- es lo que vemos en ciudades como Londres o Nueva York, que son ejes de la economía global. Hay una polarización entre el sector de empleos de alto salario en campos de alta ganancia (finanzas, comunicaciones) y una población de bajos salarios, irregularmente empleada en servicios: entre los financistas de la City y los que los custodian, les limpian las oficinas y les llevan la comida. Finalmente, el mercado de trabajo se está achicando, gracias a la expansión de la economía informal, gris o negra, que es casi universal aunque se expande mucho más rápidamente en estados con políticas neoliberales, como las de Thatcher, que castigan el empleo regular.

Esto me lleva a la gran pregunta. Ideológicamente, el gobierno Blair está claramente a la derecha de los demás gobiernos de centroizquierda de occidente: de Clinton, Jospin, Prodi, y probablemente también del nuevo gobierno alemán. ¿Cuán preparado está para admitir que las teorías (o las excusas) económicas que recibió de su predecesor se están hundiendo? ¿Qué tan dispuesto está a abandonar una política que se basó, esencialmente, en el consenso de los economistas neoliberales? ¿Será el Nuevo Laborismo juzgado en retrospectiva como un fracaso por las mismas razones por las que el Muy Viejo Laborismo fracasó en 1929-1931, es decir por rehusarse a romper con la ortodoxia económica del momento? En aquella época, las nuevas ideas llegaron del campo liberal (Keynes, se recordará, era afiliado al partido liberal). ¿Otra vez llegarán de ese sector? ¿Se reconocerá que hay no sólo un argumento social sino también uno económico para volver a las políticas socialdemócratas? Estas son preguntas que sólo puede responder Downing Street. Y quedarse quietos mientras se emiten palabras tiernas y vagas sobre la Tercera Vía no alcanza.

Hay tres cosas que se deben decir como conclusión. La primera era sabida por Keynes, que conocía el mundo de los negocios. Que se acabe la noción de que los gobiernos deben darle a los empresarios todo lo que dicen que les resulta indispensable para ser felices. Cierto, una economía está en problemas si el flujo de las ganancias, que alimenta al sector privado, se detiene. Pero eso no nos obliga a creerles si, habiéndonos acostumbrado a salarios y ganancias extorsivas, nos dicen que cualquier cosa menor que esa va a detener la economía. Ni las automotrices ni los supermercados británicos quebrarán si sus aumentos de precios se reducen al nivel de los supermercados y automotrices norteamericanos y europeos.

Segundo, como las más recientes victorias de la izquierda demuestran, notablemente en Suecia y Alemania, los votantes están mejor dispuestos que los asesores económicos hacia la acción estatal. Esto puede ser cierto también hasta en Gran Bretaña. Más allá de que el gobierno deba o no renacionalizar los ferrocarriles, es una apuesta segura que no perderá votos por hacerlo.

Tercero, y más importante: por más poderoso que haya sido antes de mayo de 1997 el dicho "Esto no nos va hacer ganar la elección", no debe ser confundido con la proposición "nuestra prioridad máxima es que nos reelijan". Cumplir con su programa es la justificación de un gobierno, hacerse reelegir no lo es, y mucho menos transformarse en el partido gobernante eterno. (De hecho, como ya aprendimos, un monopolio permanente del poder no es una gran idea, tanto en países no democráticos como democráticos). Como el presidente Clinton, el Nuevo Laborismo será juzgado, tanto por la historia como por el pueblo, por criterios que no se resumen a ganar otra elección. En todo caso, sí hay una manera segura de perder la próxima elección: es no reconociendo que la era del neoliberalismo se acabó.

 

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