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  Lo conocí una tarde que
    entré al Bar León a repartir volantes. Yo habré tenido entonces quince años y una fe
    inquebrantable. Hoy el Bar León no existe, y muchas cosas más tampoco. Me llamó con un
    vení, pibe, y un gesto de la mano, como si me agarrase desde el aire y me acercase,
    aunque su mirada seguía clavada en el tablero. Yo apuré el paso, imbatible. No ocurría
    todos los días que alguien me pidiese un volante sin que yo se lo tuviese que ofrecer. Dame unos cuantos me pidió sin mirarme y, sin decir gracias ni nada, levantó
    con dificultad sus más de 100 kilos y los paseó por entre las mesas hasta alcanzar el
    baño.
 Para mí fue toda una decepción política, acaso la primera, pero, sin duda, como un
    tatuaje, me marcó para siempre. Tal es así que, en momentos de desaliento, siempre que
    pienso que todo se vino abajo, y cuando digo todo el Muro es lo de menos, me acuerdo de
    esa tarde. Días después me enteré de que su nombre era Shloime Shapiro. Me lo dijo él
    mismo, otra tarde que volví a entrar al Bar León y dejé volantes en todas las mesas
    menos, por supuesto, en la suya. Fue entonces que me llamó, con el mismo gesto:
 ¿Vos no jugás, pibe? y me señaló la silla.
 Me senté y, mientras ponía sus manos atrás, se presentó:
 Soy Shloime Shapiro. Como verás soy silencioso por naturaleza... Mi nombre y
    apellido empiezan con sh...
 Luego puso sus dos puños delante de mi nariz.
 La izquierda elegí.
 Lo sabía, pibe... se sonrió, a mí me da lo mismo, yo ya no creo en
    esas cábalas...
 El tablero estaba descolorido, las piezas gastadas, todo el Bar León olía a rancio, pero
    me lancé al ataque. El me comió un peón y yo le comí un caballo. Así empezó mi
    venganza. No me imaginaba que Shloime Shapiro fuera tan fácil. A un costado del tablero
    se empezaron a amontonar su alfil, su otro caballo, una torre y tres peones.
 Tampoco creo en las damas... afirmó.
 Su reina pasó a engrosar mis trofeos y no sé por qué me conmoví:
 ¿Tablas?
 ¿Tablas? se rió, Moisés las escribió y él mismo, bajoneado por la
    poca fe, fue el primero en destrozarlas...
 Y su alfil, el único que le quedaba, me desconertó:
 ¡Jaque!
 Moví el rey, porque no tenía otra y, cuando me di cuenta, ya era tarde.
 ¡Mate! exclamó Shloime Shapiro, y me tendió la mano. Yo iba a
    estrechársela, como hacen los caballeros, pero ni llegué a rozar sus uñas sucias de
    mugre y tabaco No, pibe, unos volantes...
 No tuve agallas ni tiempo para ofenderme. Agarró unos cuantos volantes y, con dificultad,
    jadeante era su manera de respirar sacó de la silla sus más de 100 kilos y
    volvió pasearlos entre las mesas hasta alcanzar el baño.
 Se tomó su tiempo, como es lógico. Cuando volvió, encajó como pudo sus más de 100
    kilos en la silla y me miró con sus ojos claros y eternamente húmedos.
 Ahora sí me tendió la mano, con el estómago en paz la gente ya puede
    saludarse...
 Se la estreché. Era una mano sudorosa, de esas que dejan su huella donde tocan.
 No es cuestión de atacar, pibe me guiñó; para ganar, lo importante es
    no aflojar... Cuando desprendí mi mano de la suya vi que por debajo del puño sucio de su
    camisa asomaba un número tatuado.
 ¿Y eso? le pregunté.
 Shloime Shapiro se cruzó un dedo sobre los labios y sólo me contestó: Sh...
 Que este silencio sea mi homenaje a aquel maestro.
 
 
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