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La que cayó sobre su rostro
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Por Fabián Lebenglik
La exposición de Castillo que se puede ver en estos días en Buenos Aires es un buen resumen de Yo es un otro, presentada por la artista como muestra itinerante a través de los principales museos de América latina. Precisamente, la mexicana juega con los géneros canonizados y fuertemente estructurados, para construir, con coherencia y obsesiva minuciosidad, una crítica del autorretrato. Una crítica en el sentido de un análisis profundo y un intento por desarticular los distintos acercamientos y sentidos del autorretrato: el estético, filosófico, psicológico, histórico e ideológico. El autorretrato se impuso en el arte occidental a partir del Renacimiento, cuando el Yo y la subjetividad pasan al centro de la escena. En el texto de presentación del catálogo, el crítico Cuauhtémoc Medina sugiere que el retrato es, entre los géneros tradicionales, el más inmune a las transformaciones vanguardistas, en parte debido a su referencialidad a algo tan sensible como la cara de alguien, a la práctica histórica del retrato como simbolismo del poder, a la identificación -no sólo artística sino también policial-- entre la cara y la persona. La percepción está entrenada para reconocer e individualizar caras, incluso en su variedad. En este sentido, la variación es constitutiva de toda cara que sigue siempre siendo la misma (y otra, al mismo tiempo) a pesar de estar gorda, flaca, joven, vieja, lisa, arrugada, cansada, pintada, operada, con granos, cicatrices, lunares, puntos negros, vellos, moretones ... o sin ellos. La obra de Mónica Castillo, que juega con todas estas convenciones contemporáneas de la representación del propio cuerpo a la obra, así como el desdoblamiento, la fragmentación y la pérdida de unidad y univocidad del Yo, apunta a transformar la práctica del autorretrato en una crítica. La artista se acerca a la representación de su cara utilizando todos los tics del experimento científico. Al ampliar la escala microscópica, toda cara se vuelve monstruosa: "Necesitaba exactitud -dice--; me interesa ese acercamiento crudo hacia el individuo que se ha permitido la ciencia, pero no el arte". La cara pasa a ser un territorio a descubrir en todos sus accidentes, para transformarse en un repertorio de signos con los cuales se establece un código convencional. Así, la artista establece un alfabeto propio, con su gramática, en donde las cosas no significan por su similitud sino por su funcionamiento en un contexto. A través de sus pinturas, esculturas, objetos, fotografías y cajas, Mónica Castillo establece retratos de sí misma en base a lo que interpreta su propia subjetividad, que se superpone a las otras Mónicas que ven los demás. La artista exacerba la cualidad interpretativa del autorretrato hasta convertir esa geografía orgánica en un sistema convencional. Finalmente, despedaza toda la vulgata construida alrededor de la cara: como "espejo del alma", como indicio de natural bondad o perversa criminalidad, como condensación de las cualidades del sujeto, como "cada uno tiene la cara que se merece", como referencia definitiva y elocuente de una cadena de culpabilidades o inocencias multiformes. Los autorretratos de Castillo probarían que aquello que la tradición coloca en un plano de identificación -un encuentro simbiótico entre obra y vida--, tendría, más bien, sólo un aire de familia, como efecto de miradas propias y ajenas. En la cara de uno siempre se cruza, como una interferencia querida y temida, la cara del otro. (Galería Ruth Benzacar, Florida 1000, hasta fin de año.)
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