Por Cristian Alarcón
Situación
paradójica la de los patovicas que ayer asistieron a la primera clase-taller voluntaria
de derechos humanos organizada por el gobierno de la ciudad. En la entrada de la
Secretaría de la Juventud, donde se realiza el curso, antes de acceder al aula, tuvieron
ante sí sus propios porteros. Y debieron traspasarlos, casi ofendidos, como si fuesen
colados. Los esperaba la opinión pública en directo. No faltaba un solo movilero.
Nosotros estamos dispuestos a aprender derechos humanos pero tenemos nuestro derecho
a la intimidad, se defendió uno, desconcertado ante la nutrida bienvenida.
Mirá flaco, nosotros estamos acá porque nos pagan la hora extra como si
laburásemos. Ojalá sirva. Pero no me jodas, corréte por favor, dijo otro como
atajando. ¿Derechos humanos? Para mí eso tiene que ver con los desaparecidos. Pero
todavía no entiendo qué tiene que ver con nosotros, reconoció a este diario
Rubén Mortes, uno de los pocos custodios que accedieron a conversar con los medios. Ese
era anoche el desafío de quienes coordinan los talleres. Escucharlos para superar la
barrera del sonido de los parlantes a los que están acostumbrados. Y ver si
hablando se entiende la gente, como definió ayer uno de ellos.
Para los cursos, la nueva subsecretaria de la Juventud porteña, María Cabiche, recurrió
a la Comisión de Derechos Humanos del Ejecutivo y un especialista del Movimiento
Ecuménico por los Derechos Humanos, MEDH, el ex sacerdote Patricio Rice. En
principio consideramos necesario que se entienda este aprendizaje que proponemos y el fin
de la violencia en los boliches como la consecuencia de una exigencia social del entorno.
No es casualidad que acá haya tantos periodistas y no es casualidad que se haga el
curso, le dijo a Página/12 Rice, antes de comenzar con lo suyo.
Rice es un irlandés con un lejano acento de su patria que fue víctima de la última
dictadura y desde 1982 se dedica a trabajar en el área de los derechos humanos. Delgado,
de una beatitud rubia en el rostro, ayer su figura contrastaba con los fornidos que lo
rodeaban desde sus pupitres. Rice es además quien le ha impartido los cursos obligatorios
a los sentenciados por la justicia correccional a informarse sobre la declaración
universal y sus bemoles. Entre sus alumnos ha tenido a María Victoria Mon, la chica que
atropelló a Claudio, el hermano de la modelo Sol Acuña. Y a un patovica que hasta hace
dos años lideraba el mercado de la seguridad en boliches y por una causa en la que fue
condenado perdió su negocio.
Yo te reconozco que hay gente que no debería estar trabajando. Pero te aseguro que
no somos todos iguales. Y es injusto que nos metan en la misma bolsa. Martín
Carlucho, de traje y rapado como skean, fue la estrella de la noche. Mientras la mayoría
de sus colegas rehuía a la prensa, él dio la cara en cuanto canal lo buscó.
¿Querés que te dé un ejemplo?, le preguntó solícito a este cronista.
Ché gil. Idiota. Pegame, que te hago un juicio y me compro un auto, dice
Martín que es posible escuchar de la boca de adolescentes habitués de lugares como el
que él custodia en los Arcos del Sol, el Odeón Bar. El mismo tipo de afrenta de los
clientes de la noche describieron más tarde sus colegas de las discos Pachá, Gallery,
Luna Morena y El Living en los talleres.
Teniendo en cuenta estos argumentos es uno de los enfoque que Rice y sus
colaboradores, Gustavo Lesbegueris y Leandro Isla, de la Comisión de DD.HH. del
Ejecutivo, le dieron al curso: no ignorar que los patovicas también pueden ser
discriminados y cómo deben reaccionar. Los musculosos coinciden en sostener que la
responsabilidad de las grescas es de los pibes descontrolados, alcoholizados y
drogados, que en banditas se agarran a trompadas como algo normal, según ayer
acusaba Angel Mortes, un experto en karate desde hace doce años. Claro que el tema
es que entiendan que ellos no pueden actuar con la lógica del insulto por insulto. Ellos
deben resguardar la tranquilidad y evitar que haya víctimas. Si las hay por los golpes
entre los clientes, siempre ayudar a la víctima. En el temario delcurso, en
principio, los docentes quieren saber los problemas que enfrentan en sus trabajos, las
condiciones laborales que son parte de sus derechos humanos. Luego de un
diagnóstico, los patos deberán ingresar el rol de los custodios, la discriminación, la
seguridad, el derecho de admisión y la persuasión, último objetivo.
Lo que ayer se concretó en la Secretaría de la Juventud es una especie de ensayo para lo
que vendrá, cuando sea reglamentada la ley de vigilancia, custodia y seguridad sancionada
hace dos semanas. Ayer, los patos recibieron una copia de la norma, además de la
Constitución de la Ciudad de Buenos Aires, la Declaración Universal de los Derechos
Humanos y la ley nacional 23.592 sobre actos discriminatorios. Rice repartía las copias
encarpetadas entre los sui generis alumnos mientras aún llegaban algunos custodios
rezagados en ropas de gimnasia. El aula elegida por los organizadores fue tan particular
como sus concurrentes. Nosotros tratamos de proteger la intimidad de ellos y que
hablasen sólo los que así lo quieran. Pero es cierto, el aula no tiene techo, le
dijo a este diario la secretaria de Promoción Social, Cecilia Felgueras. El mal humor de
los patos se hacía sentir en el aula, un salón hecho de corlock, al centro del galpón,
mientras desde los balcones internos de las oficinas del segundo piso los filmaban y
fotografiaban en su nuevo hábitat con vista aérea.
Una ley sin reglamentar
La ley de Seguridad Privada sancionada en la Legislatura porteña prioriza
la necesidad de que los custodios cuenten con educación básica. El Estado estará a
cargo de brindar cursos de capacitación y, después de un año de la vigencia de la ley,
ningún custodio que no tenga cumplida la escuela secundaria podrá portar arma. En
general, todas las personas que cumplan funciones de vigilancia privada deberán tener
como mínimo el nivel primario aprobado.
Por otra parte, los custodios deberán cumplir con una serie de requisitos: después de
recibido el curso, estarán obligados a anotarse en un registro y exhibir su
identificación habilitante. Para lo cual no deberán pertenecer a ninguna fuerza de
seguridad ni haber sido indultados o condenados por algún delito violatorio de los
derechos humanos.
En el caso de los patovicas, la ley dispone que quienes agredan a clientes deberán pagar
multas de entre mil y diez mil pesos o la inhabilitación o la clausura. En este caso, el
pago de las multas será solidario entre los dueños de las discotecas y los patovicas
responsables del hecho. |
PACHA ES UNA DE LAS QUE ENVIO CUSTODIOS AL CURSO
Una cuidada estrategia de marketing
En Pachá,
un clásico entre las discos de la Costanera, se impone un cambio en la forma de atender
al público y ayer sus dueños comenzaron con los síntomas formales del asunto. Después
de una serie de acusaciones por golpes contra clientes, de la muerte de un chico que
murió atropellado por un auto luego de discutir con un pato, y un empleado condenado por
lesiones graves hace dos años, los actuales hombres de seguridad del reducto comenzaron
aplicados y puntuales la instrucción cívica para cumplir sin excesos con sus empleos
como guardianes. Toda una tendencia entre los lugares VIP de la ciudad,
que intentan despejar la imagen de sitios peligrosos que se ga-
naron en los últimos años.
A la madrugada del 12 de mayo del 96, sobre la avenida Rafael Obligado, en Costanera
Norte, hubo una discusión que parecía ser habitual. Como la de cualquier otro chico
enfrentado con un portero musculoso. Pero en aquel caso, el incidente rutinario que
protagonizó Pascual Urdapilleta terminó en una tragedia. Según los testigos,
Urdarpilleta escapaba corriendo del patovica que lo había golpeado cuando al cruzar sin
mirar la calle un Fiat Duna que iba a alta velocidad lo atropelló. El chico fue
trasladado a la terapia intensiva del hospital Pirovano, donde murió a las pocas horas.
La versión de los gerentes de la disco fue que Urdapilleta, alcoholizado, había
provocado disturbios dentro y fuera del lugar, por lo que habría sido expulsado.
La fama de los patos de Pachá ya había sido manchada en 1994 por la condena a Daniel
Díaz, un custodio que molió a palos a un cliente que quiso entrar al salón VIP.
Pero fue el caso de Urdapilleta el que provocó la reacción de un grupo de padres
primero, y del gobierno después, cuando comenzaba el invierno del 96. En aquel
momento, la reacción del gobierno de la ciudad fue realizar inspecciones
antidiscrimación en los boliches. Rápidamente dejaron de realizarse. Y por su lado, el
ministro del Interior Carlos Corach acuñó la idea de que cada patovica lleve en su pecho
una credencial con sus datos personales.
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