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JORGE GONZALEZ PERRIN

Pinturas en funciones

Hoy a las 19 quedará inaugurada en el Centro Cultural Recoleta una muestra de Jorge González Perrin en la que se produce una extraña asociación entre pinturas y máquinas.

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“Maquinaciones”, pintura, 60 x 80 cm, 1997
Por Fabián Lebenglik

t.gif (67 bytes)  Dos años después de la exposición que presentó en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, el pintor, dibujante y grabador Jorge González Perrin (Bahía Blanca, 1954) vuelve a inaugurar una muestra, esta vez en el Centro Cultural Recoleta, organizada por el Banco Ciudad. Sus cuadros extraños parecen preguntarse por el funcionamiento de la pintura. Entonces surge la relación con el primero de los relatos del libro Hechos inquietantes, de Juan Rodolfo Wilcock: allí un niño cree ser una máquina y funcionar gracias a otras máquinas con las que está interconectado. Por lo tanto, actividades tan naturales como comer o dormir se transforman en una compleja red electromecánica, completamente alejada de las vulgaridades de la fisiología. De modo que, visto el mundo con los ojos como máquinas, todo debería funcionar tomando como base ciertas reglas de aplicación mecánica que a su vez conformarían un sistema.
La mirada ansiosa de Jorge González Perrin hace pensar en ese “Niño mecánico” de Wilcock,na29fo02.gif (1770 bytes) que le va dando a la realidad la forma compleja e imbricada de sus pensamientos, donde la realidad es una maquinaria. En efecto, también la pintura de González Perrin establece un sistema de funcionamiento mecánico. En sus obras se ve toda una poética del mecanismo: los cuadros muestran máquinas o ellos mismos se transforman en complejos y extraños dispositivos. Las máquinas de González Perrin –dibujadas o construidas– son corporizaciones de cadenas de producción de los problemas plásticos. Toda la obra se presenta como en estado de discusión perpetua. Pero ¿qué se discute? En principio, su propia naturaleza: el dibujo, la pintura, la lógica interna de los géneros y las técnicas, el estatuto mismo de su constitución y existencia. En el caso del dibujo, González Perrin parte de la línea como pensamiento, como núcleo de un desarrollo, de la estructuración del plano y el espacio a partir de la nitidez de un trazo al que siguen otros y otros hasta construir una determinada maquinación. El momento de la síntesis más acabada de esta modalidad aparece con los símbolos que el artista relaciona con señales simples y contrastantes que condensan algún episodio real de repercusión social y política. En esa configuración sintética el espectador advierte una suerte de reminiscencia anómala que viene del paradigma del diseño gráfico. Pero en González Perrin todo, siempre, puede complicarse. Las obras aparentemente más simples ocultan una explicación para cada línea. Así como cada movimiento y cada acción del “niño mecánico” está contaminada por el exceso de previsión y de construcción –hipertrofia de sentidos que se exceden mutuamente en una escalada prácticamente infinita–, hasta el punto imposible según el cual todo trazo tendría un motivo y un sentido. Las suyas no son máquinas que simplifican, sino que multiplican funcionamientos, porque sus reglas están siendo escritas, puestas a prueba, medidas y reformuladas permanentemente. Como puede verse en sus cuadros, González Perrin piensa que todo género supone una lógica y al desarrollarla trata de colocar esa lógica ante sus propios límites, a través del cuestionamiento de sus leyes. Para ver el sistema –parece decir su obra– hay que intentar romperlo o, alternativamente, salir de él. Ese nuevo sistema intentará explicar un lugar, un momento y un funcionamiento, desde otras posiciones, lugares y funcionamientos. De este modo, la lógica de la línea y el vacío –como por ejemplo el de las líneas blancas sobre fondo negro– se encuentra con la de la pintura y la mancha: campos de color que llenan y tapan el cuadro.
Las manchas invaden y se comen la obra, la estrangulan hasta la asfixia. Grandes sectores de pintura arrasan la superficie de la obra y el cuadro anterior, que quedó atrapado abajo, dibujado o pintado, sobrevive en parte como vestigio de algo que pudo haber sido. Las manchas invasoras chorrean sobre la obra, pero están controladas minuciosamente por el artista,depuradas de todo expresionismo. Esas superficies manchadas sólo “dicen” algo en tanto tapan un dibujo anterior, pero no son elocuentes por su materialidad o textura: son manchas que cubren algo anterior para imponer cierta negatividad. Son manchas que afirman negando.
Un grado mayor de complejidad llega con los cuadros-máquina. No se trata aquí de obras que evocan, desde el dibujo o la pintura, algún ingenio mecánico, sino que la construcción misma del cuadro como unidad formal de sentido se convierte en una máquina, con dispositivos que se abren, se cierran, se levantan y deslizan. Para esto el artista utiliza cuadros previos que coloca en función de un nuevo contexto o bien prepara obras especialmente para encajar en la nueva configuración.
La complejidad sigue en aumento como si el símil de González Perrin fuera el de la experimentación científica y racional. La hipertrofia de los procesos racionales –otra vez el excedente como mecanismo de producción– lleva, por supuesto, la razón a sus límites. Las manchas cubren buena parte de la superficie del cuadro y sobre ellas el artista vuelve a aplicar la lógica de la línea. Las manchas entonces aparecen seccionadas, fraccionadas y muestran planos yuxtapuestos así como ilusión de volumen.
Como gestos del pensamiento científico experimental, toda una serie de cuadros incluye algo así como su propio comentario y evaluación en clave pictórica. Un recuadro lateral, una pintura agregada y pegada, un sector –que si se tratara de heráldica podría constituir un contraabismo: una inversión, negación, síntesis del motivo central que está inscripto en el propio escudo, a modo de glosa explicativa– se incluye y se excluye al mismo tiempo de la obra, como una nota al pie. El código dentro del código, la ciencia como portadora de una estética que deriva en la geometrización y matematización del mundo.
Cuando parece que los cuadros están terminados según una lógica, entonces el artista rompe con el sistema, e introduce un lenguaje de mundos contradictorios y divergentes, aparentemente antitéticos. Hay una matriz acumulativa en la obra del pintor, que suma y superpone estos mundos en un juego interminable.
Por otra parte, la hipertrofia de la racionalidad –una variante de la locura– se complementa con el uso de signos del I Ching y de formas recurrentes y azarosas. El azar y el juego, las letras y los signos también arrojan datos ocultos, intuidos, allí donde se supone es posible atravesar las fronteras de las miradas razonantes. (Centro Cultural Recoleta, Sala “C”, Junín 1930, hasta el 31 de enero.)

 

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