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Meirás-Migdal
EN EL CIELO NO HAY

Por Marcelo Birmajer

Ahora que los bares han sido invadidos por la música funcional, la televisión y el contubernio pizza-pasta, al individuo que busque un reducto adecuado para estudiar, leer o escribir sólo le restan las hospitalarias bibliotecas porteñas. Allí aún persiste la posibilidad del silencio. No son pocas las bibliotecas públicas de Buenos Aires que funcionan bien. Tanto la Biblioteca Nacional como la del Congreso de la Nación son espaciosos y generosos edificios dedicados a la consulta de libros, diarios, revistas y demás documentos. Hace cerca de dos semanas comencé a buscar materiales para fundamentar una idea que me viene persiguiendo desde los comienzos de mi juventud: la libertad y la sacralidad de la vida humana no son valores relativos ni históricos, sino absolutos y universales. Todos los que violentan la libertad del otro o ponen en cuestión la sacralidad de la vida humana saben que actúan mal. Esto también me lleva a creer en la existencia del mal. Para fundamentar esta idea debo leer una cantidad de libros que supera ampliamente no sólo mi capacidad económica sino también la oferta de las librerías argentinas e incluso la de mi querida librería en Internet, Amazon (me he comprometido a no utilizar la palabra “virtual” ni “global” hasta que no dejen de ser el carnet intelectual del perfecto imbécil). Necesito libros de Isaiah Berlin que no están en ningún lado, necesito libros de Todorov que son muy caros, necesito la muy cara autobiografía de Mandela, necesito leer a Marx, a Kant y a Spinoza. Por lo tanto, debo recurrir a los únicos lugares silenciosos que no me hacen doler la cabeza ni me deprimen: las bibliotecas públicas de Buenos Aires.

Las que frecuento siempre funcionan bien. Es increíble, pero en esta ciudad donde a menudo los edificios públicos son definidos como palacios del caos y la ineficiencia, las bibliotecas -que tal vez debieran ser las más perjudicadas- son un solaz para estudiantes, lectores y escritores. La omnipresencia de Borges en el tema “bibliotecas” redunda en que citarlo sea un gesto fatalmente empalagoso. Pero bien, no lo puedo evitar. En alguna ocasión dijo que, de existir el paraíso, lo imaginaba con la forma de una biblioteca. Sin embargo, las bibliotecas se me antojanexclusivamente terrenales. Puedo imaginarme el paraíso como un hotel cinco estrellas, pero las bibliotecas no dejan de parecerme un lugar de remanso que el Todopoderoso les permite a los hombres en la Tierra: “Sí, aquí la pasarán bien sin hacer daño. No deberán pagar por los libros y encontrarán la mayoría de las cosas que buscan. Pero disfrútenlas: en el cielo no hay”.

UNO La biblioteca del Congreso de la Nación, fundada en el año 1826, funciona de noche. Toda la noche. No es una biblioteca exhaustiva en cuanto a títulos, pero le sobran materiales interesantes e incunables. Y su archivo de revistas me dio más de una agradable sorpresa. En la búsqueda de Isaiah Berlin, ni bien me defraudaron con la ausencia de una Gaceta de Bogotá donde se publicaba un reportaje, me encontré con una Vuelta Sudamericana de 1987, donde este pensador escribe todo lo que necesitaba leer. Sir Isaiah Berlin, es cierto, no me ha dado hasta ahora la satisfacción de fundamentar sus excelentes artículos con alguna razón última de carácter moral o trascendental. Pero, a cambio, el artículo que leo en esta biblioteca del Congreso a las doce y media de la noche me ofrece una frase de C. S. Lewis (a quien desconozco) que me será imposible olvidar: “No hay ninguna razón a priori para suponer que la verdad, al ser descubierta, necesariamente probará ser interesante. Será suficiente con que sea cierta”.

A mi lado, sentada, con un pantalón de corderoy violeta pegado al cuerpo, hay una mujer de entre fines de los treinta y mediados de los cuarenta años, a esta hora no sé; usa unos anteojos que le quedan muy bien y un pulóver -en el que se marca un relieve favorable- bajo el cual no parece llevar siquiera un soutien. Si yo fuera un poco más joven y tuviera otro estado civil, renunciaría a cualquier discoteca con tal de intentar la conquista de este templo del saber.

El silencio de esta biblioteca no aturde. Hay una respetuosa informalidad y una luz amarilla que, sin ser necesariamente agradable, es adecuada para la hora y para la lectura. La madrugada siempre transcurre rápido, pero más rápido aun en una biblioteca que no cierra. En las referencias sólo hay dos artículos de Sir Isaiah Berlin y ningún libro, pero me encuentro con un ensayo de Vargas Llosa que no podría haber conseguido en ningún otro lado. Me está agarrando sed. Incluso el estudioso padece de sed y hambre, como todos los mortales. No digo comer entre los libros ni en las mesas de consulta, pero podrían tener, como en la Biblioteca Nacional, un barcito aparente.

Mientras caminaba hacia el número 1835 de la calle Alsina, por la avenida Callao, recordaba aquellos días en que la intersección de Callao y Corrientes, después de las diez de la noche, proveía de amigos y conocidos. Los tiempos han cambiado, y, salvo el frío habitual de esa esquina a esa hora, no encuentro caras conocidas. El bar La Academia, por donde era imposible pasar sin saludar, es ahora un reducto de extraños. La Americana sigue teniendo las mismas empanadas pero no las mismas personas. En realidad no lo lamento: caminando por esas calles arribé a algunas de las conclusiones más erradas de mi vida.

Sólo la biblioteca del Congreso, amarilla e insomne, sigue igual. La consultaba entonces y la consulto ahora. En la entrada, una profusión de rostros asiáticos. Intuyo, sin mayor rigor epistemológico, que se trata de coreanos y vietnamitas, pero no de japoneses. Dos jovencitas, casi seguro coreanas, se turnan en el teléfono público para avisarles a los padres que permanecerán en la biblioteca hasta pasada la una de la mañana. Las primeras palabras son en castellano: “Hola, ¿pá?”. Luego sigue una explicación en coreano y, en el medio, en los dos casos, la palabra “biblioteca”. Hay palabras que permanecen inalterables en distintos idiomas; por algún motivo, esta comprobación me conmueve. Ellas aún hablan con sus padres el idioma de sus ancestros y esta biblioteca repleta de textos en castellano les resulta un sitio amable. Las bibliotecas siempre han sido lugar de refugio para extranjeros, para inmigrantes recientes o para hijos de inmigrantes recientes. Y para mí también. ¿Por qué será?

Un muchacho vestido de cuero, con el pelo enmarañado, tiene la vista clavada en un libro y niega con desinterés, como burlándose de lo que está leyendo. Es la una de la mañana y estoy seguro de que este muchacho de cuero y rostro pálido no regresará a dormir a la casa de sus padres. Es el clásico triunfador de un casting para interpretar a Lautréamont. Quién sabe, quizás alguna de las chicas de entre dieciocho y veinte años de estupenda figura que circulan de aquí para allá buscando textos del secundario o el CBC se encandilen con su apariencia de poeta maldito y le ofrezcan compañía a partir de las dos de la mañana, cuando yo ya me haya retirado. Mi cuerpo se distiende y mi indeseada panza asoma por arriba de mi cintura como una admonición: mi tiempo de pasarme toda la noche en la biblioteca como un acto heroico se ha esfumado. Descubro que esas chicas buscan textos del secundario, no del CBC. Por tanto, o bien han repetido una buena cantidad de veces o bien tienen menos años de los que les supongo. Es una prueba innegable de mi senilidad.

¿Qué más puedo hacer en la Biblioteca del Congreso? Fotocopiarme una buena cantidad de páginas a seis centavos cada una. De hecho, me llevo como un tesoro el ensayo de Berlin sobre la caída de las ideas utópicas en Occidente. Este Berlin... Mi recorrido de regreso es nuevamente por Callao, pero a la altura de Rivadavia las miradas de los transeúntes me resultan entre lascivas y hostiles. Sin duda la Biblioteca era un remanso en esta madrugada de extraños. Me tomo un taxi.

DOS “En Nueva York, en la calle 79 Este, hay un sitio muy agradable conocido como la New York Society Library, y durante 1942 pasé allí muchas tardes investigando para un libro que tenía intención de escribir pero no escribí”, cuenta Truman Capote en Música para camaleones. Por aquel entonces, en aquella biblioteca, el joven Truman solía fijarse en una señora mayor a quien suponía lesbiana. Una tarde de copiosa nevada, la dama lo invita a tomar un chocolate. Truman acepta y la señora le pregunta qué escritores le gustan. Luego de lanzar algunos insultos contra los escritores célebres de moda -de Hemingway a Thomas Wolfe-, Truman elogia a Willa Cather y le pregunta a la señora si ha leído un título de ella, My Mortal Enemy. “En realidad, lo he escrito”, responde ella sin expresión particular.

Sospecho que la fructífera amistad que se inició entonces no hubiera sido sin el factor biblioteca. Ese halo de posibilidad de cosas buenas, de sentarse a escribir algo que uno nunca escribirá pero disfrutar de estar allí, tiene la Biblioteca Nacional que se alza en una loma de la calle Agüero al 2500. Una causa evidente hace difícil escribir en los pisos quinto y sexto de ese edificio: el lugar es hermoso, y da más ganas de mirar por la ventana o consultar desinteresadamente las computadoras, que de cualquier acción no contemplativa. No está todo el material necesario, pero la facilidad con que se accede a cualquiera de los muchos textos que ofrece son un bálsamo para cualquier habitué de las tan distintas costumbres argentinas.

La Biblioteca Nacional es, antes que nada, sorprendente. Esos ventanales que dan al río, gigantescos; los distintos modelos de mesas, los sillones cómodos, y las computadoras que funcionan y nos permiten pedir libros sin hablar con nadie ni revisar papeles... ¿realmente están a nuestra disposición, son para los argentinos? La respuesta es positiva. La comodidad para el lector es superior a la del Pompidou o a la que ofrece la Biblioteca Pública de Nueva York y sus sucursales. Aunque, repito, la cantidad de materiales no es comparable: mi amigo Esteban Buch, que acaba de terminar un texto sobre Beethoven a publicar por la editorial Gallimard, me cuenta vía e-mail que no le hubiera sido posible encontrar los libros necesarios en la biblioteca de la calle Agüero. Pero coincide conmigo en que tal vez sea el sitio más placentero de Buenos Aires: “Me olvidé de agregar que las bibliotecas son uno de los lugares en que las mujeres más hermosas aparecen, no tanto porque sean cultas, sino por la idea de que serlo, en silencio, es una manera, entre tantas, de ser más bellas”.

En estos salones fui recompensado con Contra la corriente, de Sir Isaiah Berlin, pero no me pude fotocopiar, a diez centavos por carilla, las veinte páginas que contenían el ensayo Marx, Disraeli y la identidad, porque debemos dejar todos los bultos en un locker (gratuito) y me olvidé la plata en la riñonera. Eso me pasa por hacerle caso a mi abuela, que me exige guardar el dinero en un compartimento estanco, lejos del pañuelo; en lugar de continuar mi anterior costumbre caótica de dejar los billetes hechos un bollo por cualquier parte de mis prendas.

La piedra fundamental del actual edificio la colocó Jorge Luis Borges en 1971; las obras se reiniciaron con la democracia, en 1983, y recién a mediados de esta década la biblioteca estuvo utilizable. En 1996 Héctor Yanover, como director, puso en marcha el sistema de computadoras y habilitó los dos salones para lectores en el quinto y sexto piso que dan al río; la obra es continuada por el actual director, Oscar Sbarra Mitre. La biblioteca ofrece gratuitamente charlas, eventos culturales y exposiciones.

Despatarrado en un sillón, como si me fuera dado vivir tranquilo, reflexiono, mirando por los ventanales, acerca de la moral universal que recorre a la humanidad desde sus inicios. Cada tanto observo las pantallas que penden del techo: cuando aparezca mi apellido en ellas es que ya han encontrado el libro que pedí por la red de computadoras. Es agradable encontrarse en la pantalla, en lugar de escuchar a alguien gritando mal mi apellido, cambiando la j por una y griega o una ch. Todo el mundo lee o escribe: algunos, iluminados por unos veladores verdes sobre unos escritorios rojos en declive; otros, por la luz general; y otros, por la luz ambiente. Una chica tiene pelo recogido y se le ve el cuello y la nuca.

Mi apellido está en la pantalla y mis libros en la mesa de entrega: Contra la corriente y un incunable de Somerset Maugham. Pero es difícil concentrarse cuando todo conspira para que nos concentremos. Si me guío por el viejo Maugham -un célebre inmoralista- tendré que concluir en que somos carne, huesos y malas intenciones. “Por qué habría de tener un hombre la obligación de perpetuar su especie”, se pregunta Maugham en su cuaderno de anotaciones. Y mirando a mi alrededor la gente pacificada por la lectura, le contesto quedamente: “No estamos obligados a perpetuarla: estamos obligados a no intentar destruirla”. ¿Y por qué estamos obligados a no intentar destruirla, a no matar al otro? Tendré que pedir más libros.

TRES Oí hablar de la Biblioteca José Ingenieros hace más de diez años, pero es la primera vez que la visito. Es cierto: además de biblioteca, es un lugar atractivo para los anarquistas. Para empezar, los libros no están ordenados alfabéticamente. “Es una secuela de la época de la represión: la policía se robaba libros de determinados autores: para que les costara encontrarlos, evitábamos el orden alfabético”, me cuenta don José, el encargado de la biblioteca refiriéndose a la dictadura militar.

Además de todo tipo de libros acumulados por cierto orden alfabético temático, proliferan las publicaciones anarquistas: El libertario, por ejemplo, con un editorial de Osvaldo Bayer en primera plana. Me lanzo a recorrer los estantes y topo con una selección de trabajos de Spinoza. Es un libro en el que estaba pensando pero que no busqué en ninguna de las dos bibliotecas anteriores, y aquí me lo encuentro sin buscarlo. Son las ventajas del desorden.

“Hemos visto en el capítulo anterior que la ley divina, esa ley que nos hace verdaderamente felices y nos enseña la vida verdadera, es común a todos los hombres; y como la hemos deducido de la sola consideración de la naturaleza humana, debe reconocerse que es innata y que está como grabada en el fondo de nuestra alma”. Es del tratado Teológico-político de Spinoza y expresa sin tapujos -aunque disiento con una o dos palabras- lo que no me animo a escribir sin años de fundamentación. Le temo a mi analfabetismo filosófico. Don José me trae un té: hace seis años que cuida esta biblioteca. Disiento con Spinoza en la palabra “felices”: el bien y la felicidad no están necesariamente emparejados. Como bien dijo el C. S. Lewis cuyo trabajo desconozco: “La verdad no ha de ser necesariamente interesante”.

Y mientras bebo este té tan generosamente servido (los libros y el té son gratuitos), y afuera llueve y hace frío y el cielo está gris, y una anarquista de veintidós años -que lee a un autor anarquista llamado Ricardo Malle- se estira y presenta (¿adrede o casualmente?, tal vez no estoy tan cachuzo) sus anárquicos pechos ante mis ojos a medias sumergidos en Spinoza, descubro que este holandés excomulgado por mis ancestros plantea sus temerarias afirmaciones de un modo tan tierno que uno no puede disentir sin emocionarse. Realmente, quiere la felicidad del hombre. Se queja de las pasiones que nos hacen actuar brutalmente. Y aunque no puedo encontrar la menor lógica en sus alabanzas al Nuevo Testamento, por algún motivo siento ese calor místico que sólo nos es dado con determinados autores en determinados sitios: el sitio es esta biblioteca.

La lluvia de días pasados ha humedecido una buena cantidad de ejemplares y don José los ha puesto a secar en tres sillas. En los estantes tenemos críticas y apologías de la Unión Soviética. Literatura francesa, inglesa, norteamericana, latinoamericana, argentina y demás. La biblioteca queda en la calle Ramírez de Velasco al 900 y funciona los lunes, miércoles y viernes por la tarde. Las tres veces que fui había pocos concurrentes, pero el ambiente era amistoso y distendido. Hoy, un libro nuevo adorna la larga y opaca mesa de madera: una gruesa biografía de Buenaventura Durruti escrita por Abel Paz. Creo que es un libro español. En mi adolescencia, sentí una gran simpatía por Durruti y sólo en mi adultez descubrí que nunca había leído ni una línea de un discurso suyo ni sabía bien qué había hecho. Ahora ya me siento un poco viejo como para enterarme de su vida. Se les está acabando el azúcar, y como me siento agradecido salgo corriendo a comprar un paquete. Don José me lo agradece dos o tres veces, y repito “de nada” mientras avanzo con Spinoza tratando de sacarle verdad de mentira.

A diferencia de los personajes de Conrad y Chesterton, estos anarquistas construyen: esta biblioteca es un pedazo de mundo conservado. Los libros tienen un poder conservador. Se fundó en julio de 1935 en la calle Santander. No se salvaron de ninguna: los clausuró Perón y la Revolución Libertadora. Algunos de sus lectores más asiduos fueron asesinados por la dictadura militar del ‘76-’83. Finalmente fueron desalojados y se rehicieron en esta nueva sede. Un muchacho de largas crenchas está leyendo el libro de Durruti: al menos él lo podrá admirar con causa.

¿Qué puedo hacer en esta tarde lluviosa, cuando salgo de la biblioteca y regreso al mundo de las cosas vanas? ¿Cómo haré para escribir mi ensayo fundamentando que todas las utopías tienen su origen en una fe moral? Si mi taxi choca, se terminó todo; de eso estoy seguro. Pero aun así creo que somos más que carne y huesos, aunque no haya otra vida ésta no es una sola. Todo es misterio, pero de todos modos debemos intentar ser buenos.