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por Maite Alvarado


Cada vez que me encuentro con mi sobrina de casi dos años, ella se pone a hurgar entre sus cosas, saca el libro de Kasparavicius, me lo entrega y se sienta a mi lado esperando que empiece la lectura. Abro el libro de tapa dura y colorido. Los protagonistas son huevos con caras un poco siniestras, de ojos fijos y dientes afilados, con brazos y piernas, que pueblan distintos escenarios haciendo travesuras y a veces desastres que recuerdan a los gremlins; lo más extraño del caso es que también hay huevos no antropomórficos, que conforman los cimientos de una casa destartalada, se llenan de tierra para dejar crecer una planta en su interior, se amontonan como piñas al pie de los árboles. No hay mucho que agregar a esas imágenes, así que mi sobrina y yo nos limitamos a nombrar lo que se ve y a expresar el asombro compartido. A veces ella sola hace acotaciones, de no más de dos sílabas, señalando algún punto de la imagen; también suele interrumpir el relato y volver atrás las páginas o poner el libro patas para arriba. Huevos de Pascua es uno de los libros que abraza, besa y huele cada vez que saca del estante o el cajón donde están guardados y de los que ha escuchado tantas versiones como adultos pasaron por la casa en el último año.

En la infancia, el libro es como un juguete; entra por los ojos, por el tacto, por el oído, por el olfato (incluso por el gusto: ¡hay libros para chupar!). Me acuerdo del placer que sentía, de chica, cuando, al abrir un libro nuevo, hacía crujir las páginas y del olor a cola de pegar que algunos libros, como Marcelino pan y vino, conservaron con los años. Las ilustraciones que más me impresionaban eran las de la Fabulandia de Codex, sobre todo por las guardas que enmarcaban las páginas; me gustaban tanto que se las regalé a mi madre, en su día, recortadas y pegadas en un collage abigarrado. Recortar los libros, colorearlos, acariciarlos, chupar los vértices de las hojas hasta ablandarlos. El libro, en la infancia, es un objeto con el que se interactúa, con el que se hacen cosas, pero que a su vez tiene algo que lo diferencia de otros objetos: dice cosas. Las cosas que dice a veces son disparatadas, como aquellas lecciones del libro de lectura de primer grado, verdaderos trabalenguas de dos o tres letras (“Olaso sala la sal”) que algunos pedagogos, insensibles a las virtudes lipogramáticas, condenaron por su monotonía. Para los más chicos, todavía apegados a la oralidad, el libro es un lugar de encuentro con los adultos, que prestan su voz al texto, haciendo de la lectura ese rito mediúmnico que Sartre describe en Las palabras:

“Ana María me hizo sentar frente a ella en una sillita, se inclinó, cerró los párpados, se adormeció. De ese rostro de estatua salió una voz de yeso. Perdí la cabeza. ¿Quién contaba? ¿Qué contaba? ¿A quién? (...) ¿De dónde extraía ella su seguridad? Al cabo de un instante lo comprendí: era el libro quien hablaba ...”

A medida que los chicos van creciendo, las ilustraciones espaciándose y las letras disminuyendo de tamaño, el libro se llama a silencio y la lectura transmuta en práctica privada, solitaria. La voz se interioriza, para asumir distintas modulaciones, según el repertorio del lector; las ilustraciones retroceden y se vuelven menos realistas o figurativas, dejando más lugar a la imaginación. Se trata de un tránsito difícil, que no todos logran superar con éxito, y que encuentra un apoyo importante en los géneros, cuyos estereotipos reemplazan al “había una vez” del cuento de hadas. Por eso, los clásicos juveniles se reparten entre la aventura, el policial, la ciencia ficción, el terror y lo fantástico. Si es cierto que hay lectores de confirmación, apegados a lo conocido, y lectores de información, ávidos de novedad, los chicos están entre los primeros. Y si la literatura es reescritura, si se construye en base al plagio, ¿qué mejor placer que reconocer, prever, recordar otros textos en cada lectura?

Los libros de la niñez marcan nuestra relación con la literatura, hasta tal punto que lo que leemos de adultos son reformulaciones o variaciones de aquellas primeras lecturas, textos que construimos con la materia tenue de la memoria. Y al elegir libros para los niños, preferimos desempolvar la vieja colección Robin Hood, con sus hojas amarillentas y sus ilustraciones envejecidas, en las que siempre espera algún recuerdo agazapado. ¿Cuántos padres que en su infancia disfrutaron con las aventuras de Emilia, Naricita, Perucho y el Vizconde de la Mazorca, los entrañables personajes de Monteiro Lobato, no han cometido el error de pretender, treinta años después, que sus hijos reediten la experiencia? Pero los géneros han cambiado, como el gusto y el imaginario. Hoy hay nuevos clásicos y ediciones nuevas de los viejos clásicos. La oferta visual se ha enriquecido y multiplicado, como las opciones interactivas, y las fronteras entre literatura infantil y literatura adulta se han vuelto más permeables. Propuestas gráficas como Zoom fascinan por igual a chicos y grandes, y cada vez son más las colecciones que se animan a separarse de una oferta estratificada por edades hacia una literatura para cualquier edad, o, para decirlo con palabras de Michel Tournier, una literatura que “incluso los niños” puedan disfrutar.