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LOS PAPELES SALVAJES

por Mirta Rosenberg

María Rosario di Giorgio Medici, nacida el 16 de junio de... Y se oyó el milenio, mas no el siglo ni el año”, dice Marosa di Giorgio en Los papeles salvajes, volúmenes que recopilan la parte más gruesa de su obra, constituida por poemas -.en general breves y en prosa- que dan forma a una suerte de novela familiar que parece fantástica por demasiado real. “El mundo y yo éramos distintos”, acota Di Giorgio en otra parte del mismo poema y, leyéndola, es imposible dudar de su palabra: todo lo que ha escrito es un intento, diríamos, de poner el mundo a su altura. Y la altura del mundo marosiano es, según D.G. Helder, “de una naturaleza extravagante donde lo humano, lo animal, lo vegetal (...) no están separados sino mezclados en cada ser”.

Los pequeños poemas de Marosa son una sarta de piedras con minúsculas facetas, cada una de ellas pintada tan vívidamente como por la paleta de un pintor fauve, y dicha por una voz encerrada en el cuarto de juegos de unos niños letrados y muy viejos, ahítos de leer los cuentos de los hermanos Grimm y de escuchar las leyendas célticas repetidas por un druida en ejercicio activo, cuyo terror ante la naturaleza no se ha desvanecido a pesar del triunfo del cristianismo. Los poemas de Marosa son, se diría, pánicos, porque en ellos el viejo dios Pan todavía asoma su cabeza (en el “grito petrificante” de la lechuza, en “el dios de los tomates”, en “las luciérnagas que robaban criaturas”, en “los muertos que andan sueltos en la carne levísima de los hongos”) para enrarecer el aire donde también flotan Dios y la Virgen y el diablo, y donde papá y mamá, la abuela y el abuelo, las tías y otros avatares del yo poético viven su vida cotidiana. Una vida cotidiana en la que la naturaleza se vuelve demasiado natural y difícilmente domesticable, donde la vida familiar, pasada por la diestra palabra de Marosa, se desfamiliariza para hacer que todos estén expuestos a todo: los muertos conviven con los vivos (la muerte deja de importar) y una “terrible mariposa negra” que sabe todos los juegos sexuales, por ejemplo, se posa en el techo y conmina a cada uno a cumplir sus designios. Así, la lectura de Los papeles salvajes nos sumerge en una crónica estéticamente procesada con minuciosidad implacable, en una extensa urdimbre de apuntes minimalistas que reiteran con variaciones de matiz un número restringido de anécdotas que no son verdaderas ni falsas, sino poéticas en el sentido más estricto de la evocación emocional, universal, atemporal. En este mundo extra-real, la persona de Marosa aparece como la oficiante, la rezadora, alguien sin edad ni sexo (“¿Por qué soy una monje, impensadamente?”), la soltera que se casa “consigo mismo” mientras todos (mamá, papá, la maestra, hasta la hija del diablo) se casan con otros todo el tiempo. Menos ella, irremisiblemente anclada a las palabras, también solteras y sociables, que le permiten detallar su misión: “Yo trazaré la crónica profunda e infinita,/ siempre igual y siempre diferente”. Y eso es lo que hace.


HISTORIAS DE INFANCIA

Era muy pequeña y llevaba un vestido azul con pecas rojas y mi padre me dijo “¿por qué no hacés un libro?”. Yo pensé “¿querrá que tome hojas y luego ponga tapas de cartón?


por María Esther Gilio

Marosa di Giorgio es una uruguaya que con su escritura consigue aventar el gris montevideano; iluminar la ciudad con una luz diferente.

Nacida en Salto, publicó trece libros de poesía editados en Uruguay, Argentina, Francia, Venezuela y México. En este invierno dos libros suyos compitieron en las vidrieras de Montevideo y Buenos Aires, una selección de Los papeles salvajes de Editorial Tierra Firme (Argentina) y Camino de pedrería de Editorial Planeta (Uruguay). Hace largo rato que Marosa y yo hablamos. Sentadas a una mesa del café Sorocabana en Montevideo, Marosa, ausente de todo menos de la conversación, no ve el grabador que puse a diez centímetros de su taza y se sorprende cuando lo levanto porque ha dejado de girar.

De pronto me escucho diciendo “¿Qué decían sus padres sobre tener una hija tan... singular?” y me asusto, porque recién la estoy conociendo y tal vez esa palabra puede enojarla. Pero Marosa no se enoja. Sonríe y dice: “No, no, eso no fue así. Yo era una niña serena. Me levantaba temprano e iba a la escuela muy alegre. No daba trabajo. Eramos dos hermanas muy cuidadas por todos. Padres, tíos, abuelos”.

Pero era una niña diferente.
-Un poco solitaria. Me gustaba caminar, andar por los jardines y las praderas. A veces me veo vestida de verde, casi como la albahaca, sola por el callejón frente a la casa.

¿Triste?
-Con el alma atravesada.

Es decir triste.
-Con el alma atravesada por sombríos, enigmáticos alelíes que, sin embargo eran felices.

¿Aceptaban que te gustara andar sola? ¿Alejarte? ¿Qué edad tenías?
-Era muy chica. Y caminar sola era la única anomalía salvo... -dice Marosa con una voz apenas audible mientras saluda por tercera o cuarta vez en la tarde a amigos que han llegado o se están yendo-. Tal vez sólo en una cosa era rara. Yo tenía una inquietud adentro que no se me fue nunca. Algo que empezó cuando tenía 4 años.

¿Cómo empezó?
-A los 4 años se produjo como un cambio en mi interior. Yo diría un cambio mental a partir de lo cual quedé más sola y más metida hacia adentro.

¿Un cambio que aceptaste?
-Sí, no luché contra eso. Fue algo que me ayudó a la escritura.

Trate de explicar mejor cómo era.
-Marosa dice que no con la cabeza, piensa un poco y finalmente añade “es algo indescifrable. No lo sé explicar. Yo, que hasta ese momento estaba integrada al mundo, quedé como sola. Y empezó a vivir en mí una especie de ansiedad. No encuentro otra palabra más justa para explicarlo”.

Tenía 4 años. Y nunca supo con qué estaba eso relacionado.
-No, era un cambio, una alteración. Algo sutil que se produjo en un segundo.

¿Quiere decir que puede recordar el momento exacto en que pasó?
-Sí, estaba parada en el jardín. El jardín era muy grande, pero había una parte a la que llamaban “el jardín”. Mi madre me contaba que antes de que yo naciera en ese lugar había muchísimas flores. Más que en otros sitios. Era el jardín por definición, estaba allí un día, mirando las plantas, jugando, y de pronto lo sentí. Fue como si hubiera sido sustraída del mundo y reinsertada de otra manera.

¿Y eso en qué cambió su vida cotidiana, su relación con los demás, por ejemplo?
-Mi vida siguió igual.

La diferencia es interna.
-Sí, tengo siempre, como cosa permanente, una inquietud que me lleva a registrar todo lo que pasa. Siempre ansiosa -no me sale otra palabra-, siempre esperando que eso transcurra. Siento que estoy constantemente más acelerada que los aconteceres. Hay dentro de mí un tic tac perenne, una alerta constante. Algo que nunca duerme.

Nada de eso aparece en usted exteriormente. Usted no es nerviosa.
-Yo soy muy nerviosa -dice Marosa con una calma de estanque en la voz y en los gestos-. Soy muy nerviosa.

Eso no se ve. Es serena a la vista. Especialmente serena.
-Integrada y sin embargo retraída. Me miro como en un espejo. Todo es un espejo. Todo lo que existe es el gran espectáculo en el que estoy imbricada a fondo. Sin embargo, a la vez, estoy apartada y sola.

¿Cómo juzga eso que le pasó?
-Lo siento como algo positivo, una herramienta que tengo para manejarme en el mundo.

Cuando dice manejar ¿a qué se refiere?, ¿a cocinar su comida, pagar las cuentas?, ¿coser los botones que se caen?
-No, a andar entre la gente, entre las cosas y los hechos. Enfrentar y afrontar lo que aparece.

Me gustaría que tratara de recordar el momento en que se pone a escribir. ¿Cómo es ese momento?
-Eso nunca existió. No tengo horas para escribir como otros escritores.

Cualquiera que la lea sabe que no. Quiero que hable del momento en que decide escribir.
-Todo empieza como un pequeño relámpago, una palabra que se adelanta, ornamentada; algo del pasado o del futuro que me cae en las manos. Hoy me desperté y hubo una palabra. No recuerdo cuál. Una palabra.

Trate de recordar. A ver.
-No, no sé. Sé que a partir de la palabra nació un pequeño texto que tuve que escribir porque si no lo escribo se va. No vuelvo a recordarlo.

¿Ha aprendido cosas sobre usted misma escribiendo?
-He descubierto. Cada cosa que escribo es un descubrimiento. Se descubre una cosa y esa se encadena a otra y a otra y a otra.

Hebe Uhart, una escritora argentina cuyo mundo a veces me recuerda el suyo, dice que para conocer a una persona hay que saber a qué jugaba de niña. ¿A qué jugaba usted?
-Con mis hermanas y primas empezaba juegos de muñecas. Pero no mucho tiempo. Poco después de empezar quedaban ellas con las muñecas y yo...

¿Tú qué hacías?
-Las dejaba y me iba. Veía que las muñecas no contestaban, no participaban. Esa inercia de los juguetes me paralizaba un poco. Pero además estaba esa inquietud que me llevaba a caminar, e irme.

Sin embargo en Papeles salvajes tu recordás “a las muñecas que de noche salían a pasear. Llegaban hasta el jardín tiesas y encantadas”.
-Sí, tiesas y encantadas abandonaban sus cajas o sus sillas y deambulaban. Pero además está la inquietud que me hacía caminar e irme. Veo en las tardecitas a mis abuelos, mis padres y mis tías sentadas en el jardín y a mí misma caminando por la vereda frente a la casa. Tenía un vestido verde y un abanico. Yo iba y venía moviendo el abanico. Ellos conversaban y me miraban pasar. Iba lejos y volvía siempre con mi abanico en la mano. Ellos sabían que había empezado a escribir.

Y no decían nada.
-Un día de verano yo estaba siguiendo a mi padre en el campo. El daba vuelta la tierra con el arado y los pájaros iban detrás persiguiendo semillas. Yo miraba todo eso, a los pájaros que las comían y luego se paraban sobre el lomo de los bueyes. Era muy pequeña y llevaba un vestido azul con pecas rojas y mi padre me dijo “¿por qué no hacés un libro?”. Yo pensé “¿querrá que tome hojas y luego ponga tapas de cartón?”. No sabía qué quería que hiciera y no me animé a preguntarle.

¿Leían sus padres? ¿Tenían respeto por el mundo de los libros?
-En mi casa se leía y se hablaba de libros. Me contaban El Quijote, me leían a Rubén Darío y Delmira Agustini. Me mostraban fotos de Delmira.

¿Y sobre qué escribía a los 12 años?
-Igual que ahora yo llevaba un registro de todo. Reveía lo que había visto durante el día. Lo que dijo aquella vecina que recibió una visita. ¿Por qué lo habrá dicho?, ¿qué había respondido la visita?, ¿cómo era su vestido? No eran fotografías de los hechos, era como una interpretación nerviosa, un rever inquieto. Todo era grave y definitorio.

Cuénteme de su vida. Sus padres italianos y vascos.
-La vida del escritor no interesa a la gente.

Yo creo que interesa. ¿Qué cree usted que interesa sobre el escritor?
-Lo que escribe, lo que piensa.

En usted interesa mucho su infancia.
Su obra es una constante vuelta a quién era usted de niña. Esas noches de su niñez en Salto en que dormía bajo los árboles.
-Sí, en las noches de verano se sacaban las camas al jardín. Dormíamos afuera a pesar de los ladrones -dice y se distrae.

¿En qué piensa, Marosa?
-En los ladrones. A mí me atraían los ladrones.

¿Cómo la atraían?
-Todo lo subrepticio me atraía. Los ladrones, la sombra que se desprendía de la casa, el animal nocturno que despliega su vida entre los matorrales.

¿Le atraen los ladrones de su imaginación, los que crea?
-Hablo de los ladrones reales que en esa época eran distintos, mansos. Entraban al jardín de noche, avanzaban en la sombra entre los árboles y se llevaban todo. Las sábanas que habían quedado colgadas en la cuerda, y a veces, pasaban entre nosotros, los dormidos, y entraban a la casa. Recuerdo esos veranos. Yo quedaba despierta largo rato mirando las estrellas y las luciérnagas enormes, que nos caminaban por los brazos y se metían en el pelo.

Era una niña feliz.
-Feliz... totalmente: no lo es nadie en ninguna edad. Me preocupaba la enfermedad, la muerte de los que quería. Me preocupaba y me preocupa.

Pensé que sentía la muerte como un simple pasaje. Aquí tengo algo que dice en Humo. “Un día cualquiera, en cualquier minuto, te morirás en las manos de almíbar de la abuela, riendo y llorando, de súbito, sin darme cuenta”. Esa que describe es una buena muerte.
-No, no. La muerte... No es justo que aquello que nace deba morir.

Me gustaría que describiera su casa natal y los sentimientos que le evocan.
-La antigua mesa a la que nos sentábamos con sus fuentes fragantes, los temblorosos budines. La cocina donde mi abuela reinaba. Sus olores. Café, dulce de zapallo y ciruelas que de tanto almíbar y azúcar echaban dos alas. Recuerdo la vieja cómoda que perteneció a Rosa, mi abuela, con su alto espejo donde se miraran mi madre y sus hermanas. Y recuerdo las rosas alrededor de la casa, grandes como repollos. Y las mañanas cuando habíamos dormido afuera y despertábamos todos juntos y veíamos las otras quintas a lo lejos. Nuestra casa era de esas antiguas con techo a dos aguas y las habitaciones en línea recta. Cuando hacía calor almorzábamos afuera bajo un entrecruzado de ramas tan espeso que a veces empezaba a llover durante el almuerzo y nosotros seguíamos sentados, porque las enredaderas no dejaban pasar la lluvia. Recuerdo la música de las casuarinas de hojas finitas que el viento movía. Su sonido tan envolvente y la leve felicidad que nos envolvía como un velo sagrado de otros mundos.

Al comienzo lo erótico en su obra era vago, difuso, hasta que de pronto publica Misales y se hace pesado, concreto. ¿Qué pasó en usted, qué cambio hubo?
-Son etapas largas de un mismo trabajo. La luz erótica estuvo siempre. Una luz que era también sonido, tacto, perfume. Y que en Misales y ahora en Camino de pedrerías tomó intensidad mayor.

En sus cuentos de Misales el sexo ocupa siempre el mismo lugar. En el punto final de las historias. Uno se pregunta si, para usted, con el sexo terminan las historias de amor.
-No sé, porque no me propongo construir un texto. Nunca. Los textos aparecen y yo los recojo tal como nacieron. Se trata de un fluir que un ángel tiene controlado. La realización de un texto es también un acto de amor, una culminación, como ya se sabe.

Antología

La vaca vino a hablar con mi padre. El la recibió en su escritorio. La vaca hablaba con ronca voz, en nombre de sí y de las otras vacas.
Recordó el día de hielo en que nacía, la madre que la bañaba y le dio leche, el ciclamen que trajo en las sienes al nacer, como reflejo de su sino triste, de cuchillo.
de La Falena, 1989.

Del sargo vi la dentadura levísima, y los ojos cuajados y un poco azules, como botones que hubiesen estado en el cielo; las espinas dulces. Su carne, era, a ratos, oscura, y a ratos, clara.
Arriba, tenía papas, ajíes y otros diablillos, y estrellas.
Así nos conocimos. El en el plato, y yo, comiéndolo, con agua y limón.
Pero, estoy segura de que, en otra parte, él navegaba alejándose de los dos. de La liebre de marzo, 1981.
Hay diversos tipos de diablas. Las llamadas “catalinas” son de ojos azules y pestañas muy largas; las “teresitas” usan mantón marrón. Se embarazan muy fácilmente; seguido, se ven nuevas camadas de diablos; por todos lados aparecen sus nidadas. Los hijos pequeños vuelan por los cielos altísimos y por el suelo; vuelan y brillan, cubiertos de papel de bombón, papeles de estrella.
Ya conté que mi abuela ponía tramperos y los cazaba a centenares.
Por años comimos guisado de diablo.
Quisiera explicar el fascinante gusto y es muy difícil; una fragancia a muerto mechado con diamelas.
de Los papeles salvajes (Montevideo, Cal y Canto, 1989)

-Olvidé, señora, preguntarle el nombre.
-Alhelí... Alhelí. Así dicen en casa que me llamo yo.
-Bien, Alhelí, señora, señora Alhelí, ¿y su edad? Ella vaciló. Luego dijo:
-Cuarenta... cuarenta. Y estoy sin noviar. Mi madre no lo permitiría.A veces bordo un pañuelo, hiervo una pera hasta que se queda roja, o... o me duermo en el suelo, me duermo... de día. Y quedó con la boca entreabierta.
El alma de la doncella se le escapaba por la boca como una cinta celeste y a veces negra, que salía y salía.
El tiraba, tiraba, y se la empezó a comer. Tiraba y se la comía.
Hasta que ella se puso, muy tenuemente, a dar un gemido, a gemir y gemir, y luego a gemir y gritar, a gemir y gritar. A gemir y gritar.
Estaban bajo el tremendo bosque de las peras cuando él dio el tirón supremo. Y se comió todo el alma.
“El alhelí de la misa” de Misales (Montevideo, Cal y Canto, 1993)