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por Rodrigo Fresán

UNA FRASE “El hombre y la mujer -explicó el doctor- son entidades químicas fácilmente analizables, fácilmente alterables por el incremento artificial o la eliminación de estructuras de cromosomas; mucho más predecibles, mucho más maleables que la vida de algunas plantas y, en muchos casos, mucho menos interesantes” (John Cheever, El escándalo Wapshot).

OTRA FRASE “El hombre no es un ser sencillo. La espectral compañía del amor siempre con nosotros” (John Cheever, Crónica de los Wapshot).

JOHN CHEEVER COMO ENTIDAD QUIMICA FACILMENTE ANALIZABLE Cheever, John (1912-1982) Escritor norteamericano de cuentos y novelas nacido en Quincy, Massachusetts. Buena parte de su ficción gira alrededor, humorística y compasivamente, de la empobrecida vida -tanto en lo emocional como lo espiritual- de comunidades privilegiadas. Su primera novela, Crónica de los Wapshot (1957), ganó el National Book Award. En 1956 recibió la Howells Medal para Ficción de la National Academy of Art and Letters. Cuentos y relatos (1978) ganó el premio Pulitzer y el galardón otorgado por National Book Critics Circle Award.

JOHN CHEEVER NO ES UN SER SENCILLO
¿Chejov norteamericano? ¿Virgilio de los suburbios? ¿Maestro indiscutido de la forma? ¿Escritor de cuentos para revistas tardíamente reconsiderado? ¿Dueño del lirismo social de Francis Scott Fitzgerald, de la dureza desencantada de Ernest Hemingway, del misticismo religioso de Jerome David Salinger y de una prosa inspirada cuya belleza supera la de los tres escritores antes mencionados juntos? ¿Antecedente directo de jóvenes talentos actuales como Jeffrey Eugenides, David Gilbert, Rick Moody, David Gates y Lee K. Abbott? ¿Mala persona y excelente escritor? ¿Sufrida víctima y mentiroso patológico a través de sus ficciones? ¿Homosexual secreto, sátiro rampante, alcohólico perdido u hombre que amaba demasiado y que no se sentía suficientemente amado? ¿Celebrador de su paisaje o crítico despiadado? ¿Apólogo de lo doméstico o profeta apocalíptico de la vida familiar? ¿Santo o demonio expulsado del paraíso de la intelligentzia? Está claro que Cheever no fue un ser sencillo y, mucho menos, un escritor fácilmente analizable. Lo que dijo amar en público lo detestó en secreto y esta introducción -por razones de espacio, porque no es tan importante después de todo- no abundará en contradicciones psicológicas sino en precisiones literarias. Quienes deseen explotar el lado oscuro de Cheever más allá de las oscuridades en su obra tienen a su disposición una biografía, dos libros de memorias de su hija, una novela autobiográfica de su hijo (donde John Cheever se llama Icarus Prentice), dos recopilaciones de cartas y ese agujero negro de rara hermosura que son sus Diarios.

Una cosa, sí, está clara: hay una Leyenda Cheever y, a diferencia de lo que ocurre con buena parte de las leyendas, es una leyenda cierta, fácil de comprobar. Otra cosa es segura: John Cheever fue expulsado y gran parte de su obra trata de la imposibilidad de volver a un paraíso que jamás se conoció pero que se intuye como posible o, por lo menos, digno de ser imaginado y puesto por escrito una y otra vez, hasta el fin de todas las cosas de este mundo.

Cuando el relato “Expelled” (“Expulsado”) apareció por primera vez en las páginas de la prestigiosa revista The New Republic editada por Malcolm Cowley, lo hizo precedido de la siguiente nota: “A menudo los maestros escriben cosas brillantes acerca de sus alumnos, pero es muy rara la ocasión en que los alumnos de un colegio secundario devuelven el cumplido. John Cheever es una excepción. La primavera pasada fue expulsado de una academia en Massachussetts a finales de su año preparatorio. En las páginas que siguen, escritas a la edad de diecisiete años, él reproduce la atmósfera de una institución donde los conocimientos son servidos secos y en pequeñas bandejas como si se trataran de masitas”.

En su ensayo sobre Cheever para el Dictionary of Literary Biography, Robert A. Morace escribe: “Aunque Cheever se ha referido sucintamente a ‘Expelled’ como ‘las reminiscencias de un cabeza dura’, su relato no suena quejoso ni amateur y, en más de un sentido, anticipa el estilo que desde entonces se ha convertido en la marca registrada de Cheever”. Como bien precisa Morace, “Expelled” ya goza de una típica estructura episódica y cheeveriana, de una feliz propensión a lo epifánico, de la consideración de la Naturaleza como fuerza redentora de la falibilidad humana, y del clásico conflicto entre lo que está bien visto y no desde la óptica de un confundido rebelde con causa, un ángel arrojado desde las alturas de su paraíso por todas las razones incorrectas o no. El joven Charles de “Expelled” es el antepasado directo de futuros expulsados como el marido rural, el nadador, el ladrón de Shady Hill. El joven Charles de “Expelled” es todos ellos cuando eran chicos.

La verdad detrás de la ficción pero también la verdad que apuntala el mito es la que sigue: a los diecisiete años de edad John Cheever fue expulsado de la Thayer Academy of Massachusetts. El hecho dio lugar al fin de su carrera académica y al principio de una vida de escritor tiempo completo que -con un relato publicado a tan temprana edad en las páginas de The New Republic del 1-o de octubre de 1930- empezó a lo grande y con todas las letras. Sin embargo, pasarían ocho años hasta que Cheever viera publicado su segundo relato y trece hasta la edición de The Way Some People Are: A Book of Short Stories, su primer libro de relatos. “Expelled” no volvió a aparecer en ningún sitio -libro o antología- hasta su redescubrimiento a modo de obituario en, sí, las páginas de The New Republic en su edición del 19/26 de julio de 1982 para ser incluido posteriormente en First Fictions: An Anthology of the First Published Stories by Famous Writers.

En su biografía de Cheever, Scott Donaldson aporta más datos sobre la composición de este relato con justicia legendario y que parece anticipar el tono y la forma de los primeros capítulos de The Catcher in the Rye (“El cazador oculto”) de Salinger: “Una larga historia de incidentes condujo a la expulsión de John Cheever (...) Su impuntualidad, su pereza, su constante falta de aseo y su poca propensión a la disciplina -sumadas a falsificaciones que iban de lo mediocre a lo terrible- lo convirtieron en un candidato perfecto para la expulsión (...) La camada de gente brillante que ha fracasado en el colegio secundario es numerosa -Churchill y Scott Fitzgerald son los primeros en los que uno piensa-, pero Cheever probablemente sea el único que utilizó su expulsión del colegio como vehículo creativo para arrancar su vida profesional como escritor. Cheever se sentó, escribió una historia sobre todo el episodio, se la envió a Malcolm Cowley y éste la publicó en lo que, seguramente, fue una de las adquisiciones más inusuales de la revista. Un joven de Quincy es expulsado de su colegio y se justifica atacando la estupidez de todo el sistema educativo y de su institución en particular. En el 99 por ciento de los casos, semejante ejercicio de autoindulgencia hubiera sido rechazado de entrada. Pero el cuento que contaba Cheever era otra cosa, algo diferente, y estaba inusualmente bien escrito y narrado para alguien de su edad”.

Con el correr de los años, Cheever llegó a decir que de no haber sido expulsado de la Thayer Academy -y sentido la impostergable necesidad de escribir lo ocurrido (distorsionando bastante la realidad, no está de más aclararlo)- seguramente hubiera seguido y terminado sus días como “despachante en una estación de servicio o algo por el estilo”. En posteriores versiones, a la hora de hacer memoria selectiva, Cheever fue alterando los motivos de su expulsión: así, sus malas calificaciones pasaron a ser su afición al cigarrillo para, tiempo después, llegar a insinuar que había seducido a, y protagonizado un affaire homosexual con el hijo de uno de los profesores. Nada hace pensar -nada registran los archivos de la Thayer Academy- que algo de esto, cigarrillo o seducción, tenga algún asidero real.

Malcolm Cowley, en cambio, recordó con precisión de buen editor que “nunca había conocido a un joven de su edad que hablara tan honestamente sobre sí mismo y, además, en buen inglés. Y lo cierto es que nunca volví a conocer a otro”. Cowley invitó a Cheever -quien había viajado a New York con motivo de la publicación de su primer cuento- a una fiesta en su casa. Peggy, la mujer de Cowley, lo recibió, y le dijo: “Tú debes ser John Cheever... Todos quieren conocerte”, y le ofreció dos tragos “uno era de color verdoso y el otro era marrón... Manhattan y Pernod”. Cheever, para dar la impresión de joven sofisticado y de hombre de mundo, aceptó el Mannhattan. Y después aceptó varios más. El novel escritor no demoró en comprender que iba a descomponerse -precisó Cowley-, pero “prevalecieron los buenos modales. Cheever se despidió de la señora Cowley, agradeció la invitación, salió corriendo escaleras abajo y vomitó sobre el empapelado en las paredes de la entrada”.

Había nacido un escritor y la náusea existencial con que concluye “Expelled” -ya un clásico final Cheever- merece ser citada aquí:

“Nuestro país es el mejor país del mundo. Nadamos en prosperidad y nuestro presidente es el mejor presidente del mundo. Tenemos manzanas más grandes y mejor algodón y máquinas más veloces y hermosas. Todo esto nos convierte en el país más importante del mundo. El desempleo es un mito. La insatisfacción es una fábula. En el colegio, Estados Unidos es siempre hermoso. Es siempre la gema del océano y está muy mal que así sea. Está mal porque la gente se lo cree. Porque se vuelven indiferentes. Porque se casan y se reproducen y votan y no saben nada. Porque el periódico está siempre de buen humor y se la pasa mirando al cielo raso para no ver la suciedad del piso. Porque todo lo que ellos saben y conocen es lo que les dice el periódico siempre de buen humor.

“Pero no diré más. No estoy en situación de hablar.

“Y ahora es agosto. Los campos de orquídeas apestan de maduros. El arroyo color té corre entre las piedras. Hay algo de musgo en ellas y no sopla el viento detrás de los sauces. Todos se preparan para regresar al colegio. Yo no tengo colegio a donde regresar.

“No estoy triste. No estoy para nada contento.

“Es extraño ser tan joven y no tener un sitio donde reportarse a las nueve de la mañana. Eso es lo que la educación ha sido siempre. Cortesías de encaje y perfumadas puntualidades.

“Pero ahora ya no es nada. Es algo simétrico con mi vida. Estoy perdido en ella. Por eso es que no me encuentro en situación de hablar.

“Están lavando las ventanas del colegio. Los pisos están duros de cera fresca.

“Pronto será la temporada de las nieves y de las sinfonías. Será la época de Brahms y de los vientos fuertes y secos”.

Había nacido un expulsado.

LA ESCENA DEL CRIMEN
La escena del crimen de Cheever -el escenario donde ubicar una y otra vez la representación del pecado original de sus criaturas- fue siempre, salvo contadas excepciones y cortocircuitos, el semanario The New Yorker. En el prefacio a sus Cuentos y relatos, Cheever no deja de reconocer a la revista como su virtual Alma Mater (“Muchos de estos cuentos aparecieron por primera vez en The New Yorker, donde Harold Ross, Gus Lombrano y Wiliam Maxwell me obsequiaron el inestimable regalo de un alto, inteligente y atento número de lectores y suficiente dinero para alimentar la familia y comprar un traje nuevo cada dos años”); y -en una entrevista de 1976- fue todavía más enfático: “Me hace muy feliz hablar acerca de The New Yorker. La revista me compró un cuento por primera vez cuando yo tenía veintiún años. Lo que fue muy excitante por más que yo ya hubiera publicado en otros lugares como Hound and Horn y The Yale Review. Ross era el editor, un genuino excéntrico y un hombre extraordinariamente brillante. A él le gustaban esos cuentitos cortos y divertidos (solía llamarlos ‘casuales’), pero también le atraían (otra de sus maravillosas excentricidades) historias más serias, a veces bastante duras y sórdidas, si no morbosas. A menudo solía odiarlas. ‘Maldito seas -gritaba rascándose, porque él era un gran rascador-. Maldito seas, Cheever, ¿se puede saber por qué escribes cuentos tan deprimentes?’ Y entonces agregaba: ‘Pero tengo que comprarlos... Y lo peor de todo es que no puedo comprender por qué’. Y los compraba, bendito sea. Y pagaba tanto o más que cualquiera de las otras publicaciones y a lo largo de un período de veinte años consiguió reunir a un impresionante elenco de escritores. The New Yorker publicó por primera vez a Vladimir Nabokov en Estados Unidos; publicó, por supuesto, a Jerry Salinger, a Irwin Shaw, a Jean Stafford, a lo mejor de Mary McCarthy, a John Updike, a Philip Roth, algo de Saul (no mucho)... Mi memoria me falla pero hay como veintiún grandes firmas dando vueltas por ahí que publicaron en The New Yorker, porque uno no escribía para sino que publicaba en The New Yorker. Y me parece a mí que talentos tan diversos lo único que tenían en común era la excelencia. Lo que no es poco, claro. Y no se ocupaban de los problemas del granjero o de los sufrimientos del recolector de naranjas, de acuerdo. Así que a menudo se nos acusó de clasistas. Pero, de golpe, Irwin Shaw escribía sobre una operación de apéndice a bordo de un submarino en la Bahía de Tokio y, en el número siguiente, Nabokov ofrecía una larga memoir de un viaje en tren de lujo desde Berlín a Moscú. Y esta muy feliz relación se enriquecía todavía más por el hecho de que en esos años -me refiero a que uno escribía un cuento, lo enviaba a The New Yorker, y de seguro iba a ser aceptado siempre y cuando no contuviera algún episodio sexual explícito- alcanzaba con meter el original dentro de un sobre un jueves o un viernes y el martes siguiente iba a estar en galeras y para el jueves ya estaría en las manos de aquellos que uno quería que lo leyeran. Y, como mucho, tres días más tarde, uno empezaba a recibir cartas de lectores. Y no el tipo de cartas que empiezan con un ‘Es la primera vez que le escribo a un escritor’ o, ya saben, ‘Lamento hacerle perder su tiempo’... No, éstas eran cartas de hombres y mujeres que disfrutaban de lo que este puñado de escritores producía para ellos. Una relación maravillosa e instantánea. Y Ross pagaba muy pero muy bien”.

CONTAR EL CUENTO
A menudo al Cheever novelista se le reprocha -o se le reprochaba- la estructura invertebrada de sus novelas. Se las considera torpes e imperfectas sucesiones de relatos breves en busca de una dirección y un sentido. No es cierto, claro. Pero sí es cierto que Cheever será recordado más por sus ficciones breves y también es cierto que los mismos detractores de su forma no dudaron en celebrar la publicación de Cuentos y relatos señalando que, probablemente, se tratara de una de las encarnaciones más próximas al fantasma siempre inasible de la Gran Novela Americana. A Cheever, en público, el asunto nunca le preocupó demasiado y en privado -en sus Diarios- el asunto le preocupaba demasiado. Hoy, la idea atómica de la novela propuesta por Cheever no sólo es celebrada en sus ficciones sino imitada in aeternum en ficciones ajenas. A modo de curiosidad reveladora, basta inspeccionar el programa propuesto por Cheever para sus alumnos en su breve y accidentado paso por Iowa University. Lo primero que Cheever pedía era la escritura de un diario que abarcase por lo menos una semana y en el que aparecieran registradas todas las experiencias. Sentimientos, sueños, orgasmos, ajustadas descripciones de la ropa holgada que estaba de moda y de los colores de las botellas vacías o a vaciar. El segundo paso consistía en la escritura de un cuento en el que siete personas o paisajes que aparentemente no tuvieran nada que ver aparecieran inevitable y profundamente relacionados entre sí. El tercer paso -y ésta era su asignatura favorita- era el de redactar una carta de amor como si se la estuviera escribiendo desde un edificio en llamas. “Un ejercicio que nunca falla”, aseguraba. “Un cuento o un relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas que te saquen una muela. El cuento corto tiene en la vida, me parece a mí, una gran función. Es, también, en un sentido muy especial, un eficaz bálsamo para el dolor: en una silla que te lleva a la pista de esquí y que se quedó atascada a mitad de camino, en un bote que se hunde, frente a un doctor que mira fijo tus radiografías... Nos la pasábamos esperando una contraorden para nuestra muerte y cuando no tienes tiempo suficiente para una novela, bueno, ahí está el cuento corto. Estoy muy seguro que, en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una novela”, dijo y -en “Why I Write Short Stories”, ensayo especialmente escrito para la revista Newsweek con motivo de la publicación y éxito de Cuentos y relatos- precisa: “¿Quién lee cuentos?, uno se pregunta, y me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en salas de espera; que los leen en viajes aéreos transcontinentales en lugar de ver películas banales y vulgares para matar el tiempo; que los leen hombres y mujeres sagaces y bien informados quienes parecen sentir que la ficción narrativa bien puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros y, algunas veces, del confuso mundo que nos rodea. La novela, en toda su grandeza, exige, al menos, algún conocimiento de las unidades clásicas, preservando ese lazo misterioso entre la estética y la moral; pero que esta antigüedad inexorable excluyera la novedad en nuestras formas de vida sería lamentable. Algunos conocemos esta novedad a través de La guerra de las galaxias, otros a través de la melancolía que sigue al error cometido por un fielder en los últimos innings de un partido de béisbol. En la búsqueda de esta novedad, la pintura contemporánea parece haber perdido el lenguaje del paisaje y -mucho más importante- del desnudo. La música moderna se ha separado de aquellos ritmos profundamente enraizados en nuestra memoria, pero la literatura aún posee la narrativa -el cuento- y uno defendería esto con la propia vida. En los cuentos de mis estimados colegas -y en algunos míos- encuentro esas casas de verano alquiladas, esos amores de una noche, y esos lazos extraviados que desconciertan la estética tradicional. No somos nómadas, pero -sin embargo- subsiste más que una insinuación en el espíritu de nuestro gran país, y el cuento es la literatura del nómada”.

Y el cuento es la literatura del expulsado.

Fragmentos del prólogo de Rodrigo Fresán a
La geometría del amor de John Cheever
(Buenos Aires, Emecé, 1998)