![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]()
![]() |
Más humillación que gloria
Elvio E. Gandolfo
La relación de Hollywood con la gente que escribe para cine ha sido abundante, necesaria, compleja y conflictiva en extremo. Sobre todo en los escalones más altos (en el sentido económico mucho más que en el estético). Para empezar, ha abundado más la humillación que la gloria. En segundo lugar, basta advertir que para premiar a los mejores textos para el cine, el Oscar tiene dos categorías: guión original y guión adaptado. El primer grupo está escrito directamente para el cine; el segundo se basa en un texto previo, por lo general obras de teatro o novelas. Este año, por ejemplo, entre los originales figuran Mark Andrus y James L. Brooks por Mejor imposible, Woody Allen por Deconstruyendo a Harry (traducción transitoria), Simon Beaufoy por Todo o nada, Paul Thomas Anderson por Boogie Nights y Ben Affleck y Matt Damon por En busca del destino. En adaptaciones, los textos básicos son tan variados como una novela policial y violenta de James Ellroy (Los Angeles al desnudo), una novela sutil y decimonónica de Henry James (Las alas de la paloma), otra novela moderna y angustiosa de Russell Banks (El dulce más allá), y un texto aquí desconocido de Larry Beinhart (Wag the Dog). Un dato interesante es que en la información sobre las nominaciones que publicó el New York Times en su edición del 11 de febrero no figura ninguno de los nombres de esos novelistas originales, aunque sí los guionistas postulados. GENIO Y BASURA Ya en el cine mudo hubo escritores de Hollywood que se hicieron célebres por acuñar frases que sintetizaran en pocas palabras un estado de ánimo o una situación, de ser posible con el ingenio posible para hacerlas memorables en los carteles que aparecían entre escena y escena. Cuando llegó el sonido hubo un breve período donde la simple novedad absorbía la necesidad de elaborar (³el cine habló antes de pensar², comentó alguien). Pero poco a poco se estableció una especie de sistema básico de manos alquiladas, primero decenas, después centenas y actualmente una cantidad que supera con comodidad el millar. Esa gente se encarga de suministrar, más que argumentos o guiones completos, mejoras, parches, meros chistes, a veces hasta frases aisladas. Cuando se trata de especialistas anónimos en mejorar (o realzar o adaptar) originales a lo que requieren los productores (o el director o los actores), se los llama script-doctors: médicos de guiones. A partir del sonoro, Hollywood contó con verdaderos batallones de guionistas, dialoguistas o ³creadores de situaciones², instalados en verdaderos establos con docenas de escritorios y máquinas de escribir. En la época clásica de los grandes estudios, el sitio donde trabajaban era ³el edificio de los escritores², donde, según S. J. Perelman, que detestaba el sistema, se apiñaban entre treinta y cuarenta personas algunos gestando épicas de gángsters y óperas equinas; otros, comedias musicales, dramas y farsas. Pocos eran escritores en el sentido tradicional: más bien, eran especialistas persuasivos, volubles, hábiles en crear situaciones argumentales atractivas. Los escritores en el sentido tradicional llevaron al paroxismo cierta esquizofrenia central del sistema hollywoodense, que en realidad reproduce la situación básica que suele darse en toda estructura que combine, por ejemplo, políticos y creadores, ideólogos y creadores, grandes industriales y creadores. En una novela que no tiene nada que ver con Hollywood, Transatlántico, el polaco Witold Gombrowicz la llevó a su mínima, más humillante y por eso desopilante expresión. Llega a la Argentina un escritor polaco, va a hacer averiguaciones a su embajada y de inmediato los burócratas connacionales ven la oportunidad de aprovecharlo. Por una parte lo desprecian, porque nada les parece menos sensato y avispado que un escritor; por otra, piensan aprovecharlo para sacarle lustre al orgullo nacional. De allí que, a lo largo de la novela, a veces de un segundo a otro, según haya gente presente o no, lo tratan alternativamente de genio y comemierda. Algo parecido ha pasado a lo largo de las décadas en la relación de Hollywood con los grandes escritores. EL CEBO DORADO Muchas veces Hollywood llamó o compró a grandes nombres. Muchas otras veces los grandes nombres se encargaron de acudir o de hacerse ver con claridad, atraídos por un motivo crucial: ganar mucho más dinero mucho más fácilmente que con la escritura de obras literarias. Pronto descubrieron que no es tan fácil. De hecho la relación pertenece al pasado, porque creció a grandes proporciones en el momento de auge de los grandes estudios. Hoy es mucho más difícil que un gran nombre literario de peso trabaje para Hollywood, llámese Norman Mailer, Saul Bellow o incluso Bret Easton Ellis. Puede aparecer algún guión perdido de Ian McEwan, o la colaboración de un escritor en la adaptación de su propio libro, por única vez. En los años 30 y 40, en cambio, Hollywood atrajo a nombres de peso como F. Scott Fitzgerald, William Faulkner, Raymond Chandler o Aldous Huxley a trabajar de manera regular y asalariada, aunque esos salarios alcanzaban con frecuencia niveles muy altos. Niveles que, a su vez, podían descender bruscamente por factores resbaladizos, cambiantes y poco claros. La aparición de esas estrellas de gran magnitud a veces provocaba celos explicables en los ejércitos de proveedores por centímetro escrito, mucho peor pagos. En el medio quedaban escritores que demoraban mucho en ser reconocidos como tales, pero que tenían conciencia de su oficio, en especial los que redactaban novelas negras: W. R. Burnett (El pequeño César, Alta Sierra), Horace McCoy, Jim Thompson (que colaboró con Stanley Kubrick). Haber trabajado en las revistas o colecciones populares era un buen entrenamiento para las condiciones de Hollywood. La variedad de tensiones entre la gloria y la humillación fue muy amplia. En parte dependía del modo en que el escritor de fama tomaba el sistema de trabajo de Hollywood. Ese sistema era a un mismo tiempo muy elaborado y compartimentado, en el mejor estilo de la cadena de montaje, y muy delirante desde el punto de vista creativo, estético. El sistema se veía a sí mismo (y se sigue viendo) como una gran fábrica de productos. Los escritores, a veces, cometían el error de querer que el olmo diera peras. SCOTTIE, CHARLIE Y WILLIAM El sensible y sutil Scott Fitzgerald, por ejemplo, recorrió Hollywood en distintas épocas y con distinto resultado. En una primera etapa, los años 20, lo hizo como escritor mimado y exitoso, en compañía de su amada Zelda, y con una cuota considerable de diversión en esa especie de parque de juegos. En buena medida él y Zelda trasladaron a un medio que parecía ideal sus costumbres en los parties. Entre las anécdotas más célebres se contaba la reunión a la que fueron, en la que desaparecieron por un buen rato y en la que sirvieron después las carteras de las damas debidamente hervidas y con salsa de tomate. Scottie (como solían llamarlo) volvió años más tarde, a fines de los 30 (con experiencias intermedias de adaptación de sus propias obras), mucho menos célebre (su mejor libro, El gran Gatsby, no vendió), con Zelda internada por problemas mentales y con una fama previa de tipo poco confiable que le dificultó obtener buenos salarios. Esa estadía que Aaron Latham describió como minucia en el libro Domingos locos es una verdadera ordalía de falta de sentido de la oportunidad y la diplomacia, de autocompasión y desubicada quimera de hacer que el cine fuera arte, y de simple y llano fracaso. Hubo sin embargo un resultado glorioso en el campo que Scott dominaba mejor: la literatura. Fue una novela inconclusa, El último magnate. Raymond Chandler, en cambio, se hacía muchas menos ilusiones sobre el medio. Fue contratado por muy buen precio, pero le tocó trabajar con alguien que odió a primera vista: Billy Wilder. Debían adaptar juntos Doble indemnización de James Cain. A Chandler la novela de Cain, y Cain mismo, no le gustaban nada. Rechinando los dientes, lo primero que tuvo que aprender fue que trabajarían con Wilder juntos en la misma pieza, paso a paso, cosa que jamás había hecho. Por su parte Wilder, al leer El largo adiós, había imaginado un rudo conocedor del hampa, y se encontró con un hombre maduro y educado, impecablemente vestido, que en cambio lo consideraba a él un tosco joven mujeriego con acento alemán. Escribió Chandler sobre el proceso de escritura: Fue agónico y probablemente ha acortado mi vida, pero aprendí todo lo que puedo aprender sobre escribir guiones, lo que no es mucho. Se agredieron mutuamente de todas las maneras posibles, hasta que en una ocasión Chandler faltó. Cuando fueron a buscarlo explicó con claridad sus quejas: El señor Wilder interrumpe a menudo el trabajo para recibir llamadas de mujeres (...) El señor Wilder me ordenó que abriera la ventana. No dijo por favor (...) Me mete su bastón en los ojos (...) No puedo trabajar con un hombre que lleva sombrero en la oficina. Siento que está por irse todo el tiempo. Chandler escribió después a partir de una novela de Patricia Highsmith, Extraños en un tren, para Alfred Hitchcock, a quien admiraba, pero a quien aprendió a desdeñar a partir de lo que quedó de su guión en la película definitiva. Sintetizó su opinión sobre el medio en Escritores en Hollywood, extensa nota para la revista The Atlantic Monthly, en noviembre de 1945. Trataba de ser contemporizador, pero empezaba: Es fácil odiar a Hollywood, fácil mofarse, fácil difamarlo. William Faulkner era considerado, cuando acudió a Hollywood, el Gran Escritor Americano, incluso bastante antes de obtener el Nobel. Acudió porque tenía en el Sur una vida muy costosa, con responsabilidades que incluían la esposa, después la hija, criados, propiedades en bancarrota y un largo etcétera. Tenía claro que podía ser una buena fuente de ingresos, y no se hizo jamás ilusiones con el resultado creativo, sin llegar, como Chandler, tampoco a enfurecerse y argumentar. Tuvo un aliado incondicional, el director Howard Hawks, que supo maniobrar en las aguas cargadas de tiburones para conseguirle los mejores precios y oportunidades, a pesar de que Faulkner supo labrarse una fama sólida de bebedor sin límites. Una de las bases del entendimiento con Hawks era el silencio. Como hicieron años después Juan Carlos Onetti y Juan Rulfo, los dos se sentaban en un rincón a beber casi sin palabras, hasta que uno decía algo y el otro, mucho después, contestaba Ajá. Fue y vino a Hollywood muchas veces. Hubo leyendas a su alrededor: Me voy a trabajar a casa, dicen que decía, sin dejar en claro que eso no significaba irse al hotel o el sitio donde estuviera parando, sino al lejano Mississippi. Hubo también un vínculo fuerte, complicado y tristón con Meta Carpenter, secretaria de Hawks que se cansó de esperar que Faulkner se divorciara, se casó con un concertista, fracasó, se separó, volvió a verse con Faulkner (nueva estadía en Hollywood) y se volvió a casar con el concertista. GUIONISTAS A SECAS Esa época de relaciones complejas entre los grandes escritores y la cadena de montaje mecánica y demencial de Hollywood terminó cuando empezaron los años 50. En su libro Escritores en Hollywood, Ian Hamilton colocó las fechas clave entre 1915 y 1951. Después vinieron los caóticos años 60 y 70, que llevaron al extremo la influencia de la tevé, la temática social y el derrumbe de los géneros tradicionales. Y por fin, el asentamiento entre aburrido y desorientador de los años 80 y 90. Se produjo entonces un fenómeno curioso. El guionista, siempre un poco enterrado, siempre disimulado en los carteles o los créditos, empezó a tener cada vez más peso. Empezó a haber superguionistas que podían palanquear por sus salarios hasta alcanzar cifras inimaginables unos años antes. A su vez la concentración en superproducciones multimillonarias y la creciente vastedad de la red de agentes dificultaba cada vez más la idea de acceder a la dirección o incluso a la actuación, entre las grandes masas que acudían y siguen acudiendo a la Meca del cine. Sobre todo en los últimos diez años, nombres como Joe Eszterhas (Bajos instintos, Jade, Show Girls) o Robert Towne (Barrio Chino) superan con holgura el millón de dólares por guión. Se creó toda una subcultura del guionista (o escritor para Hollywood). Se multiplicaron geométricamente los cursos, las conferencias, los programas de computación que aseguran fabricar un guión competente con facilidad. En una cultura general de desaparición del salario y del premio como única oportunidad, del ventajeo en la relación esfuerzo-resultado, la colocación de un proyecto de guión en un estudio puede traducirse, de entrada, en varios miles de dólares. Ese guión puede cambiar docenas de veces o incluso ser triturado en el proceso posterior de pre-producción y con suma frecuencia no ser filmado jamás. Existen numerosas revistas sólo para proyectos de guionista, incluyendo la más lujosa, Scenario, cuyo subtítulo es La revista del arte de escribir guiones. Dando la vuelta completa, cuando el guión se ha vueltoa la vez más visible y más virtual que nunca, aparece de nuevo la palabra arte, con su aura de credibilidad mágica y también con su capacidad de disimular hasta qué punto estará mezclada con el negocio, la proyección de fantasmas o la mera inexistencia. Por las dudas, uno de los grandes avisos de la revista es de un libro titulado The Writer Got Screwed (but didn¹t have to): Al escritor lo jodieron (pero no tenía por qué ser así). Según el texto es lectura obligatoria para hacer carrera en Hollywood, porque constituye una guía para las prácticas legales y comerciales cuando se trata de escribir para la industria del entretenimiento. |