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Todo por 1.99
Clara de noche

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No puedo hacer por vos más que contarte lo que me pasó a mí. Y lo que me pasa. Hace horas que doy vueltas frente a la pantalla para buscar una forma bonita de decir que a veces es necesario resignar la omnipotencia porque con todo no se puede. La división del trabajo es tan vieja como el mundo y aunque este mundo no haya avanzado hacia su mayor bien como proponen las afirmaciones de la New Age, es lo que tenemos y su información ya está impresa en tu piel cuando naciste. Cuando empecé a tomar medicación, lo que decidí fue dejar en manos de la medicina ­y de un médico en particular­ la estrategia para ponerle límites al virus. Hasta ese momento intenté otras cosas, como visualizarlo y pedirle que se retire de mi cuerpo; o tomar cantidades excesivas de vitamina C porque en algún lado había leído que eso podía dar resultado. Todas esas prácticas exigen una voluntad de hierro y mucho tiempo dedicado solamente a intentar curarme con la fuerza de la fe. Conozco muchas personas que consiguen excelentes resultados concentrados en controlar cada milímetro de su cuerpo. Incluso encuentran placer en ello. A mí me costaba muchísimo. Me quitaba todo el tiempo que tenía, por ejemplo, para leer. Y me llenaba de fantasmas porque nunca sabía si había hecho suficiente. Pero en ese momento nadie hablaba del cóctel ni de los inhibidores de proteasa y tomar medicación no era ninguna panacea. Era someterse a un rito diario que me recordaba permanentemente que había renunciado, que me estaba sometiendo a las agresiones de la medicina que sólo entiende el cuerpo como un campo de batalla. Y sin resultados espectaculares, porque no conocía a nadie que hubiera mejorado radicalmente con la medicina alópata y sí veía gente feliz siguiendo, por ejemplo, una estricta dieta macrobiótica para anular al hiv. Me acuerdo de largas visitas al médico de las que salía invariablemente angustiada porque a pesar de todo mi trabajo de reiki y visualizaciones las defensas bajaban. Cuando llegué a contar cien cd4 la encrucijada ya no me dejaba avanzar. Algo tenía que hacer. Volví a hablar con mi médico y él mencionó el cóctel por primera vez, sólo que en ese momento se necesitaba mucho dinero para acceder a él. Por suerte mi papá lo tenía. El cambio fue impresionante para mí. Subí de peso, me olvidé de las fiebres intermitentes y ya no necesitaba irme a dormir a las siete de la tarde porque se me cerraban los ojos en cualquier lado. Es cierto que es incómodo, que muchas veces me dan ganas de no tomar más esas pastas que parecen misiles y que muchas veces me condenan a horas de náuseas. Pero no estoy sola en el mundo. También están mi hija que me necesita a su lado, y mi familia y mis amigos que no merecen de mí un capricho como renunciar a la medicación. Tal vez te sirva lo que te cuento, pensalo, seguramente a tu lado hay gente que espera de vos que te hagas responsable. No es tan grave tomar las pastillas, por lo menos no tanto como dejar que tu vida se escurra y te des cuenta demasiado tarde.

Marta Dillon