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Convivir con Virus

”¿Vos qué preferís: un hijo puto o una hija tortillera?”. La pregunta, que parece copiada del manual del pequeño Discriminador Ilustrado, era más que habitual cuando empecé la escuela secundaria, al principio de los ochenta. No era exactamente una gracia, ni una pregunta que hicieran los adultos como "qué carrera te gustaría seguir". Más bien creo que la empuñábamos contra los mayores para disfrutar con la incomodidad. Tener hijos homosexuales era la única catástrofe que se cruzaba entre esos planes de casamiento y luna de miel. Recuerdo algunas respuestas, pero no la mía. La corrección política me impide apropiarme de algunas de esas frases: “Ninguno de los dos, ¿estás loca?”, “Mejor una hija tortillera, qué sé yo, no se nota tanto”, o “¡Qué asco, tarada!”. Nunca escuché a nadie que nos retara por ese juego tonto o que se detuviera a explicarnos que siempre serían nuestros hijos y los amaríamos igual. Nuestro cuestionario a veces iba más lejos todavía: ¿Y entre un hijo puto y un hijo chorro?”. Casi siempre se elegía la primera: en nuestro imaginario era más fácil de reformar, o incluso más romántico. La homosexualidad siempre fue una deformidad que ocultar. Un motivo de bromas pesadas. Recién ahora me doy cuenta de que a ese amigo lo obligamos a que fingiera, que tal vez entre nosotras ya había alguna chica a la que le gustaban otras chicas. Nunca les dimos la oportunidad de que nos enseñen a convivir en la verdad. Nos educamos en la escuela que enseña a separar al diferente y, en el mejor de los casos, intentar que el diferente cambie. Esa era la forma de tranquilizar nuestra conciencia. Muchos de mis amigos gays se iniciaron en su sexualidad de forma violenta. No es casual, empujados al margen, su deseo se volvía una perfecta carnada para quienes necesitan del silencio de las víctimas. Hoy tengo amigos que siguen poniéndose una máscara para ir a comer los domingos a su casa familiar. Toda su vida se puede quebrar si en el trabajo los descubren. También buena parte de los suicidios adolescentes tienen que ver con eso. Y aún así hay que soportar a Mariano Grondona diciendo que el video del juez Oyarbide le revuelve el estómago. ¿Por qué es un juez? No, porque es una relación homosexual. ¿Hasta cuando? El silencio no es salud; el silencio mata. Ya lo aprendimos dolorosamente en la década del 70 y todavía hoy miles de personas viven condenadas al silencio. Ocultar que uno vive con VIH -.y no hacerse el testeo o no tratarse- es un acto que tiene sus raíces en esa herencia. Para muchos significa aceptar que sus elecciones no fueron las que se esperaban de ellos y que ahora pagan ese desvío con su salud. Ya tenemos demasiados muertos para seguir con los ojos cerrados. Vivir el sexo y el amor como más nos guste es un derecho y nadie puede marginarnos. Pero se necesita acción. Seguir creyéndose la vergüenza no hace más que seguir alimentando a las fieras.

Marta Dillon