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Vale decir


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Oscar Bony tenía veinticuatro años cuando filmó en Buenos Aires, a mediados de la década del ‘70, los cuatro cortometrajes de Fuera de las formas del cine. La tetralogía, o lo que queda de ella -uno de los cuatro cortos se perdió-, podría considerarse el primer trabajo de videoarte realizado en la Argentina, y consistía en una investigación sobre la naturaleza del tiempo. La temporalidad era el tema que más preocupaba entonces al joven artista de 24 años. Una preocupación que estaba en sintonía con los planteos del cine francés de aquella época. “Todavía sigo pensando que el gran salto de nuestra época se va a producir cuando se descubra la naturaleza del tiempo”, insiste Bony hoy. Sin embargo, Fuera de las formas del cine fue no sólo su intento inicial sino también el útlimo experimento de Bony con el cine, debido al pésimo recibimiento de las obras entre el público y los colegas.

MALA SUERTE Oscar Bony había nacido en Misiones en 1941. Cuando terminó el bachillerato, se mudó a Buenos Aires y fue a parar a un taller que tenían Castagnino y Berni en la calle Defensa y Brasil. “Después pasé a ser ayudante de Berni, en la época en que él comenzaba su serie Juanito Laguna. Fue una etapa muy importante para mí. Hasta 1965 lo único que hacía era pintar, pintar todo el tiempo. Por eso, cuando me decidí a hacer los cortos, resultó una violencia para los que habían sido mis compañeros de ruta. Estos trabajos rompían las pelotas. Lo que colgaba entonces en Buenos Aires era la Nueva Figuración: todos estaban contentos con eso, pero la ruptura se aceptaba sólo hasta ahí”.

Bony no sólo hizo esos controversiales cortos. Sesenta metros cuadrados de alambre tejido y su información es una de las primeras manifestaciones del equívoco género de las instalaciones, así como parte del rumor del naciente arte conceptual. El recibimiento fue similar al que recibieron los cortos. “Lo mío, como lo de otra gente que empezaba con el arte conceptual, era ácido y árido. El arte conceptual todavía no existía en 1965, pero estaba en el ambiente la necesidad de crear el andamiaje de eso que se venía. Todos, cada uno con un argumento distinto, me decían que dejara eso, pero que no me decepcionara. Eran tiempos duros”, recuerda Bony, en estos días en que aquellas obras -que se vieron por primera y única vez en el Di Tella- se pueden apreciar nuevamente, y con más justicia que entonces, en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires.

ROMPIENDO LA RACHA A TIROS En 1968, como muchos artistas argentinos, Bony abandonó el arte (en su caso, hasta mediados de la década siguiente). Pasó varios años en Europa, especialmente en Italia, y de a poco volvió a acercarse al arte. En las décadas del ochenta y noventa participó en las Bienales de Venecia, La Habana y Estambul, así como en la Primera Bienal del Mercosur, en Porto Alegre. En su última exposición individual (Fusilamientos y suicidios, 1996, Fundación Klemm) presentó grandes fotografías de paisajes y autorretratos, todas ellas baleadas. En algunos casos eran obras baleadas de manera ficticia; en otros, las obras mismas habían servido de blanco en prácticas de tiro reales. De modo que las perforaciones de la mayoría de las obras expuestas funcionaban como un análisis y una crítica de distintos niveles de violencia. Por una parte eran nuevas y violentas versiones de naturalezas muertas y asesinadas; por la otra, homenajes a una serie de artistas a partir de los cuales Bony construía una genealogía: la iluminación de Caravaggio, los tajos de Lucio Fontana, los paisajes románticos y turbulentos de Turner y Friederich. Y, siempre de fondo, el paso del tiempo y la parca: “El tema del tiempo, de la muerte y del suicidio son permanentes en mi obra”, dice Bony, y se resigna a contestar las preguntas de Radar.

Estamos en un momento en que habría que exigir un arte más concentrado. Hemos tenido demasiado arte light... En suma, no me gusta el estado de las cosas. Muchos ven en la disciplina del arte algo que da inmediata satisfacción y eso vuelve al arte muy decadente.

¿Cuál fue la respuesta del público en 1966?
-Sumamente negativa. Cuando mostré estos cortos en el Di Tella, en la sala audiovisual, no le interesó a nadie, salvo dos palabras que cruzamos con Pablo Suárez y Rubén Santantonín. Cuando terminó la proyección, me llevé los cortos a casa, los metí en una caja y no los toqué nunca más, hasta ahora. Entre los espectadores había un cronista de Primera plana que tuvo una reacción muy curiosa (ver recuadro). Después de treinta y dos años, esto ya perdió el carácter revulsivo que tenía, porque apareció el minimalismo y también surgió el videoclip.

¿En qué consistía el corto que no se exhibe en la muestra?
-¿El que se perdió? Se veía un encuentro amoroso de una pareja que se repetía en la imagen pero avanzaba en el sonido, de modo que el tiempo de la acción continuaba en la banda sonora.

¿Son menos duros estos tiempos que los años ‘60?
-Ahora es muy fácil mostrar algo. Hay mucha información y la recepción es mejor. En los ‘60 no había gente que difundiera en los medios lo que se hacía, de la manera en que se hace hoy. Pero, por otro lado, los fenómenos de comunicación produjeron miles de “artistas”, así, entre comillas. Estamos en un momento en que habría que exigir un arte más concentrado. Hemos tenido demasiado arte light... En suma, no me gusta el estado de las cosas. Muchos ven en la disciplina del arte algo que da inmediata satisfacción y eso vuelve al arte muy decadente. No puede haber tantos artistas ni tantas salas para exponer. El problema no es multiplicar los espacios. El tema es exigir al máximo.

¿Exigir qué?
-A la mayoría de los artistas de hoy, desde mi punto de vista, les falta crítica y criterio. En la cabeza del artista debería haber una propuesta. Es demagógico abrir nuevos espacios “para que los jóvenes se expresen”. Deberían cerrarse espacios y ser más exigentes. Pero todo este tema no es sólo un problema de los artistas. Lo que pasa es que parece que estuviésemos viviendo una época fácil, mientras se viven cosas terribles. Una de las cosas que se ha perdido es la responsabilidad de los artistas: ante el arte, ante la historia y ante la sociedad. No se puede estar haciendo boludeces.

LOS CORTOS En el primero de los cortos de Bony, llamado El paseo, la imagen está sutilmente inclinada para que el horizonte se restituya como una línea paralela al piso y, en consecuencia, se corrija la inclinación natural del paisaje. La cámara -y la pantalla- son el objeto de reflexión. En este corto no pasa nada, salvo una pareja distante que entra, atraviesa y sale de cuadro, en medio del paisaje que ofrece un parque. Bony lo explica así: “Es un ensayo sobre el tiempo: los personajes atraviesan el campo de la imagen creando una situación que, en física, se llama la flecha del tiempo”. En el segundo, llamado El maquillaje, hay una mujer con el torso desnudo, frente a la cámara, que se maquilla. Cuando la acción del maquillaje llega a su fin, la película comienza a avanzar hacia atrás. Mientras el cortometraje avanza, se invierte la temporalidad y por lo tanto se invierte el sentido de “la flecha del tiempo”. Pero ese punto de inflexión entre el avance y el retroceso de la acción es casi imperceptible, salvo por el sutil movimiento del cabello de la actriz, que se percibe de manera extraña.
En el tercero corto, Submarino amarillo, un montaje de ritmo veloz muestra escenas fragmentadas de niños desnudos jugando a la pelota en la playa. El propósito de Bony es diluir el presente, el pasado y el futuro, a partir de la idea de que un suceso se expande en el espacio a la velocidad de la luz. Bony crea una suerte de fantasía estética según la cual el tiempo es esférico y el centro de esa esfera es la conciencia: cada espectador percibe una temporalidad diferente. En el corto, el tiempo se condensa y se concentra. Todo es producto de un montaje minucioso: por entonces esa tarea se hacía manualmente, y a Bony le llevó casi un año pegar un fotograma con otro hasta lograr el efecto deseado.

LA INSTALACION Sesenta metros cuadrados de alambre tejido y su información se mostró en el Di Tella en las “Experiencias visuales 1967”. Se trata de un espacio en penumbra donde la superficie del piso está cubierta con los consabidos 60 metros cuadrados de alambre tejido, que el espectador advierte al pisarlos. Al mismo tiempo, un proyector en funcionamiento exhibe una secuencia sinfín, donde se ve sobre una pared una porción de alambre tejido. El visitante inmediatamente reconstruye la escena: siente lo que pisa y lo ve proyectado con el insistente y casi insoportable sonido de fondo del proyector. La elección de la imagen, ese alambre tejido, se utiliza para marcar límites, para proteger y encerrar, y así se vuelve un gesto político. Nada es inocente en la obra de Bony: cuando exhibió esta instalación en el Di Tella, el mismo autor repartía un texto entre los asistentes para explicar su obra. El texto decía, entre otras cosas: “El proyector y la película sinfín nos ponen ante un escenario cinematográfico, aunque el acontecimiento no es cinematográfico porque los recursos -que obviamente pertenecen al cine- no son usados como en una proyección (oscurecimiento de la sala, etc). Los tres tiempos de la obra corresponden a los tres niveles de percepción: 1) percepción táctil al caminar sobre el piso cubierto de alambre; 2) percepción de una imagen filmada y 3) relación mental entre la imagen y lo real. (...) Desde otro punto de vista, la filmación funciona como la palabra en el lenguaje. Se podría decir que hay redundancia, una sobrecarga de información que no permite una percepción inmediata de la sensación del tejido y el conocimiento de su material”.

SER O NO SER (PIONERO) En cuanto al carácter pionero de estos trabajos, hay varios especialistas analizando las fechas para verificar si Bony fue el primero. Bruce Nauman, por ejemplo, tiene un video que se llama Make Up, pero con otro planteo: se trata de una investigación sobre el color, y lo filmó en 1967 o 1968, más de un año después de que se exhibiera Maquillaje en el Di Tella. Dice Bony: “Es una pequeñez, pero esto demuestra que el mismo pensamiento estaba en todas partes. Y Buenos Aires en aquel momento estaba produciendo artísticamente cosas en simultáneo con Europa y Estados Unidos.
Sean o no pioneros, ambos trabajos tienen una impresionante actualidad. Y, si bien los cortos se proponían como “fuera de las formas del cine”, se podría decir que están, en todo caso, fuera del cine “de prosa” pero cerca de lo que Pasolini llamó “cine de poesía” (así como exhiben varios puntos de contacto con lo que estaban haciendo por entonces Resnais y Godard). Imagen y reflexión en movimiento, los trabajos de Bony se ven en buena forma. Soportaron el paso del tiempo y tal vez se corresponden más con este tiempo que con aquel otro, hace más de treinta años, aunque hayan perdido por completo su condición ríspida y molesta. Los obstáculos que proponían, no sólo a los espectadores comunes, sino también al público del Di Tella -presumiblemente mejor preparado porque aquel instituto había generado su propia audiencia- ya no existen. En algún sentido, al haberse perdido las aristas de aquel tiempo, las obras de Bony muestran de manera transparente la naturaleza de los problemas que analizan. Se exhiben desnudos, como lo que son, trabajos de tesis, ensayos, experimentos bellamente imperfectos.

Eran tan impacientes...

En la edición 202 de la revista Primera Plana de la segunda semana de noviembre de 1966, se lee, sin firma, un suelto que dice:
“En la tarde del jueves último, una discreta concurrencia asistió (gratis) a una indiscreta exhibición de cuatro cortometrajes eróticos del pop Oscar Bony (25 años, misionero, casado). El paseo muestra a una lejana pareja, sin ropas, que va y viene por un parque, con un fondo de Los Beatles. En El maquillaje, una señorita igualmente desvestida se pinta una nueva cara ante la cámara (pese a lo cual fue reconocida por la platea). El clímax se solaza con los inocentes devaneos de otra pareja, esta vez con fondo de susurros y suspiros, pero desfasados de la imagen. Y en El submarino amarillo, quince muchachos desnudos juegan a la pelota en una playa y se divierten más que el público. Bony prometió refilmar sus cortos: los yerros técnicos impidieron ver bien”.


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