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Primavera Cero Página 3

  Por ALAN PAULS  

Acaso sin proponérselo, Pizza, birra, faso marcó una especie de umbral en el imaginario del cine argentino. Salvo por la buena repercusión que tuvo cuando se proyectó en el Festival de Mar del Plata, el film de Stagnaro/Caetano reunía a primera vista todos los requisitos necesarios para fracasar, o al menos para cosechar esos eufemismos del fracaso que son la misericordia y el paternalismo condescendiente. Era una ópera prima de bajo presupuesto, sin estrellas (casi sin actores, en realidad) ni nombres prestigiosos; era una experiencia de codirección (algo que, como todo lo que es un poco inusitado, suele despertar sospechas), y sus directores eran un par de veinteañeros que no registraban mayor experiencia en cine. En un medio tan acuciado por la urgencia de los avales y el imperativo de la "calidad profesional", ¿quién hubiera dado a priori dos pesos por semejante compendio de riesgos? (Muchos habrían pagado más de dos pero a posteriori: en ese dilema temporal -¿antes o después?- se juega una de las zonas más críticas del cine argentino: el déficit de productores.)
Y, sin embargo, el film funcionó. La crítica tuvo que verlo (y no, como suele ser su reacción ante los debuts, simplemente exigirle que fuera lo que el film nunca se propuso ser). La taquilla fue alentadora. Acaso por primera vez, una ópera prima argentina sobrevivía a su primera semana de exhibición gracias a una serie de atributos que el Sentido Común cinematográfico siempre había escarnecido como desventajas. Si el estreno de una ópera prima es siempre una suerte de test proyectivo (es en esa clase de películas -nunca en un Subiela o un Jusid- donde la doxa acostumbra proyectar su concepción de lo que debe ser el cine argentino), la irrupción de Pizza, birra, faso pareció insinuar que algo podía llegar-a-querer-estar-a-punto-de-empezar-a-cambiar en el espectro de certezas, actitudes y representaciones que rige al cine argentino.
Ejemplo. Las películas tienen que tener éxito porque el cine es (o nos encantaría que fuera) una industria, cuesta mucha plata y bla bla. De acuerdo. Pero lo que Pizza, birra, faso venía a sugerir es algo tan evidente como inaudito: que hay distintas clases de éxito (todas -de derecho- igualmente auspiciosas), que cada película postula la suya, y que lo que está en juego cuando se habla de éxitos y fracasos, pues, no es tanto una cuestión económica (la relación costo/beneficios, punto crucial para el "éxito" de Pizza, birra, faso, también fue crucial para que Todo o nada aventajara al coloso Titanic en el ranking de rentabilidades) como el valor de (y la creencia en) una peligrosísima ecuación de la prospectiva nacional: "Tal tipo de cine está llamado a tener éxito; tal otro a fracasar".
Según lo han rumiado las cabezas que vienen manejando el Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales, la ecuación podría resolverse adoptando alguna de las siguientes hipótesis (que decidirían, por lo demás, los criterios de distribución de dinero). Hipótesis A (hitleriana): todo el dinero para pocos films ricos, con avales, estrellas, presupuestos elevados, etc. Hipótesis B (democrático-comunitaria): todo el dinero para muchos films baratos. Hipótesis C (de transición): un poco (mucho) para los pocos primeros y un poco (menos) para los muchos segundos. La hipótesis D (Anillaco) es más expeditiva: ¿y para qué vamos a dar plata, eh?
Disipada la primavera de Pizza, birra, faso, que planteaba un posible leading case para el cine llamado "alternativo", hay al parecer una quinta hipótesis que amenaza con desplazar a las cuatro anteriores. Es la hipótesis E (hitleriano-orwelliana): todo el dinero para los que tienen dinero. Mediante una resolución reciente, casi unánimemente resistida por la industria, el Instituto propone zanjar la cuestión subordinando los guarismos de sus subsidios a la cantidad de espectadores (el éxito) que haya hecho una película. Suena razonable (al menos en el horizonte escueto de un mundo reducido a un estudio contable). El problema es que ese criterio postrero incide directamente en el antes de un film: no tanto en su producción como en su mera posibilidad de producción, esto es: en su derecho a la existencia. De acuerdo con el devenir general del país, gestionando su dinero como lo gestiona cualquier empresa privada, el Estado Cinematográfico se complace en transformar sus posibles políticas de apoyo en verdaderas políticas anticonceptivas.
La cuestión, se alega, es reducir los márgenes de riesgo, esos abismos que median entre los a priori y los a posteriori. ¿Es posible? Sin duda. Todo es posible en este fin de milenio argentino. Pero será posible con una condición: reemplazar la producción de películas por el management de operaciones de marketing. Es esa posibilidad la que baraja ahora la "industria" cuando vislumbra que "será cada vez más difícil hacer cine sin tener atrás un multimedios". Esto es: un aparato corporativo capaz de asegurar, gracias a una gigantesca inversión publicitaria en sus propios espacios (TV, diarios, radio, cables, etc.), que cada golpe de marketing disfrazado de película (llámese Comodines o La furia) lleve a los cines la cantidad de espectadores suficiente para cobrar los montos máximos que promete el Estado. De afirmarse este estado de cosas, ya no añoraremos sólo nombres "alternativos" como Stagnaro/Caetano, películas como las de Martín Rejtman (Rapado, la próxima Silvia Prieto) o documentales como Dársena Sur (de Pablo Reyero). Añoraremos también, como a especímenes de otro siglo, a Adolfo Aristarain o a Eduardo Mignogna, y hasta es posible que los viejos films de Carlitos Balá, comparados con los Frankenstein multimediáticos que se avecinan, floten en nuestra memoria como frágiles reliquias de una tradición cinematográfica extinguida.

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