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El morocho flaquito que se acerca al cronista se llama Luis. ¿Mexicano?, pregunta con una sonrisa. Tiene 35 años, pero no se nota (primera certeza sobre la gente de la isla: imposible adivinar su edad). Tiene nueve hermanos; uno de ellos se fue a los Estados Unidos como balsero; otra vive en Italia, tras casarse con un italiano hincha del Inter de Milán. Me mandó de regalo la camiseta de Ronaldo... pero Maradona es mejor. Es el más grande, dice. Luis trabaja en una radio de La Habana, es operador técnico de transmisiones deportivas: béisbol, fútbol, básquetbol, vóleibol. Una vez pudo ver de cerca a Maradona. Fue en Varadero; Diego estaba en una playa y pudimos hacerle una entrevista. Me firmó un autógrafo, y se arremanga para mostrar su brazo: siempre se le pone la piel de gallina cuando habla de Maradona. Luis cuenta también que sólo una vez salió de Cuba: para cubrir los Juegos Deportivos Centroamericanos en San Juan de Puerto Rico. Después no pudo hacerlo más, porque dos de sus compañeros en aquella excursión decidieron no volver. La Gran Cubana, podría bautizársela. Igual, a mí me gusta acá, dice.
Unos pasos después, pregunta la razón de la visita. ¿Los Van Van? Oh, sí que son grandes... Un orgullo de todos los cubanos. Fíjate lo que te voy a decir: Los Van Van cantan las cosas que nos pasan todos los días y nos hacen bailar. Pregunta a cualquier cubano, dile si conocen eso de Te pone la cabeza mala. Todos saben de qué se trata, ésa es la canción que todos bailamos acá. |


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UN SECRETO LLAMADO VAN VAN
Luis repite la muletilla Fíjate lo que te voy a decir a cada momento. Y no deja de mencionarle a ninguno de sus amigos (una veintena de morochos como él que circulan a pie o en bicicleta por las calles de La Habana) el propósito de la visita del cronista: Oye, compadre, éste ha venido a ver a Los Van Van. Todos escuchan con asombro: saben más de los éxitos de sus deportistas en cada Juego Olímpico o Panamericano que de las giras al exterior de la isla de su banda favorita. Todos creen que Los Van Van son suyos (lo son), pero los consideran un bien privado, un secreto más entre los tesoros desconocidos de la isla del ron y los habanos. Luis vive en una modesta casita baja del Vedado, de calles que alguna vez estuvieron (bien) asfaltadas, a pocas cuadras de los superhoteles Riviera y Meliá Cohiba. Suele ofrecerse como anfitrión-guíaconversador para el turista ocasional que sale a caminar cerca de estos hoteles. Sabe que la policía no quiere ese tipo de actividad, que suscita desconfianza en el turista. Durante dos días, Luis será interceptado siete u ocho veces por la autoridad policial: le pedirán documentos; él mostrará una credencial y lo dejarán ir. Una de las últimas le harán una multa por tener una hoja rota.
Es que los turistas -o sea, los que tienen dinero para gastar- sólo caminan por las callecitas polvorientas de La Habana vieja. Fuera de esa zona, prefieren andar en auto o turis-taxi, modelos importados todos pintaditos de blanco y con el techo azul (7 o 8 dólares el viaje a La Habana vieja). Hay otros taxis, los sin techo azul, viejos modelos de los años cincuenta que cuestan 2 dólares nomás. Esos sí que están buenos. Pero volviendo a la escena inicial, el turista que prefiere caminar -por la avenida Paseo, por ejemplo, desde el Malecón, hacia la legendaria Plaza de la Revolución- puede encontrarse con Luis o con cualquier otro simpático morocho flaquito y de edad indescifrable, que ofrecerá conversación y guía. No venden buzones, sólo quieren entretenerse, gastar tiempo libre y hacer amistad efímera (segunda certeza: todos los cubanos quieren a los turistas). Después, se los ve caminando con una camiseta del Flamengo de Brasil, una gorrita de La Federcalcio Italiana o una camiseta del Real Madrid: regalos de los amigos eventuales que vinieron con dólares en los bolsillos. Luis describe cada lugar y personaje que pasan ante los ojos del eventual amigo, pide monedas de dinero cubano para comprar tres o cuatro cigarrillos Populares, una suerte de Particulares sin filtro pero mucho más finos y sabrosos también (tercera certeza: en Cuba hay no dos sino tres tipos de divisa: una para los cubanos, que no vale casi nada reliquias con la cara del Che; otra de moneda local equivalente al dólar y, por supuesto, los todopoderosos dólares, verde objeto de deseo para todos los habitantes de La Habana).
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DEVELANDO EL SECRETO
Para ponerlo en claro, Los Van Van son algo así como los Rolling Stones de Cuba (¿Silvio Rodríguez sería, entonces, Bob Dylan? Imposible comprobarlo), la orquesta de música popular cubana más querida, respetada y amada de toda la isla (la música que hacen Los Van Van es eso que desde Nueva York comenzaron a llamar salsa, a fines de los 60, y que los cubanos ahora llaman timba). Tienen 29 años de trayectoria, veintidós discos editados, giras por Europa, Asia y América y un líder-jefedirector, Juan Formell, que es algo así como una superestrella. En versión cubana, claro. Esto significa que vive en una elegante casa de un barrio acomodado de La Habana, tiene un auto importado, ropa italiana bastante colorinche, dólares en la billetera y... puede viajar por todo el mundo. Todo un privilegiado.
Ese raro status del que goza Formell no tiene explicación, como podría pensarse, en una decidida adhesión al gobierno de Fidel. Formell suele decir que la Revolución ha cambiado bastante y para bien la vida de los cubanos, pero que todo proceso de esta clase tiene defectos y virtudes. Posible explicación: en todos estos años y con un notable sentido de la ubicación y oportunidad (además de oportunismo), Formell se ha mantenido lejos de las cuestiones ideológicas que tanto suelen condicionar a los músicos cubanos, los que viven adentro y los que viven afuera. Ni Gloria Estefan ni Silvio Rodríguez, entonces: lo de Formell ha sido siempre tercera posición.
Sus letras son casi siempre descripciones cotidianas de la vida en La Habana: las guaguas (versión local de nuestros bondis) que tardan en llegar, los problemas de desabastecimiento, los cortes de luz por el ahorro energético, el tránsito, etc. Se mantienen en el terreno de la ironía liviana, la crónica urbana y la picaresca sexual a la que son tan proclives los hombres y las mujeres de la isla. Después, en vivo, se verá el efecto que esas palabras, muchas veces pobladas de doble sentido -un doble sentido simpático, casi ingenuo, muy diferente del burdo imaginario de nuestros héroes bailanteros de los sábados a la tarde-, tienen en la audiencia. Sobre todo si son cubanos, que entienden inevitables filtraciones de un lunfa habanero: las cantan, levantan sus brazos, sonríen, gozan. Ahí, de política ni hablar. Dice Formell: Nunca se han metido conmigo, salvo por alguna que otra letra. Pero nunca me han prohibido una actuación, repite ante la inevitable pregunta. |
LOS DOS MUNDOS Es cierto: Los Van Van se mueven con comodidad en ambos mundos en los que parece dividido el país. Actúan en los pomposos salones de baile de los grandes hoteles, casi exclusivamente para turistas -y sus eventuales, esculturales, increíbles mulatas-, esos lugares que parecen la escenografía perfecta que Francis Coppola debió imitar en algún estudio para ambientar las visitas de Vito Corleone y amigos a La Habana de los 50. Pero también se presentan en grandes recitales populares, con entradas realmente accesibles para el flaco bolsillo de los cubanos (en donde no hay alemanes e italianos torpes que, con un poco de ron encima, hacen como que se les pone la cabeza mala, pero no). Debe decirse también que Formell y Los Van Van salen de gira, llevan el nombre de Cuba por el mundo sin otra política que la gozadera por la gozadera misma.
Y vuelven a la isla. ¿Para qué me voy a ir? Aquí estoy bien, más allá de los problemas que sufrimos todos. Yo no me quejo. Tengo una casa bonita y puedo salir a caminar por la calle, hablar con la gente, ver lo que pasa en la calle. Así escribo las canciones.
Las canciones de Los Van Van son como las anécdotas de cubanas que circulan por La Habana: cientos de historias de turistas italianos, suecos, ingleses y gringos de toda clase, que se han enamorado de una chica local hasta casarse con ellas (para no mencionar las huestes que caminan las calles enfundadas en ajustadísimas mallas de lycra, en busca de algún bolsillo extranjero y generoso). Esta banda es un producto de orgullo primero, y sólo después de exportación. Y el gobierno, finalmente, no mira con malos ojos la situación: nunca hubo grandes problemas ni trabas para que Los Van Van salieran a mostrar su música por el mundo. Su visita a la Argentina (siete funciones, con las de hoy y las del 30 de abril, 1-o y 2 de mayo) es todo un acontecimiento. Guardando las distancias, tiene un carácter histórico comparable con el desembarco del grupo en el gran país del Norte, el vecino poderoso que habita a cincuenta millas de la costa, ahí donde el mar Caribe golpea contra los paredones y moja, carcome, el famoso Malecón.
UN POCO DE HISTORIA
La relación entre Los Van Van y los Estados Unidos viene de hace rato y recién tuvo un final feliz a fines de 1996, después de un largo proceso de idas y vueltas diplomático-burocráticas que había empezado en 1979. Varios intentos fallidos, y la expectativa de la cada vez más numerosa colonia cubana en ciudades como Chicago, Los Angeles y Nueva York (táchese de esta lista a Miami: ahí es bastante difícil la cosa para cualquier cubano que quiera volver a la isla). Pero no había caso. Razones: Para que a un grupo cubano le den la visa, hay que saber cómo procesar esa invitación para que no viole el embargo de Estados Unidos a Cuba (textual de William Martínez, abogado de inmigraciones y empresario cubano radicado en San Francisco, uno de los productores de la primera gira de Los Van Van por Norteamérica). Hubo que lograr que se les extendiera una visa cultural, no comercial, y que el dinero percibido fuese (o figurase) como percibido en concepto de viáticos, y no como cachet. Cubrimos los gastos, resume Formell cuando se le consulta por el asunto.
Sus hijos viven en los Estados Unidos y, según el padre: No les va muy bien, pero bueno... ellos quisieron ir y ahí están. Tratando de hacer su camino. Los diarios norteamericanos en español resaltaron una coincidencia: mientras Formell tocaba con Los Van Van en el famoso local neoyorquino S.0.Bs, de música world beat, su hijo Juan Carlos se presentaba con su banda, bautizada ¡Cubalibre! en el bar Zinc de Manhattan. Papá Formell le resta importancia al asunto: Apenas fue una coincidencia, aunque sé que muchos periodistas resaltaron eso como que me había reconciliado con mi hijo y todo eso.
Desde ese momento, exactamente diciembre de 1996, Los Van Van han vuelto tres veces al territorio enemigo del Norte, para ofrecer shows sold out en cuanta ciudad se hayan presentado. Los Van Van son una inmensa máquina de hacer música. A raíz del bloqueo norteamericano, el grupo ha crecido -como la mayoría de la música cubana- fuera del alcance de los Estados Unidos, y de la salsa hecha aquí y en Puerto Rico, desarrollada de una manera radicalmente diferente. Escuchar a Los Van Van, entonces, es como encontrarse con tu propio hermano gemelo, quien fue separado al nacer y enviado a la otra mitad del mundo para ser criado, escribió el crítico Peter Watrous, en su reseña en The New York Times, del primer show de Los Van Van en el auditorio del Lehman College, en pleno Bronx latino.
FOR EXPORT
A esta altura, debe decirse también que Los Van Van son una marca registrada de la música cubana pero también un redituable negocio de futura proyección internacional, que justamente en este año amenaza con trasladarse a todo el mundo (después de haber obtenido varias de sus leyendas un par de Grammy en la reciente entrega de ese premio). Vuelve el son, la guaracha, el jazz latino, el bolero y todos sus derivados. Y ahí están figuras legendarias como Compay Segundo, Pío Leyba, Chucho Valdez, Rubén González, Carlos del Puerto, Ernán López-Nussa que, por fin, han logrado trascender las fronteras territoriales y políticas. Ninguno de ellos tiene menos de 65 años, y todos comienzan a vivir una especie de primavera de la música cubana por todo el mundo. Un renacimiento del cual Los Van Van, y también Irakere -una variante más erudita, jazzera y menos popular tal vez-, han tenido mucho que ver porque fueron ellos los que abonaron el camino, recorriendo el mundo con su música desde hace años.
LA ESPECIALIDAD DE LA CASA
El songo es una derivación rítmica del son cubano, la madre de todos los ritmos que llegaron desde Africa a la isla, que se apoya en una línea de bajo y su correspondiente acompañamiento al piano. Hoy en día, Formell desestima, o por lo menos minimiza, el potencial de su invención. Tengo que buscar nuevas variantes, nuevos ritmos, arreglos, para que esa fórmula que alguna vez fue original no se vuelva repetida. Hoy en día puedo decir que ya no tocamos songo. Pero tampoco hacemos salsa: ése es un término que inventó mi amigo Jerry Masucci en Nueva York cuando fundó la Fania. Aquí, en Cuba, junto a otro grupo de artistas, preferimos llamarlo timba, que es una denominación que los músicos cubanos usamos para describir una improvisación en un ensayo.
Los reyes de la timba saldrán en breve de gira por toda Europa, imitando el ejemplo que hace dos décadas encararon los famosísimos Fania All Star. Un dream-team de la música cubana formado por Adalberto Alvarez y su Son, Paulito; NG la Banda; Manolín El médico de la salsa; Isaac Delgado y la Charanga Habanera. La proyección internacional de Los Van Van no es una novedad, aunque sea su primera visita a la Argentina. Después de años de ediciones puramente cubanas (que después se distribuían mundialmente a través de pequeños sellos dedicados a la difusión de esa borrosa figura de género musical bautizada como world beat) y de una fugaz relación comercial con Island Records (la compañía discográfica que edita a Bob Marley y U2, entre otros), acaban de firmar un contrato de distribución mundial con la división latina de EMI, que les garantiza edición cuidada y pareja en todo el continente. Ya se verán (y se escucharán) los resultados. En principio, los que los porteños están presenciando por estos días es una exhibición de virtuosismo, onda y sentimiento musical como pocas veces (casi nunca, en realidad) se ha visto por estos pagos, a pesar de que Buenos Aires sea una ciudad que mueve una buena cantidad de personas en busca de sabor cada fin de semana.
Los Van Van son, efectivamente, una máquina de ritmo caliente que no se detiene a lo largo de casi dos horas y media de show. Cada vez que se zambullen, con esas sonrisas inconfundibles como bandera y una especial arenga en cada caso, en largas galopadas de ritmo caribeño (un poco de son, otro de improvisación jazzera) no se sabe exactamente en qué terminará la canción en cuestión, unos diez minutos después de iniciada, con esos inconfundibles coros masculinos que le retrucan al cantante de turno. Con una sección de tres vocalistas, a cual más arengador, dos violinistas, tres percusionistas, tres trombonistas, dos tecladistas y el mentado Formell en el bajo y la dirección musical, Los Van Van muestran, hasta en sus excesos, cómo es eso de que los cubanos llevan el ritmo en la sangre. Hay que acercarse para comprobarlo.
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Los Van Van son una inmensa máquina de hacer música. A raíz del bloqueo, el grupo ha crecido fuera del alcance de los Estados Unidos, y desarrollaron su música de una manera radicalmente diferente de la salsa. Escucharlos es como encontrarse con tu propio hermano gemelo separado al nacer y enviado a la otra mitad del mundo para ser criado.
Peter Watrous, The New York Times |  |
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