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Vale decir


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 Kim Basinger

Probablemente casi nadie recuerde la cara de Kim Basinger al recibir el Oscar. Es una pena. Fue sin duda lo mejor del show. Hace tiempo que no se veía a un ganador tan atónito, emocionado, agradecido y seguro de merecerlo como ella. Todo al mismo tiempo. A Basinger le llevó 17 años conseguirlo. Se sabe que las estrellas de Hollywood no se hacen en un día, a pesar de que ciertos pestilentes críticos insistan en lo contrario. Entonces, ¿quién era Basinger antes de ser BASINGER? (las mayúsculas sólo son permitidas cuando son legitimadas por cierto número de marquesinas). La pequeña Kim era la hija del medio que se encerraba horas y horas en su cuarto hasta que subían a ver si estaba viva. La chica más linda de la clase que, por su timidez patológica, estaba exceptuada por el psicólogo de la escuela de leer en voz alta o pasar al frente del aula. La que se decidió a seguir el yellow brick road convencida por su padre, luego de que un temprano strip-tease al ritmo de The game of love, en un concurso de talento juvenil, resultara en la expulsión de la descocada alumna Basinger, pero también el descubrimiento de que no era una chica como otras.

Papá Basinger (un músico aficionado) le apostó a su hija que no se atrevería a subir al escenario a cantar Wouldn’t it be loverly, del film My fair lady, en el concurso de belleza de Miss Georgia. Santo remedio: no hay mejor forma de convencer a un tímido que desafiarlo: Kim no fue la excepción. Pero perdió (quien sea que haya ganado el concurso hasta el día de hoy permanece en el anonimato). Pero en la etapa del concurso que premiaba los peinados más originales creados por los participantes, la señorita Basinger apareció con el Octopus Knot (algo así como el “Nudo Pulpo”) y ganó un pasaje a Nueva York.

“Llegué a la puerta de la agencia de Eileen Ford y ahí empezó todo. La ciudad se hizo mi amiga tanto como yo de ella, y me enseñó muchas cosas: en Nueva York podía ir al cine y ver películas de Lina Wertmüller. Estaba ansiosa por conocer todo”. Las malas lenguas dicen que toda supermodelo de la agencia Ford debe emprender el próximo paso: ser actriz. El debut cinematográfico de Basinger fue Hard Country (1981), una muy buena película de bajo presupuesto opacada por el Urban Cowboy de Travolta y Debra Winger. Kim quedó “muy orgullosa”, pero casi nadie la tomó en serio. Nunca digas nunca jamás (1983), de la saga de James Bond, cambió parcialmente el panorama: “Al menos la vio mucha gente”, dice Kim. Ese mismo año, Basinger accedió a los ruegos del imperio Playboy: “Se podría decir que conspiré contra mí misma. Quería hacer algo artístico y quería shockear. El resultado fue un sabotaje a mi personalidad que me cerró casi todas las puertas que me interesaban. Cosa que paradójicamente me ayudó mucho, porque a partir de entonces tuve que pelear contra ella: la imagen que la gente tenía de mí”.

Luego vinieron El mejor (1984), con Robert Redford y dirección de Barry Levinson y 9 semanas y 1/2. El film de Adrian Lyne se convirtió en el paradigma del erotismo blandengue de los 80 y pocas personas supieron ver, detrás de las persianitas americanas, el “Déjate el sombrero puesto” de Cocker y las muecas psycho-yuppies de Mickey Rourke, que ninguna otra actriz hubiera sido capaz de hacer creíble (y deseable) la monumental obviedad que planteaba el guión. Porque la Basinger tiene la virtud de convertir bodrios absolutos en tolerables y atractivos, números fijos de tardes de sábado: tanto si se trata de una madrastra del espacio exterior (lo hizo, con Jeff Goldblum a su lado), una chica en problemas con la mafia (con Jeff Bridges), o un dibujito animado (el engendro Cool World, con Brad Pitt y el gran Gabriel Byrne). El fenómeno Basinger es más o menos así: el espectador se descubre sonriendo encantado, mientras en el fondo de su cerebro resuenan las palabras “¡qué horrorosa es esta película!” sin nunca llegar a la superficie de la conciencia. Algo así como el sistema Basinger del embotamiento por el encanto.

En 1989 la actriz quebró la racha: apareció en el sombrío primer Batman de Tim Burton, personificando a la infatigable fotógrafa Vicki Vale (¡ganadora del premio Pulitzer por sus fotos de guerra!, como se complace en recordarle Nicholson). Burton tenía las cosas claras cuando la eligió, pensando como una de esas periodistas cinematográficas de los 30 y 40, una variación rubia y ultrachic de Katherine Hepburn, Loretta Young o Rosalind Russell (a tal punto acertó Burton que, años después, Robert Altman le dio a Basinger un papel similar en la menospreciada Prêt-à-porter). Ahora, después de Los Angeles al desnudo, parece muy fácil decirlo: Kim Basinger sabe hacer papeles de época. En aquel momento, las cosas seguían duras, pero ya había algunos peces gordos que sabían que la Basinger era mucho más que una cara bonita.

A pesar de un bizarro romance con Prince y varias películas más igualmente olvidables, incluyendo una remake de La fuga (en donde Alec Baldwin y Kim repitieron el amour fou de Steve McQueen y Ali McGraw dirigidos por el resentido guionista de la original, Walter Hill), dos escándalos marcaron el ingreso de la rubia Kim en los noventa: la compra de Braselton (un pueblito en el estado de Georgia de 500 habitantes, porque allí había perdido la virginidad en su adolescencia) y su eterno juicio contra los productores de Boxing Helena, el patético debut de la hija de David Lynch, del que Basinger se retiró infringiendo su contrato. Luego de casarse con Baldwin y semirretirarse de los sets luego del nacimiento de su hija Ireland en 1995, un día decidió quebrar la rutina doméstica, a causa de una casualidad misteriosa: “Mi manager recibió un llamado telefónico para confirmar el horario de una prueba de vestuario para un film llamado Los Angeles al desnudo. Y un amigo mío me dijo que había oído por ahí mi nombre en el casting de la película. Ni mi manager ni yo sabíamos nada de ello. Sólo al día siguiente me llamó el director, Curtis Hanson, y me pidió si podíamos encontrarnos en el Formosa Café. Después me enteré de que era el modus operandi de Hanson para convencer a todos los actores. El que estuvo alguna vez en el Formosa Café sabrá lo que se siente al estar sentada frente a todas esas fotos de las estrellas de la época dorada de Hollywood: me sentía como Jack Nicholson en El resplandor, cuando entra en un cuarto y de repente todo cobra vida. El sonido de las copas, el humo de cigarrillo, las risas apagadas, el olor a cuero de los asientos. Y ahí estaba Hanson, hablándome como un poseso, además de esa muestra gratis visual de lo que sería la película”.

El papel de Kim Basinger era el de una prostituta. Pero no una prostituta cualquiera: una puta cara en el corrupto Los Angeles del 40 que es un calco de Veronica Lake. Basinger había leído una parte del guión antes de reunirse con el director y había rechazado el papel, porque no quería “repetirse”. Luego de aquella reunión en el Formosa y de terminar de leer el guión (que ganaría el Oscar ‘98), llamó a su agente. “Tengo que hacer este papel; conozco como nadie a esa chica: sé lo que es venir de un pueblo chico a Hollywood, soñando convertirse en una estrella de cine. Y que eso no ocurra. Sé mucho de los sueños que no se convierten en realidad”. Pero nada es tan fácil en la vida. Ni siquiera para Kim Basinger. Cuando fue nominada para el premio de la Academia confesó con toda sinceridad: “Los únicos Oscar que he conocido en mi vida son el de ‘Plaza Sésamo’ y el que hizo Walter Matthau en Extraña pareja. Unas semanas después, viéndola llorar estrangulando su premio, mientras tartamudeaba torpemente sus agradecimientos (señal inequívoca de que no estaba simulando, como suelen hacer los ganadores del Oscar), muchos empezaron a darle la razón a Tim Burton, Robert Altman y, especialmente, a Curtis Hanson: la chica tímida de Georgia ya no tiene por qué sentir vergüenza frente al público.


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