Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Stira
Volver 




Vale decir


Volver

  Por HORACIO BERNARDES
“Andáte de acá o te parto la cara”, le dice el joven y fornido trabajador al cincuentón de expresión tristona, que como de la nada acaba de invitarlo a dar una vuelta en su camioneta. Todo indica que se trataba de un intento de seducción, algo confirmado por la insinuación de “ganarse unos pesos sin mucho esfuerzo”. Pronto quedará claro que el desconocido anda en busca de otra clase de negocios, bastante menos tradicionales. Cuando el cincuentón logra que un rubicundo soldadito suba a la camioneta, le explicará que piensa enterrarse en un pozo esa misma noche y para siempre, y necesita que algún desconocido termine lo que él empezó, echándole unas paladas de tierra encima. Todo, a cambio de una buena paga. Habituado al limitadísimo menú de opciones argumentales que ofrece la cartelera local, es posible que el espectador inadvertido suponga ahora -luego de descartar la variante “homo” del asunto- que lo que sigue es una trama más o menos policial, del tipo “genio del crimen busca presa tierna para embaucar, estafar y despellejar”. Más vale que el espectador se olvide de esos y todos los otros argumentos que el cine le viene enseñando últimamente, y se prepare para algo nuevo. El sabor de la cereza es una de esas películas que no se parecen a ninguna otra, de esas que exigen abrir bien los ojos. Dirigida por el iraní Abbas Kiarostami, ganó ex aequo la Palma de Oro en la edición 1997 del Festival de Cannes y está por estrenarse en Buenos Aires. El carácter de acontecimiento, de perla rara, se ve refrendado por una estampilla que acompañará al estreno. La estampilla dice: “Recomendación FIPRESCI”, está destinada exclusivamente a los films de alta calidad artística y es la primera que otorga la filial local de la asociación que agrupa a los críticos de cine del mundo entero.

PREGUNTAS, PREGUNTAS Cuando la revista Sight and Sound le preguntó a Abbas Kiarostami cuál era la razón que lo movía a hacer películas, éste hizo gala de su legendaria renuencia a las grandes declaraciones: “Hago películas porque hago películas”. Saliendo de su sorpresa, la periodista de turno contraatacó, pidiéndole que describiera su ideal cinematográfico. El cineasta iraní fue más elocuente esta vez, y su larga respuesta es toda una declaración de principios: “No puedo decir cuál es mi ideal cinematográfico, pero sí puedo decir que el cine ya no es un medio para contar historias. Ese período ya pasó. El cine no es una novela con imágenes. No consiste en la manipulación de las emociones del espectador. No es educativo, ni es entretenimiento. El mejor cine es aquel que hace preguntas. Y queda para el espectador buscar la respuesta, completar el trabajo inacabado. Existen tantas versiones distintas de una película como espectadores”. Ya en 1995, la revista francesa Cahiers du Cinéma había editado un número especial, que llevaba por título “¿Quién es usted, señor Kiarostami?”. Ante el inminente estreno de El sabor de la cereza, no viene mal preguntarse en qué consiste la maestría de este cineasta descubierto e inmediatamente consagrado por Occidente a comienzos de esta década (cuando Kiarostami ya tenía más de cincuenta años y toda una obra detrás), que logró colocar al oscuro país de los ayatolas en primer plano del mapa cinematográfico internacional. Considerado un maestro por maestros como Kurosawa y Godard. Referente indispensable para muchos nombres esenciales del cine contemporáneo, como Tarantino, Herzog, Nanni Moretti y Kusturica, Kiarostami sigue siendo un misterio para el público argentino.

A.K. & Cía Nacido en Teherán el 22 de junio de 1940, Kiarostami (pronúnciese acentuando la última vocal) realizó su primer cortometraje en 1970. Durante la década anterior había trabajado regularmente en publicidad, luego de haberse formado como dibujante de libros infantiles. En ese primer corto, llamado El pan y el callejón, aparecen ya definidas, de modo embrionario, ciertas elecciones estéticas que marcarán su obra posterior. Un argumento mínimo, propio de quien prefiere pedir prestadas las ficciones a la realidad, antes que imponérselas en bloque y brutalmente: apenas la caminata de un niño, del colegio hasta su casa.

El realizador volverá una y otra vez a apuntar su cámara sobre niños y adolescentes, sea como protagonistas o a través de apariciones episódicas. Algunos críticos vincularon la frecuente aparición de niños en los films de Kiarostami con la simpleza radical de sus imágenes. La idea del traslado, del desplazamiento, presente ya en aquel corto inicial, se constituirá a lo largo de su obra en reiterado eje narrativo y, quizás, emblemático, como muestra el recorrido en círculos del protagonista de El sabor de la cereza en busca del ejecutor ideal. Kiarostami elegía allí trabajar sin actores profesionales ni decorados, sino en sitios reales y con la gente del lugar. Un conjunto de opciones que habla de una deuda para con el neorrealismo italiano, reconocida por el realizador iraní. Y quizá saldada: en tanto su relación con el realismo es la menos ingenua que pueda imaginarse, hasta el punto de que obliga a replantearse qué se entiende por realismo en cine. Kiarostami filma su primer largometraje, El pasajero, en 1974. El sabor de la cereza es su noveno film, y en estos momentos completa su opus diez. En Irán, sus films no son precisamente populares, y a eso hay que sumarle los frecuentes problemas con la censura, agudizados en el caso de El sabor de la cereza: las autoridades anatematizaron la película como “apología del suicidio” y estuvieron a punto de impedir su proyección en Cannes. La puerta de Occidente se había entreabierto para Kiarostami en 1989, cuando se exhibió ¿Dónde está la casa de mi amigo? en el festival de Locarno, y se abrió del todo en 1991, con la inclusión de ...Y la vida continúa dentro de la sección de culto “Un certain regard”, en Cannes. A partir de entonces, los films iraníes (no sólo los de Kiarostami) se convirtieron en unas de las perlas más preciadas por los festivales del mundo entero: en la tierra de los ayatolas se estaba cocinando un cine distinto. Películas como Gabbeh y El padre, cineastas como Mohsen Makhmalbaf y Majid Majidi, pasaron a formar parte del parnaso del cine contemporáneo. Un film de Kiarostami se exhibió hace unos meses por la TV de cable local: A través de los olivos, de 1994, que constituye una trilogía (junto a ...Y la vida continúa y ¿Dónde está la casa de mi amigo?) que suele recibir el nombre de “trilogía de Koker”, por la zona de Irán donde transcurren las ficciones.

UN OJO QUE NO TODO LO VE A medida que avanzan los films de la trilogía de Koker, el estilo de Kiarostami se va haciendo más complejo, como si cada film fuera una nueva pregunta que el realizador se hace sobre la película anterior. En ¿Dónde está la casa de mi amigo?, el protagonista, Ahmad, intenta devolver un cuaderno a un compañero de escuela, para evitar una reprimenda del maestro. En ...Y la vida continúa, Kiarostami da una primera vuelta de tuerca sobre la anterior: el terremoto de 1990 ha devastado Irán, Ahmad se ha extraviado y un adulto, alter ego del realizador, viaja desde Teherán hasta la aldea de Koker en su busca. En A través de los olivos aparece un realizador cinematográfico que intenta filmar una película en la aldea, poco después del terremoto. A través de los olivos cuenta dos historias paralelas, que se van armando casi sin que el espectador lo advierta, como ocurre en todo el cine de Kiarostami. Junto con la historia del rodaje, se desarrolla la dificultosa historia de amor entre los dos “actores” de la película que se filma, un chico y una chica del lugar, separados por prejuicios de clase. Es como si Kiarostami diera una vuelta de tuerca al género “cine dentro del cine” (tópico emblemático del ombliguismo que atraviesa el cine occidental de las últimas décadas), yendo de nuevo en busca de las historias de la realidad que el cine ha venido vampirizando. En A través de los olivos, ambos planos del relato se interfieren entre sí: en una escena, el actor comienza teniendo una discusión con otro personaje, hasta terminar, sin cortes de montaje, en medio de la filmación. En medio del rodaje y en el detrás de la escena, el protagonista (Hussein) intenta vencer las resistencias de la chica (Tahere), quien, por un mandato ancestral, no le dirige la palabra. El film es todo un estudio de las relaciones entre la realidad y la realidad de la ficción. Brechtianamente, la película se abre con un actor que, mirando a cámara, se presenta: “Soy el actor que hace de director de cine”. Y termina con una de las declaraciones más terminantes que haya dado el cine sobre su imposibilidad de filmarlo todo: el insistente Hussein persigue a la tozuda Tahere por enésima vez, el “actor que hace de director” los sigue, y la cámara de Kiarostami sigue a los tres. Hasta que la cámara “se rinde”, deteniéndose sobre una colina. Desde allí observa, largamente, cómo Hussein y Tahere se alejan en la distancia, hasta que son un único punto blanco y finalmente se pierden en el horizonte. Jamás podrá saberse si el tozudo protagonista logró vencer la firme resistencia de su amada, y el espectador deberá convencerse, le guste o no, de que hay cosas que ocurren fuera del ojo de la cámara, que ésta no puede verlo todo, saberlo todo. Kiarostami había pensado convertir su trilogía en tetralogía, dando una vuelta de tuerca más y filmando, la misma historia de A través de los olivos pero esta vez desde el punto de vista de Tahere, la chica que se niega a hablar con Hussein. Estaba todo listo: los lugares de rodaje, la historia, el elenco y hasta el título. Pero a último momento, el realizador renunció a hacerlo: “Porque ya sabía cómo iba a ser todo. Tenía todo pensado. Y de golpe me di cuenta de que no tenía sentido filmarla. El rodaje hubiera sido, apenas, pasar la película por la cámara, y eso no me interesa”. Toda una declaración de principios.

EL VIAJE Si el final de A través de los olivos demostraba que el ojo humano (y por lo tanto el de la cámara) no puede verlo todo, en El gusto de la cereza son los “agujeros” del relato los que obligan al espectador a un trabajo de llenado. En sentido contrario al del cine standard (que manipula la mirada del espectador ofreciéndole toda la información necesaria para llenar una línea de puntos dibujada de antemano), Kiarostami se niega a ir más allá de lo que ve la cámara, resiste toda tentación omnisciente y obliga al espectador a bajarse del caballo al que Hollywood y sus repetidoras lo montaron. No hay otra fuente de conocimiento que no sea el viaje, y el film lo hace literal. Los elementos son mínimos, sólo los indispensables, y se van develando en el curso de trayecto: una camioneta, un chofer en busca de algo, sus sucesivos acompañantes. En términos “ortodoxos”, el nudo de la cuestión tarda “mucho” en revelarse, por la sencilla razón de que la propuesta que el protagonista tiene para hacerles a sus candidatos es absolutamente singular, y por lo tanto es sucesivamente malinterpretada. Incluso cuando el señor Badii (hasta el nombre del personaje es dado bien avanzado el relato) logra verbalizar sus intenciones, siguen quedando afuera los motivos que tiene para buscar algo tan chocante como el suicidio (para peor, un suicidio asistido). Esos motivos nunca terminarán de conocerse, tal vez porque resulta imposible conocer a fondo las razones del otro. “Puedes querer entenderme, y hasta quizás puedas sentir compasión por mí, pero nunca podrás sentir lo mismo que yo siento”, dice Badii a uno de sus acompañantes. Por esta clase de imposibilidades en las relaciones interpersonales se ha comparado a Kiarostami con Michelangelo Antonioni, el cineasta por excelencia de la incomunicación. Pero en Antonioni la incomunicación era producto de la alienación urbana, mientras que en Kiarostami parece obedecer a algo más básico y por lo tanto más radical: costumbres ancestrales, diferencias de clase o motivaciones íntimas, que escapan a la razón.

DE ESTE Y DEL OTRO LADO Hay sin embargo, en El gusto de la cereza, una posibilidad de diálogo casi mágica, providencial, entre el señor Badii y el último pasajero que levanta en su recorrido. Se trata de un anciano, que puede dialogar con el suicida en potencia porque él mismo, una vez, estuvo al borde del suicidio. El hecho de que el anciano trabaje como taxidermista habla claramente de que la mirada de Kiarostami, aun ante una situación tan potencialmente dramática, no excluye el humor, del color que sea. U otra escena en la ruta, donde un chofer le grita al protagonista, luego de una maniobra peligrosa en la ruta: “¡Dónde vas, loco! ¿Querés matarte?”. Otra diferencia radical con Antonioni, a quien el humor parecía estarle vedado. Si ese diálogo in extremis de Badii y el anciano cerca del fin de la película sirve para “salvar” al protagonista o no, es una respuesta que Kiarostami se cuida muy bien de no contestar. Sus finales suelen quedar abiertos, y El gusto de la cereza no es para nada la excepción a esta regla. En lugar de una respuesta, el misterioso iraní prefiere, una vez más, recordarle al espectador, de un modo que no será revelado aquí que lo que está viendo, aunque se parezca muchísimo a la realidad, es sólo una película, monitoreada en video. Una película de Abbas Kiarostami. O sea, una que no se parece a ninguna otra.