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UNA HISTORIA DE LOS TANGUEROS JUDIOS 

Tango que me
hiciste goy..
.

A pesar de que en el ambiente del tango el grado de antisemitismo era muy inferior al que prevalecía en la sociedad argentina entre 1910 y 1960, sólo en muy pocos casos un judío sería primera figura tanguera: director de orquesta o cantor. La mayoría permane-ció en el anonimato, como instrumentistas que el gran público no identificaba. El libro Tango judío (del ghetto a la milonga), de Julio Nudler, rescata del olvido un sinfín de historias secretas y anécdotas hilarantes o terribles, que aspiran a explicar por qué, siendo tan buenos músicos, ninguno de esos tangueros terminó siendo una figura fundamental de “nuestra música ciudadana”.


Los judíos y el tango se vieron la cara por primera vez en los prostíbulos, en aquellas primeras décadas del siglo XX en que La Varsovia (luego rebautizada Zwi Migdal) se erigió en la mayor organización rioplatense de rufianes. La inmigración seguía trayendo entretanto violinistas judíos de Polonia, Rusia o Rumania, que encontraban un camino natural de ingreso al tango como medio de vida y como incorporación al nuevo entorno social. Los barrios judíos -Balvanera, Abasto, Villa Crespo, Paternal- fueron los barrios de tango por excelencia. Pero los padres de esos violinistas habían ambicionado para sus hijos la gloria de un Jascha Heifetz, y sintieron decepción, rabia o resignación al verlos convertidos en oscuros violines de fila de humildes orquestas típicas, tocando en brumosos palcos de café o en algún cabaret del pecaminoso Bajo porteño.

El tango significaba además una amenaza de asimilación, de dilución de la identidad judía, temor siempre presente aunque en dosis que dependían de la ideología familiar. Hubo casos como el del bandoneonista Luis Zinkes, de la orquesta de Francisco Lomuto, que se convirtió al catolicismo, pero la mayoría de los judíos volcados al tango conservaron sus rasgos distintivos de identidad, incluido el idisch. De todas formas, y a pesar de que en el ambiente del tango el grado de antisemitismo era muy inferior al que prevalecía en promedio en la sociedad argentina entre 1910 y 1960, la diferencia de ser judío se manifestaba plenamente en el tango: sólo en pocos casos el judío será primera figura, director de orquesta o cantor. La mayoría permanecerá en el anonimato, como instrumentistas que el gran público no identifica.

Los seudónimos también contribuyeron a ocultar el enorme aporte judío al tango. En el caso de los cantores, casi ninguno adoptó un nombre artístico que también sonara israelita. “Si querés cantar tango no podés llamarte León ni Zucker”, le aconsejó Celedonio Flores al hermano mayor de Marcos Zucker, que entonces se rebautizó Roberto Beltrán. Cada Abraham se puso Alberto, cada Israel Raúl. Noiej Scolnic eligió ser Juan Pueblito. Isaac Rosofsky se reinventó como Julio Jorge Nelson. El tango acogía con gran disposición y desprejuicio al judío, a condición de que disimulara un poco su origen.

Autores de obras teatrales tan antisemitas como Judío, de Ivo Pelay, o El barrio de los judíos, de Alberto Vaccarezza, no trasladaron a sus muchas letras de tango ese odio. Otros escribieron tangos antisemitas, pero fueron pocos y no exitosos. En todos los rubros del tango hubo judíos, en ocasiones como protagonistas decisivos. Figuras como Julio Korn (edición de partituras y arreglos), Max Glücksmann (discos y concursos), Jaime Yankelevich (radio) y el clan Rubinstein (un auténtico holding tanguero), entre otros, propagaron el tango con visión empresaria y le dieron una verdadera proyección industrial. Pero en lo estrictamente artístico, desconcierta comprobar que no hubo ningún judío entre las figuras auténticamente definitorias, culminantes del género. Ningún Arolas, Bardi, Firpo, Cobián, De Caro, Laurenz, Troilo, Galván, Pugliese, Salgán, Piazzolla, Cadícamo, Discépolo, Manzi, Gardel, Charlo, Mercedes Simone, Libertad Lamarque...

Si los judíos eran en general buenos músicos, superiores al promedio y en muchos casos excelentes (Gosis, Kaplún, Bajour, Spitalnik, Medovoy, Abramovich y otros), ¿por qué no integró ninguno de ellos la selecta nómina de los fundamentales? Tango Judío (del ghetto a la milonga) busca, para ésta y otras preguntas, respuestas que a veces se caen de historias como las que siguen.

Mi locura Al violinista Samuel Dojman, nacido en un inquilinato en 1912, lo llamaban Milo. El sobrenombre se lo puso una vecina francesa que lo amamantó, como una derivación de Schmil (Samuel en idisch), que es comosus padres lo llamaban de chico. Dojman, ya de grande, tenía que soportar que los muchachos de las muchas orquestas de tango en las que tocó lo cargaran cantándole el estribillo de “Esta noche me emborracho”: ¡Y pensar que hace diez años / fue Milo cura!

El solista rojo El notable bandoneonista, compositor y arreglador Ismael Spitalnik, “recursero” del Partido Comunista, no deseaba tocar en ninguna orquesta, ni siquiera en la del camarada Osvaldo Pugliese. Pero a fines de 1955 murió el bandoneonista Roberto Peppe, también del PC, y su deceso alteró el inestable equilibrio que existía en las filas del conjunto entre comunistas y apolíticos. Spitalnik recibió entonces la orden de ingresar en la orquesta para impedir que los del Partido quedasen en minoría. A Pugliese, en realidad, no le parecía mal que varios de sus músicos no fueran comunistas, porque para él la orquesta era como un movimiento de masas, que debía albergar distintas fuerzas políticas.

El tango soy yo “¡Es mentira que el tango ha muerto; yo lo voy a matar!”, exclamaba el actor Marcos Caplán en los años 40, desde el escenario del Teatro Maipo o del desaparecido Buenos Aires, y comenzaba a destrozar vocalmente “La mariposa” o algún otro suceso de la época.

Alias Gardelito En el cabaret Pelikan, de la calle Montevideo, donde actuaba en 1930 la orquesta rejuntada por Domingo Precona, sábados y domingos por la noche bajaban la cortina, señal de que habían llegado los capitalistas de juego de Avellaneda. Una de esas noches se coló Gardelito, un pibe que cantaba tangos al derecho o al vesre por las mesas y pasaba la gorra. Una barra exigió que lo echaran. Otra lo defendió. Al rato, la discusión había degenerado en trifulca. Ese chico, que se escurrió del lugar sin que ya nadie reparara en él, era Marquitos Zucker.

Enemigo íntimo Gregorio Surif fue designado primer violín del Maipo. Y aunque nunca había conocido tanta prosperidad, el fascismo que se respiraba en la atmósfera de esos primeros años 40, mientras los nazis arrasaban Europa, le infundía miedo. Para colmo, en la orquesta del teatro había un flautista sudtirolés, manifiestamente nacionalsocialista, llamado Stefan Eitler. Sólo había que cambiarle la E por una H... Curiosamente, en un libro dedicado al forzado exilio austríaco (“Wie weit ist Wien”, de la editorial Picus, publicado en castellano como Qué lejos está Viena) se incluye a Eitler como emigrado de Hungría en 1936, para huir del régimen pronazi de Horthy.

Amigos son los amigos Al violinista Pedro Sapochnik, Aníbal Troilo -que creó su orquesta en 1937- lo llamaba Petrovich por no decirle ruso. Con Pichuco y con el cantor Francisco Fiorentino solían ir a jugar picados en Avellaneda. Pero también sabían rumbear hacia allí porque en Pavón al 400 tenían su casa de juego los Ruggerito, hermanos del pistolero Juan Nicolás Ruggero, asesinado en 1933, y como él protegidos del caudillo conservador Alberto Barceló. Para entrar al garito era preciso comprar 20 pesos en fichas. Cuando el trío resolvía retirarse, uno de los Ruggero, habitués del Marabú, donde tocaba Troilo, los llevaba en su automóvil hasta cruzar el puente de Barracas sobre el Riachuelo para que no los asaltaran. Los matones sabían cuidar a sus amigos.

Tovarich Natalio Finkelstein ingresó con su violín en 1945 en la orquesta del bandoneonista Jorge Argentino Fernández, con quien atravesó una experiencia muy dura: tocar en un acto de la Alianza Libertadora Nacionalista, de virulento antisemitismo. Natalio, el único judío de la orquesta y seguramente de toda la concurrencia, quería escapar de allí, notener que seguir escuchando esos cánticos nazis. Pero Fernández lo tranquilizaba: “Quedáte, tovarich, que no pasa nada”.

Tan lejos, tan cerca El temperamento artísticamente ambicioso del pianista Gustavo Beytelmann, nacido en 1945 y emigrado a Francia en 1976, no se conformaba con ser alguien que escribe bien la música de tango. Debía llegar a ser un virtuoso de la concepción del tango. ¿En qué medida lo logró, cuánto le queda por andar? Al respecto recuerda aquella historia de los dos judíos que se encuentran en el Himalaya, y Samuel le dice a David: “¡Qué extraordinario habernos encontrado tan lejos!”, y David le pregunta: “¿Tan lejos de dónde?”.

Pantalón cortito Cuando David Murstein entró en 1958 a la orquesta del pianista Fulvio Salamanca andaba muy mal de plata, por lo que no se le ocurrió quejarse de aquel traje-uniforme que lo obligaron a ponerse, heredado de un violinista anterior, de torso más largo y piernas más cortas. Por tanto, a David el saco le caía hasta las rodillas y el pantalón no le llegaba a los tobillos. Julio Sosa, que andaba por ahí, lo miró así, disfrazado, y le dijo: “¿Sos nuevo, no? Tenés cara de bueno. Dentro de poco vas a ser un hijo de puta, igual que todos nosotros.

Fahrenheit 451 A partir de 1974, durante la época de José López Rega, el violinista Bernardo Prusak recibió amenazas de la Triple A. En 1976, ya establecida la dictadura militar, resolvió quemar su biblioteca: de un departamento del quinto piso se habían llevado a un pastor evangélico y médico, que reapareció a los 17 días gravemente torturado. Bernardo fue arrojando uno por uno sus libros al incinerador, sin una lágrima. De nuevo la historia repetida: en 1938, en la Noche de Cristal, el gigantesco pogrom montado por el nazismo, se hicieron hogueras con los libros de los judíos.

Te estoy mirando José Pepe Basso era un amante apasionado, machista y posesivo. Tenía en el cabaret una mujer que, renuente, sólo lo veía como una aventura. Un día de fines de los 40 subió hasta el departamento de la frívola, en un segundo piso junto al cine Metropolitan, y le derribó la puerta, desesperado por comprobar si lo traicionaba. Sin embargo, él admitía que ella, dentro del Petit Salón, hiciese su trabajo de prostituta. Sentado al piano, mientras comandaba con los bajos el compás y tejía el canto con la diestra, atisbaba el palco donde su amada entretenía a algún juerguista, y hasta podía soportar la visión de la cortinita que el cliente deslizaba por el barral, sabiendo lo que eso significaba. Lo que el compositor de “Rosicler” no toleraba era que ella tuviese otro hombre fuera del cabaret.

Dos veces siete La amistad entre Pedro Laurenz y Samy Friedenthal llegó al punto de celebrar un pacto de sangre en una isla del Tigre, jurando ayudarse a morir con dignidad si uno de los dos padeciese algún mal incurable. Y la oportunidad de cumplir la promesa llegó. Laurenz agonizaba entre grandes sufrimientos en el Sanatorio Anchorena, condenado por un cáncer de estómago. Samy le pidió a una enfermera que lo ayudase a morir, pero se rehusó. “Si ella no lo hace, lo haré yo”, les dijo a sus íntimos. Al día siguiente Pedro ya no recuperaba el conocimiento. Entonces una enfermera se acercó a Samy para decirle que podía entrar a la habitación del enfermo y permanecer a solas con éste. Nadie lo molestaría. Veinte minutos más tarde, Laurenz había muerto. Era el 7 de julio de 1972. También un 7 de julio, seis años después, murió Samy de un enfisema pulmonar.

Cómo dijo que se llama Un día, en 1967, Mario Abramovich le ofreció a Mauricio Svidovsky (en realidad Moisés Isaac S.) intervenir en una grabación con la orquesta de Enrique Rodríguez. Había que regrabar el exitosísimo “Amor en Budapest” en los viejos estudios de Odeón. Rodríguez pidió un atril, y todos se preguntaron para qué lo necesitaba. Pronto lo supieron: quería apoyar sus anteojos. Otra vez, mientras ensayaban en Radio Belgrano, le preguntó a Mauricio cuál era su apellido. Cuando lo escuchó, repitió como para sí mismo: Bidosqui. “Está bien, no se haga problema”, le dijo como para tranquilizarlo, y continuó el ensayo.

¿No quiere bailar conmigo? El editor Julio Korn conoció a Cecilia, su futura mujer, en el Club de la Marina. Un año después, en 1928, la volvió a encontrar en el Hospital Israelita, en circunstancias un tanto ridículas: de un lado estaban los enfermos, gimiendo en sus camas, y del otro se danzaba alegremente, al ritmo de una orquesta, en una fiesta organizada para recaudar fondos destinados a construir un nuevo pabellón. Entre la algarabía, un tal Luis le pidió un tango a Cecilia, pero ésta lo rechazó con cruda franqueza: “Usted lo baila tan mal -le dijo- que es una pena.” La chica oyó entonces una voz que le decía desde atrás: “Yo bailo muy bien el tango. ¿No quiere bailar conmigo?” Al darse vuelta reconoció a Julio. “¿Y su novia?”, le preguntó Cecilia, que lo había visto con una chica. “Yo no tengo novia”, respondió él. Y aquellos dos, unidos por el tango, no se separaron más.

Adecentando al gaucho La letra que Juan Andrés Caruso escribió, sin apelar a ningún término lunfardo, para “Sentimiento gaucho”, con música de Francisco y Rafael Canaro, fue, como tantas otras, minuciosamente adecentada por los censores, según puede apreciarse en la versión grabada por Nelly Omar con Francisco Canaro en 1947. Así, el personaje de la historia no es ya un “borracho” sino simplemente un paisano, que no está “todo sucio, harapiento” sino “entre sombras de pena”. El relato de su desgracia también cambia. Si en la historia original cuenta que la mujer se le ha ido “con un hombre que la supo seducir”, en la versión exorcizada se ha marchado “tras un sueño que no supo resistir” (lo cual tampoco está bien, porque no hay que ceder a la tentación de realizar los sueños). El resto de la letra se amolda a este cambio argumental. Se suprime la referencia a la traición y, sobre el final, donde Caruso reflexiona que “por celos a un hombre se puede matar”, sólo se señala que “a veces un hombre a otro puede enfrentar”, lo cual es indiscutible.