La situación es siempre la misma: hay una guerra y hay alguien que no está ahí, pero que quiere ir. Y ver qué pasa. El primer corresponsal de guerra de los tiempos modernos se llamó William Howard Russell, un energúmeno que aprendió fotografía, montó un cuarto oscuro en la parte de atrás de una carreta y, en 1854, empezó a cubrir la guerra de Crimea para el Times londinense. Un año después, sus despachos desde el frente inspiraron a un tal Roger Fenton que, acto seguido, fue a Crimea para opacar a Russell y convertirse en el primer corresponsal estrella. Diez años después, las fotos de Fenton inspiraron a su vez a Mathew Brady durante la guerra civil norteamericana, quien organizó a todos los fotógrafos en el frente para conseguir la primera cobertura mediática que tuvo una guerra en la historia. A partir de entonces, cada vez que hubo una guerra, hubo una foto. Así, la declaración de la Primera Guerra Mundial corrió casi tan rápido como la foto del cadáver todavía tibio del archiduque Ferdinando. Después vinieron las trincheras de Verdún, las primeras tomas aéreas (no fueron los servicios de inteligencia sino los periodistas los primeros en fotografiar una guerra desde el cielo), el cuerpo todavía caliente de un republicano durante la Guerra Civil Española (cuando Robert Capa captó por primera vez el momento exacto en que un soldado recibía un balazo y moría), los espectros rusos retrocediendo en Stalingrado, el cielo del Rin salpicado por cuarenta mil paracaidistas, las playas de Normandía vistas desde las barcas anfibias, los alambres de púa rayando las fotos de Auschwitz, los cadáveres hirvientes de Hiroshima, el jefe de Policía de Saigón volándole los sesos a un militante del Vietcong.
Todo eso hasta Vietnam, cuando llegó la televisión, y un soldado podía aparecer en cámara ahora vivo, y ahora muerto. Y los corresponsales dejaron de ser los ignotos paparazzis que apuntaban sus flashes sobre el lado más oscuro del mundo. Ahora eran la cara más visible -y, en muchos casos, la única reconocible- de una guerra. Pero desde las imágenes algo tardías reveladas en la parte de atrás de una carreta hasta el vía satélite en vivo y en directo del cielo de Bagdad pintarrajeado por marcadores fosforescentes, la situación es siempre la misma: hay una guerra y hay alguien que no está ahí, pero que quiere ir. Y ver qué pasa.
Esa es la madre de todas las preguntas: ¿qué pasa por la cabeza de alguien que va a la guerra sin que lo lleven? Hay días en los que somos completamente conscientes de que nuestro trabajo es inútil, pero nunca nos preguntamos por qué fuimos, dice Jim Clancy, corresponsal de la CNN que entró y salió de Malvinas, Líbano, Beirut, Afganistán, Kuwait, Bosnia y Somalía, y que hace diez días pasó por Buenos Aires para presentar el documental Muriendo por contar la historia. Cada guerra tiene una historia que la define para la gente. Y eso es lo que te hace ir y te hace volver: todos queremos conseguir esa historia por la cual esa guerra va a ser recordada.
¿QUE HAGO YO ACA? Nuestras cifras, entre muertos, heridos y desaparecidos, según pudo corroborarse a las dos de la tarde de hoy, son: entraron en combate 607, volvieron del combate 198, perdimos 409 (William Howard Russell, en el primer despacho de guerra de la era moderna, durante la Guerra de Crimea).
LA PRIMERA VEZ Una primera hipótesis: los corresponsales de guerra son gente que, básicamente, hace cosas estúpidas. Como treparse a una terraza a la vista de cuanto francotirador haya en Sarajevo para conseguir una panorámica. O desembarcar en la playas de Normandía. O cruzar de punta a punta un desierto minado, para entrevistar a la única sobreviviente de una masacre. Clancy dice que sí, que básicamente hacen cosas estúpidas. Ergo, los mejores corresponsales son los que hacen las cosas más estúpidas y vuelven para contarlo. Pero el asunto es el contagio: cuando cada uno de ellos vuelve, siempre hay otro ávido por partir y conseguir una foto mejor y más exclusiva. Según las estadísticas que llevan los mismos corresponsales, dos tercios de los periodistas caídos en diferentes guerras murieron durante sus primeras setenta y dos horas en el frente. Ergo, el secreto está en aprender a no hacer estupideces lo más rápido posible.
Si se les pregunta, es probable que todos los corresponsales del mundo señalen que El Bar es el lugar donde aprender más rápido los trucos básicos para salir vivo de ahí: La primera guerra que me tocó fue la de Beirut. Y lo primero que me dijeron cuando llegué fue que me quedara en el bar del Hotel Alexander todo lo que pudiera. Pero el bar estaba igual de destruido que el resto de la ciudad: incluso de una pared colgaba un pedazo de auto que se había incrustado durante una explosión. Esa es la primera de las tres lecciones básicas que te enseña el bar: cualquier lugar es peligroso. Después aprendés los códigos: dónde hay minas explosivas, por qué callejones mejor no pasar, a quién preguntarle qué. Y al final, aprendés cómo hay que acercarse: nadie puede cubrir una guerra si está en el medio; lo mejor es acercarse desde el costado hacia el centro: ésas son las mejores fotos. Recién entonces, con estas tres lecciones bien aprendidas, es conveniente salir del bar.
¿QUE HAGO YO ACA? Cuatro premisas que hasta ahora me mantuvieron viva: 1) nunca fotografiar a un ejército en retirada; 2) nunca desafiar las órdenes de un comandante; 3) nunca confiar en un rifle AK-47 de más de once años de antigüedad; 4) no hay foto que valga tu vida, porque mañana puede haber una mejor (Jacqueline Arzt Larma, de Associated Press).
LOS MITOS En la recientemente estrenada Bienvenidos a Sarajevo, caricaturas de periodistas se la pasaban en el bar. Clancy vio la película y le pareció una verdadera basura. A los corresponsales de guerra nunca les gustan las películas sobre corresponsales de guerra. Ni el romance indonesio de Mel Gibson y Sigourney Weaver en El año que vivimos en peligro, ni la tragedia siberiana de Warren Beatty y Diane Keaton en Reds. Ni ninguna otra. Para empezar, los galanes en esas películas son siempre los que acaban de llegar a esa guerra, los nuevos. Pero, en la realidad, básicamente somos siempre los mismos treinta. Y otra cosa: en las películas los periodistas nunca trabajan. Se pasan el día cogiendo, tomando en el bar y mandando historias monumentales para las que no investigaron una mierda. Según Clancy, los corresponsales cogen poco durante la guerra. Los de la Cruz Roja, en cambio, no. Es increíble, los tipos y las mujeres de los organismos no gubernamentales que se ocupan de los enfermos y los heridos la pasan genial. A veces creo que los nenes blancos se enrolan porque es la manera más rápida de encamarse: la fucking Cruz Roja. El documental de la CNN es sobre corresponsales. Es decir: de coger ni hablar.
¿QUE HAGO YO ACA? Paso horas tirado en la cama sólo mirando el mapa en la pared. Está por terminar 1967 y ni siquiera los mapas más detallados revelan mucho; leerlos es como tratar de leer la cara de los vietnamitas, y eso es como tratar de leer el viento (Michael Herr, en Vietnam).
LOS MEJORES El documental Muriendo por contar la historia está producido por la madre de Dan Eldon, un fotógrafo de veintidós años de la agencia de noticias Reuters que murió en 1993, apedreado, en Somalía. Viendo el documental pasa algo raro: uno siente que está viendo un seleccionado de estrellas en un partido a beneficio. Todos acceden a ciertos rasgos de humildad en pos de la causa, pero no por eso pierden oportunidad de medir trucos y comparar cicatrices. Por ejemplo: Martin Bell, estrella durante años de la BBC, se pavonea de no haber ido nunca a una guerra sin tapones para los oídos y un arsenal de cordones. Clancy, estrella de la CNN, se pavonea de que eso le parezca lisa y llanamente una estupidez. Nadie lleva eso a una guerra. Con los años, hasta dejás de llevar amuletos. A lo sumo, fotos de tus hijos. Si no, terminás siendo como los que se sacan fotos con la guerra como telón de fondo. Uno va ahí para otra cosa. No para hacer de turista japonés.
¿QUE HAGO YO ACA? Un 90 por ciento del tiempo que estás en una guerra te la pasás esperando, completamente aburrido. Después tenés un 7,5 por ciento de miedo y corridas, para al final tener un 2,5 por ciento de acción (Carlos Mavroleon, de ABC News).
EN EL AIRE Los corresponsales entran y salen de las guerras con lo puesto, con los videos o las fotos que consiguieron, y sin mucho para contar. De vuelta en casa nadie quiere realmente demasiados detalles, cuenta una voz en off durante el documental, a manera de inconsciente colectivo de los corresponsales. Ni siquiera la familia o los amigos. Se contentan con que volvamos enteros. Apenas volvió de Beirut, Clancy intentó contarle a cada persona con que se encontraba lo que había visto. Conclusión: los amigos lo querían ver cada vez menos. La última vez que intentó contarles algo fue en el 83: él estaba con una curita en la frente y alguien le preguntó qué le había pasado. Clancy contestó que acababa de llegar del Líbano. El amigo dijo: Ah, yo llegué ayer de las cataratas del Niágara. Desde entonces, sólo cuenta anécdotas cuando en una reunión hay alguien con quien él no quiere estar. Entonces empieza a contar y la gente se va.
Igual, aunque quisiera, hay cosas que son imposibles de contar, cuenta Clancy. Por más kilómetros de video que se filmen o fotos que se publiquen hay algo que siempre falta: el olor. A pólvora de artillería. A carne chamuscada. A tripas con tres días a la intemperie. Cuando un misil está cayendo, se oye un silbido muy agudo que se acerca. Eso sí sale en el audio. Pero hay algo previo, que ningún micrófono llega a captar: cuando uno de esos misiles se está acercando, se oye el golpeteo intermitente que hace el combustible cuando se acaba. Si oís eso, es porque enseguida llega el silbido. Y no tenés la menor idea de dónde viene ni dónde va a explotar, y ya está demasiado cerca como para esconderte. En Ruanda estuve en el monasterio jesuita donde hacía menos de un día habían matado a todos los sacerdotes. Las puertas estaban tiradas abajo a machetazos y había pedazos de carne incrustados en las paredes. Sin exagerar: en el aire todavía se sentía el terror que habían tenido los tipos del otro lado de las puertas antes de que las tiraran abajo. Después de eso, en menos de cien días el gobierno masacró a casi un millón de personas. Los perros comían carne humana, circulaban en jaurías entre las pilas de cadáveres desparramados en las calles. Los soldados disparaban contra los perros, el país entero había enloquecido. Eso no sale en la televisión. ¿Cómo se transmite eso? ¿A quién se lo cuento? ¿Tengo derecho a decírselo a mi familia cuando vuelvo de un lugar así?
¿QUE HAGO YO ACA? Es poco lo que se puede hacer. Lo único es tratar de levantarles el ánimo, hacerlos reír, darles cigarrillos o caramelos. Y se los puede fotografiar, para hacerles saber que a alguien le importa. Sólo un idiota puede esperar algo más (Frank Capa en la Segunda Guerra Mundial).
ESTAR CERCA ES MUY BUENO Frank Capa es quizás el más legendario de los fotógrafos de guerra. Estuvo en España, en la Segunda Guerra, en Corea y en Vietnam. Alguna vez, para goce y tortura de quien siguiera sus pasos, dijo: Si tus fotos no son lo suficientemente buenas, es que no estuviste lo suficientemente cerca. Capa nunca volvió de una guerra sin buenas fotos. Y nunca volvió de Vietnam por acercarse demasiado. Clancy venera a Capa: Hoy hay zooms con los que se pueden conseguir primeros planos desde trescientos metros. Pero cualquiera que estuvo en una guerra sabe que no es lo mismo. Ya te lo dije: aunque no salga, hay que intentar fotografiar el olor.
¿QUE HAGO YO ACA? En una guerra, un hombre puede ser destruido, pero no vencido (Ernest Hemingway, en la Guerra Civil Española).
EL ALMUERZO DESNUDO En uno de los almuerzos de Clancy en Buenos Aires, una señora le preguntó, para distender el ambiente, qué le parecía la ciudad. La última vez que Clancy había estado en la Argentina fue en 1982 y, cuando fue a la Plaza de Mayo, quedó atrapado entre los balazos de goma de la policía y los monedazos de la gente. Su respuesta a la señora fue: Muy linda. Hoy salí a caminar y a las pocas cuadras me imaginé que explotaba una bomba. Y enseguida pensé dos cosas: dónde podía esconderme y desde dónde conseguiría las mejores imágenes. Clancy es, decididamente, una montaña de taras que, cada vez que vuelve de la guerra, intenta disimular. Como los buzos, o como esos científicos que son desinfectados al salir de un cuarto radiactivo, el Método Clancy consiste en descomprimir la presión pasando dos días de pesca y borrachera con su equipo en algún lugar sumamente pacífico. Dos días normales. Quizás hasta demasiado normales: Si no, al llegar a casa es imposible que te vuelva a preocupar si la canilla gotea. Aun así, hace falta menos de una gotera para sobresaltarlo. Clancy es un cúmulo de los actos reflejos que lo mantienen vivo en la guerra: pesa en la palma de la mano las monedas locales para saber si sirven como proyectiles contra la policía o el ejército. Evita ventanas y puertas de vidrio. Chequea que toda escalera que baja tenga salida a la calle. Al entrar en un cuarto automáticamente busca el mejor refugio en caso de bombardeo.
¿QUE HAGO YO ACA? Quédate donde estás. Si no te dieron es porque no te vieron. Y si te mueves es probable que te vean (John Steinbeck a Robert Capa, antes de la batalla de Salerno, durante la Segunda Guerra).
LOS CHICOS DE LA GUERRA Durante el año que estuvo en Somalía, a Clancy casi lo mató un chico de once años armado hasta los dientes que formaba parte de una banda dedicada a asaltar periodistas. ¿Cuál fue el problema? Que ellos sabían que nosotros íbamos. Sabían que el mundo iba a invertir mil millones de dólares en ese país. ¿Y qué es lo primero que ven de ese dinero? Un complejo brutal con aire acondicionado, agua corriente, pileta y cine. Todo lo que nunca habían tenido. Pero había un problema: estaba cercado con alambre de púa y era de uso exclusivo de las Naciones Unidas. El dinero para comprar comida para somalíes terminó como sueldos de empleados europeos de la ONU. ¿Cómo no iban a querer robarnos? Era de ellos.
¿QUE HAGO YO ACA? Nos metimos en un barrio de Saigón con un equipo de la televisión alemana. Nos dijeron que, al escapar, corriéramos un alemán y un argentino por cada vereda. Así, si nos mataban, por lo menos un argentino y un alemán iban a volver para contar la historia (Andrés Percivale, en Vietnam).
NADIE QUIERE IR GANANDO3 En los últimos diez años, murió un periodista por semana a causa de los distintos conflictos bélicos. Según Clancy, esa cifra tiene relación con un par de cambios significativos en la guerra. El fervor de antaño por difundir las heroicas acciones de un ejército contrasta con la actual reticencia a cualquier tipo de cobertura. El punto de inflexión fue Vietnam. Hasta entonces, gran parte de los periodistas se movía en la guerra con las tropas, cubriendo un solo lado del conflicto. En Vietnam, la prensa empieza a juzgar los delirios militares de su propio país: Ahora se cubre la historia de los dos lados y es lógico que a un país eso no le caiga simpático: nosotros, con CNN, estuvimos en Bagdad con el enemigo. Eso no se había visto nunca. Pero ahora el problema es que los dos bandos intentan manipular a los periodistas. Por eso cuando nos reciben diciéndonos Bienvenidos a mi país, sabemos que no vamos a poder sacar una puta foto. Excepto, claro, de lo que tratan de montar para que filmemos. Eso fue en gran medida lo que lograron los musulmanes de Bosnia: mostrarse como masacrados. Y ése fue el gran error que cometimos. Hubiésemos salvado muchas más vidas si, en vez de estar donde caían las bombas, hubiésemos estado con los que las tiraban. Hoy en día, cuando se filma a las víctimas con tanto detalle, todos tienen pavor de aparecer atacando al enemigo, por más que sea una guerra. En Ruanda, el único tipo al que pudieron declarar culpable fue el primer ministro, porque lo filmaron entregando armas. Por eso, nadie quiere ir ganando.
El segundo cambio durante estos últimos años es la velada transformación idiomática de las entonces guerras en zonas de conflicto. Por ejemplo: lo de Somalía no es una guerra; ni siquiera una guerra interna. Para las Naciones Unidas es una zona de conflicto. Así, nadie va ganando la guerra, sino que va avanzando en el proceso de paz. Según Clancy: Esos matices de los diplomáticos y la prensa se deben a que ya no hay peligro de que estalle una verdadera guerra: para el Primer Mundo, ni Rusia ni China van a amenazar con la Bomba por un conflicto entre tribus somalíes. Pero el verdadero problema es que la infraestructura es la misma que la de la Guerra Fría: por eso, cuando la gente se muere de hambre en Somalía, mandan a los Marines, entrenados para sacar a los soviéticos de Europa.
¿QUE HAGO YO ACA? Estuve siguiendo al ciego desde que salió de la mezquita. Tengo una obsesión con ese ciego, porque mi trabajo es cien por ciento visual. Por eso, en realidad, siempre sigo a un ciego si tengo tiempo (Dan Eldon en Kenya).
MORIRSE DE RISA Después de presentar el documental y hacer de entrevistador entrevistado durante una semana, el corresponsal está sentado a una mesa con otros corresponsales, y cada uno cuenta las anécdotas que sólo pueden contar entre ellos, cosas que nunca se publican ni salen al aire pero que ellos tienen impresas del lado de adentro de los párpados. Cuentan anécdotas como si cambiasen figuritas. Cuentan y se ríen. Cada tanto, uno mira al que no es corresponsal y le dice: Eso no lo pongas. La idea es que la gente sepa que hay una guerra, no que vomite. Y se vuelven a reír. Y si les preguntan, le echan la culpa a la adrenalina. La adrenalina tiene algo muy gracioso. Cuando llega a ciertos niveles, te empezás a reír. Y si los corresponsales son varios, en medio de un bombardeo podés ver a cinco, seis o diez tipos matándose de risa. Es más, en ese momento en el que estás completamente fuera de control, pocas cosas te producen tanta risa como ver que te están disparando y que las balas no te pegan. En el momento en que te empezás a reír, descubrís que ser corresponsal de guerra ya se te volvió una adicción. Significa que ya vivs en dos mundos completamente aparte y que, para descomprimir los recuerdos de uno de ellos, vas a necesitar volver al otro y poder hablar con alguien de todo eso.
QUE HAGO YO ACA? Cuando volv a Nueva York, todo era demasiado magnfico. No haba cadáveres que esquivar en la calle. Ni oleadas de refugiados yendo de un lugar a otro. No lo pude aguantar. Me quedé encerrada en casa durante una semana (Christiane Amanpour en Ruanda).
EL CRACK-UP Corinne Dufke, fotgrafa de Reuters, se quebr la mañana que explot una bomba en el mercado de Sarajevo y vio una pierna ortopdica tirada en el suelo, y pens: Hay un tipo que probablemente ya perdi la pierna en esta guerra, y ahora perdió la prtesis. Hace quince aos, en Beirut, Sam Ku estaba haciendo una entrevista a una mujer que le contaba cmo acababan de acribillar a su familia cuando una bala, sin rozar a Ku, cort a la mujer en dos. Ku se levant, fue al hotel, hizo la valija y se retir como corresponsal. Aunque Clancy todava no fisuró tanto como para no volver ms al frente, ni planea retirarse, s pretende un ejercicio selectivo de su profesin. Para seguir juntando ancdotas que no podr contar a nadie, y as tener la excusa perfecta para volver y charlar con los mismos treinta de siempre, dice, sealándose la sien con un dedo que gira como si quisiese perforarle el cráneo. Pero hay algo que nunca hara: dirigir desde una oficina a un grupo de corresponsales. El tipo que manda tiene que estar en la guerra. No hay nada ms ridículo que escuchar por telfono satelital que un tarado pide fotos de un lugar al que es imposible llegar. Y antes de cortar te dice: Cudense.
Pero lo cierto es que, a veces, los corresponsales no se cuidan lo suficiente o se acercan un poco ms de la cuenta. Cuando un corresponsal muere, los dems le echamos a culpa a l. Es la mejor manera de seguir: decir que el idiota fue obviamente l, y que eso no nos habra pasado a nosotros, dice Clancy. Pero si, como escribi Platón, slo los muertos han visto el final de la guerra, los corresponsales muertos quiz no sean tan idiotas: quiz sean los que saben, en exclusiva, cul es la historia de esa guerra. Y quin ganó. Slo hay que esperar que transmitan.