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Vale decir


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Es cierto que, tanto la realidad como el cine, tienen la pésima costumbre de escapar a las explicaciones. Es cierto que nadie sabe de qué habla cuando habla de cine. Y menos del documental. Sin embargo, una de las claves posibles para ingresar en este mundo es el hecho de que el cine no fue inventado para contar ficción: las primeras imágenes registradas por los hermanos Lumière (o por su archienemigo americano Thomas Alva Edison) eran documentales. El arribo de un tren a una estación parisina, la demolición de una pared: el motivo por el cual se hacían películas. La vida misma como nunca se la había visto antes, esas cosas. Pero a menudo ocurría que estas pequeñas postales a manivela fracasaban en el intento de retratar acontecimientos a mayor escala. ¿Qué hacer entonces? El olfato del incansable Georges Méliès produjo entonces las “actualidades reconstruidas”, de las cuales Le sacré de Edouard VII á Westminster (1902) es la culminación de todo un estilo: rodado unos meses antes de la coronación, con la inestimable colaboración del maestro de ceremonias de la Corona, sugestivas maquetas y las actuaciones estelares de un empleado de lavandería y una corista encarnando a la glamorosa pareja real.

El cine pronto se dio cuenta de que no era necesario que las cosas ocurrieran -o siquiera que fueran posibles- para que pudieran ser mostradas a un público entusiasta. El cine descubrió que podía contar historias. Y se dedicó a ello con más y más entusiasmo desde que alcanzó la revelación: con las historias venía el dinero necesario para realizar más historias. El documental asumió entonces el rol de llenar los espacios en blanco: aquellos que al cine no le interesaba recrear o aquellos que el cine directamente desconocía (y que, obviamente, serían visitados a posteriori por el cine, en cuanto probaran verdaderamente tener valor).

Pero era inevitable que en algún momento -léase: cuando al cine de ficción se le acabaran varias ideas- los géneros volverían a cruzarse. Desprolijas cámaras en mano, saltos en el montaje y testimonios a cámara (sea de los amigos de la feliz pareja en Cuando Harry conoció a Sally o los complicados maridos y esposas allenianos) fueron algunas de las pocas novedades cinematográficas de la década. Con Forrest Gump el cine terminó de demoler las frágiles líneas divisorias entre géneros, realizando la operación inversa: adaptar la historia al servicio de la ficción. Méliès, un visionario.

En la Argentina, los documentales “de autor” siempre estuvieron enrolados en lo que se ha dado en llamar cine antropológico-etnográfico o en su defecto, en el cine de militancia. Pero según Carmen Guarini, directora (junto a Marcelo Céspedes) de Tinta roja, el panorama nunca ha sido demasiado alentador: “Yo no creo que existan formas de hacer cine argentino en general, ni de documental, ni de ficción. Lo único que existe es la obra de autores que marcaron ciertas líneas que han perdurado”. Y parece que la respuesta a estos problemas está flotando en el éter: desde el eterno La aventura del hombre, pasando por las indagaciones sociológico-patrióticas de “Historias de la Argentina secreta” hasta el enfoque simpaticón de “El país que no miramos”, la televisión argentina siempre ha tenido su cupo básico de documentales. Pero nunca ha pasado de eso: lo básico. Marcelo Céspedes ataca: “La televisión ayuda a confundir a los espectadores sobre qué esperar del documental. Porque hace 30 años, uno se iba con una Bolex hasta el fin del mundo y filmaba unos indígenas en forma nada cinematográfica, solamente descriptiva. No eran historias, sino temas: mientras más pobres los indios y más desprolija la imagen, mejor. Era la demanda del mercado, pero cuando la televisión pudo llegar al fin del mundo, se acabó el curro. Para contar historias hay que aprender cine”.

Sin embargo, Andrés Di Tella revela que las cosas no son necesariamente así en otras partes del mundo (y también que el dinero no lo es todo): “Fue muy importante para mí la experiencia de trabajar en la televisión pública de Estados Unidos. Eran diez programas sobre artistas latinoamericanos con un presupuesto de siete millones de dólares, y la televisión tiene un poder impresionante: la gente se abría de piernas, literalmente. Después de terminar me ofrecieron quedarme, y aunque fue una excelente experiencia trabajar con tantos recursos, me moría de ganas de volver, porque todo era un poco frío, impersonal: no se podía ofender a nadie. En uno de los programas había un montón de pequeñas ironías, y los asesores nos pidieron que las sacáramos porque podían ofender a los latinoamericanos. ¿Y yo qué soy?, les contesté. Quizás todo fue así porque era justo en el año ‘93, el momento del auge de lo políticamente correcto”.

En estos últimos años, el cable ha sido el bastión por excelencia del documental, con media docena de canales dedicados a su difusión pero apoyándose -salvo honrosas excepciones- en los documentales turísticos y de la naturaleza: esas infatigables voces en off capaces de convertir a Charlton Heston en un maestro de la versatilidad; paneos eternos y ampulosos; diferentes (y uniformemente encantadores) reencarnaciones de Bambi (o de los castillos de Europa); tono sedado. Un embole. Pero aun así, según Céspedes, hay luz al final del túnel: “La demanda de imágenes demasiado grande. El cable compra documentales porque el espectador está cansado de ver las películas repetidas 20 veces por mes. Pero para que las cosas mejoren de verdad, es necesario que haya una continuidad en la producción”.

Billy Wilder dijo alguna vez que el cine era como la vida, pero con las partes aburridas descartadas en la sala de montaje. Quizás el documental demuestre que esos left-overs son la mejor forma de rellenar los espacios vacíos y contar otra historia (o, con un poco de suerte, la historia). Cuando ambos lenguajes por fin se reúnan, tal vez se encuentre la verdadera forma de la realidad.