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Vale decir


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La ciudad es un nervio desnudo: Melbourne, 1988.

El tiempo pasa, incluso en Australia: cerca de Coober Pedy, 1988.

El origen de toda la obra literaria de Bruce Chatwin fue la reivindicación del nomadismo, y el origen de esa fascinación por el nomadismo fue el pavor a quedarse quieto en un mismo sitio. En su libro Anatomía de la inquietud, Chatwin dice: “El hombre que se queda quieto en una habitación con los postigos cerrados corre el peligro de volverse loco, de ser torturado por las alucinaciones y la introspección”. Por esa razón comenzó a viajar. Primero fue la Patagonia, después Australia, después el resto del mundo. En Australia nació el mejor libro de Chatwin, Los trazos de la canción (en el original inglés The Songlines) un cuaderno de viaje lírico-narrativo-ensayístico que aspira a explicar los movimientos de los nómadas australianos por esa tierra inabarcable, guiándose por canciones que describían su itinerario y que se transmitían oralmente de generación en generación.

Las fotos de Wim Wenders lo muestran como un inesperado discípulo de Chatwin. O no tan inesperado. También él tenía pavor de ser torturado por la introspección, encerrado en su cuarto natal en Düsseldorf, en la Alemania arrasada de la posguerra. “El rock’n’roll me salvó la vida. Me dio el primer sentimiento de mi identidad, la idea de que tenía derecho a imaginar, a crear. Sin ella, quizá sería un jurista. O algo peor”, dice Wenders. Su primera forma de nomadismo fue esa música que detestaban sus mayores. Pronto dio el segundo paso. Al principio como flaneur: vagando por su propia ciudad. Por entonces pensaba en la fotografía tal como la describían los Kinks en una de sus canciones: “La gente se saca fotos para demostrarse que realmente existieron”. Entonces partió a Australia por primera vez. Y supo que la canción de los Kinks no hablaba de él.

En Australia se topó con un lugar donde el tiempo seguía misteriosamente fijado en los orígenes, donde todo parecía ser horizontal y en dos dimensiones. Wenders dice que no estaba preparado de ninguna manera: ni para los hombres que vivían en esa vastedad, ni para la luz enceguecedora, ni para ese horizonte puro e infinito, donde nada detenía su mirada. Recorrió de norte a sur el vasto territorio: “Era Navidad, al menos de acuerdo al calendario, cuando escalé Ayers Rock. No encontré ninguna presencia humana durante todo el día. Los únicos sonidos eran mi respiración y el esporádico chirrido de mi cámara panorámica. El paisaje tenía algo de océano. Cuando leí que hace millones de años esta región del desierto había sido en realidad el fondo del mar, no sólo me pareció verosímil sino obvio”.

Para ese primer viaje Wenders había llevado una cámara panorámica, rusa, de pequeño formato, marca Horizont. Para el viaje siguiente se la habían robado y la sustituyó por una Art Panorama japonesa, muy poco usada por los fotógrafos a causa de su tremendo peso. “Los aborígenes con los que viajé meneaban la cabeza al probar el peso de la máquina y me llamaban El Loco Con La Cámara. Caminar en ese calor con un aparato tan pesado al cuello les parecía absurdo. Algunas veces la cámara ardía tanto que apenas podía tocarla. Pero era impensable cualquier otra. El horizonte era tan amplio y tan en línea recta, y la mirada iba tan profundo en la distancia, que sólo con ese gran negativo de 6 por 17 me pareció poder hacerle justicia. Un formato más pequeño hubiese sido francamente una ofensa al paisaje”.

Charles-Henri Favrod, director del Musée de L’Elysée en Lausanne y curador de esta muestra dice: “No se ven en estas fotos de Wenders ninguno de los símbolos familiares de Australia: ningún bottle tree, ni canguros ni bumerangs. Quienes conozcan el paisaje reconocerán Ayers Rock, el extraño monolito en granito de trescientos cuarenta metros de altura, esa montaña sagrada de los aborígenes, en las regiones más desoladas del continente. Los demás verán sólo el desierto, el gran desierto de arena, un horizonte que siempre recomienza, y el sol blanco y el cielo enloquecido de nubes”. Wenders, por su parte, aclara lacónico como buen alemán: “Lo conocido, lo familiar excluye casi completamente la fotografía, que es un medio de exploración y de viaje”.


En una de las más extraordinarias páginas de Los trazos de la canción, Chatwin dice que el “lugar propio” es ese sitio “donde no hace falta hacer preguntas”. Pero para sentirlo como propio es necesario abandonarlo, para poder volver. Eso hizo Wenders. Filmó en Portugal y en el desierto de Estados Unidos aquellos paisajes vacíos, incandescentes, que aprendió a entender en Australia. Siguió filmando, en casi todos los rincones del mundo, hasta perder de vista qué pretendía con sus películas. Y entonces volvió. Sin equipo de rodaje. Sin técnicos. Sin el menor proyecto de filmación. Solo. Con su cámara Art Panorama japonesa. A Australia. A la Australia de sus fotos. “En el cine uno a veces pretende mostrar demasiado de sí mismo. En las imágenes panorámicas de este libro me busco a mí en vano. La nostalgia que hoy me atrapa cuando veo estas fotos es la del ciudadano europeo, informado, consumista, el vecino de enfrente de todo lo que importa de verdad. Uno debe tan sólo acostarse de noche en el desierto y mirar fijo el cielo hasta que se le cierren los ojos para poder fotografiar otra vez”.


El viejo autocine de Coober Pedy, 1988.



Escarabajos del desierto: Coober Pedy, 1988.