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Vale decir


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1- Basural en Alto Verde, Santa Fe, 1993. 2- Cancha de Boca, Buenos Aires, 1998

Los televisores en los bares estaban desde antes de que comenzara el Mundial. Algunos pocos, hasta ahora respetuosos de sí mismos, han incorporado el aparato entreverados en la competencia desesperada. Hay épocas en que los transeúntes utilizan las mesas para pasar el mayor tiempo posible conversando sin consumir; pero nadie puede permanecer con la boca vacía mientras mira un partido: es necesario mascar maníes, beber cerveza o -si continúan los madrugones- ingerir (ni beber ni mascar) la medialuna empapada en café con leche. Para los moderados en esta época de apasionados -defino como moderados a aquellos que ven completos los partidos de Argentina y retazos de los otros- la relación con los medios no ha cambiado demasiado. Uno puede elegir sentarse junto a un televisor gigante que transmite Colombia versus Túnez y hojear el diario, por ejemplo. Ni el diario ni el partido conquistan enteramente nuestra atención. Cuando entramos en una zona árida del diario, alzamos la cabeza. Cuando ocurren esos baches en que el fútbol pierde toda su lógica, regresamos al diario. Si en algún momento los comentarios del locutor resultan insoportables, podemos reflexionar: “De no estar jugando estos dos equipos nacionales, en este mismo espacio televisivo habría un talkshow. Una mujer o un hombre estarían narrando entre lágrimas alguna barbaridad. Al menos Valderrama y Bouazizi no hablan”.

Desde la creación del cine hablado, sospecho, el fútbol debe ser el espectáculo con protagonistas no parlantes más exitoso del mundo.

Lo que el menos moderado -aquel que se sienta saturado por el exceso de tiempo que los canales de aire le dedican al fútbol- puede preguntarse es: “¿Qué gran maravilla estarían transmitiendo si no dieran este partido?” o “¿De qué gran cosa estarían hablando si no estuvieran todo el tiempo hablando del Mundial?”. La muda respuesta a semejante incógnita será hundirse, otra vez, en el sandwich.

TODOS EN FRANCIAEs cierto que la cobertura que los medios argentinos dedican a este Mundial supera en cantidad a todas las anteriores. La marcha del Mundial 78 sugería que 25 millones de argentinos jugaríamos el Mundial. La del Mundial 98 podría asegurar que una cantidad similar de argentinos están cubriendo el Mundial en Francia. Están todos allá. La barra entera de Marcelo Tinelli transmite desde París: parece que hasta que termine el Mundial no podremos disfrutar el riesgo de ser víctimas de esas jugosas humillaciones en la vía pública con cámara oculta.

César Mascetti, Mónica y Soledad transmiten las noticias desde allá. Una persona que se apoda “Fierita” también envía sus comentarios desde las Galias. 140 personas, entre artistas y técnicos, por Canal 13. Telefé mandó otro centenar y medio. América empezó el Mundial con cien personas al otro lado del océano. Para que quedara alguien en la Argentina -además de los espectadores-, el Canal 9 se limitó a enviar a Quique Wolf junto a un camarógrafo y un productor. Los periodistas de ATC no están acreditados, esto significa que no pueden trabajar dentro de la cancha; enviaron tres equipos de tres personas que hacen notas en las cercanías de los estadios galos.

Una mujer desde un canal de cable grita obscenidades incomprensibles acerca de los jugadores argentinos y luce la escarapela de estos días: la camiseta argentina. Es una idea que no se le ha ocurrido a nadie: una modelo portentosa vistiendo la camiseta masculina del equipo nacional.

Todos los conductores deben estar, de un modo u otro, atravesados por el Mundial.

Los diarios y revistas europeos no nos van a la zaga en la cantidad de páginas dedicadas al evento: el diario El País de España le ha dedicado íntegra su abultada revista. La escritora Almudena Grandes entrevista al arquero definido como “el Mito Zubizarreta”. Y basta un breve repaso por Internet para descubrir que, como en Argentina, en países de otros continentes se discute acerca de cómo continuar las actividades cotidianas (profesionales y académicas) mientras juega el equipo. La discusión existe, incluso, en aquellas naciones “de segunda” cuyos equipos representativos no clasificaron.

La Folha de S. Paulo editó una guía del Mundial en cuya contratapa pueden seguirse los avatares mediáticos en la transmisión de los Mundiales: desde 1958 -cuando la filmación de un partido tardaba una semana en llegar por avión- hasta este presente en que comenzamos a verlo incluso antes de que empiece. En la misma contratapa, informan que la TV espera una audiencia de 37 “bilhoes” (37 mil millones) de personas. La población mundial es de alrededor de cinco mil millones de personas, y esta estadística parece contemplar cuántas veces cada una de esas personas se sentará frente al televisor a mirar un partido del Mundial. Nunca entiendo bien cómo hacen estos cálculos en que menos de 5 mil millones de personas terminan convirtiéndose en 37 mil millones de espectadores... En cualquier caso la cifra resulta abrumadora.

¿Qué reflexión puede extraerse de esta comprobación empírica?

Creo que las opiniones más lúcidas al respecto ya se han escrito: Roberto Fontanarrosa -un degustador nato del fútbol- escribió en la revista de Clarín que basta con apretar un botón del control remoto para sustraerse de todo ambiente mundialista: de los 63 o más canales de cable, más de cincuenta ni siquiera mencionan el Mundial. Claudio Uriarte señaló desde las páginas de este diario que las celebraciones del Mundial eran un dato tranquilizador si se las comparaba con los festejos atómicos en India y Pakistán. Mario Wainfeld demostró con unos pocos datos que los Mundiales no alcanzan para ocultar hechos políticos trascendentes y que la vida tiene varios carriles paralelos funcionando simultáneamente: la simple diversión, la política, la mera crueldad, etc.

En fin, es curioso, pero en el Mundial más mediáticamente cubierto que hayamos vivido desde la Argentina, no pocos ensayistas y escritores han arribado a un par de premisas sabiamente discretas: mirar el Mundial, en los países democráticos no es obligatorio. Las personas lo miran porque quieren. El que no quiere, no lo mira. Mirar el Mundial no transforma a las personas en algo distinto a lo que eran antes de mirarlo, ni mientras lo miran.

En una nota para el suplemento Zona de Clarín, León Rozitchner, por el contrario, aseveraba que el fútbol en general y el Mundial en particular eran un arma para manejar la voluntad de los hombres y someterlos al “neoliberalismo voraz y asesino”.

Por lo pronto, en este Mundial juegan más de 32 países con sistemas económicos y políticos tan disímiles como sus casacas y sus formas de juegos. Hay países con economías neoliberales cuyos ciudadanos no son asesinados; y países con economías nada neoliberales cuyos ciudadanos no pueden disfrutar de las libertades básicas. Países que participan con sus equipos de este Mundial y en donde la guerra fue durante lustros ontológicamente más importante que el fútbol; y países como Estados Unidos, negados para el fútbol y baluartes del neoliberalismo, a los que periódicamente se les pide que intercedan entre los países guerreros que no tienen tiempo de prestarle atención al fútbol ni al neoliberalismo y que no participan de este Mundial.

Durante las décadas de la guerra fría, tanto la Unión Soviética como los Estados Unidos intentaban convertir a sus atletas y deportistas en casos testigos de las bondades de los respectivos sistemas. La Unión Soviética supo tener un equipo futbolístico decididamente superior al norteamericano. Durante decenas de años fue líder en distintas disciplinas olímpicas. ¿Puede deducirse de este extraño metegol entre las superpotencias un efecto político real en cuanto a conquistar las voluntades políticas de sus respectivos pueblos? ¿O tal vez se trate de una forma de ocultamiento total de otros temas, o un modo de extrapolar la sensación de éxito en lo deportivo hacia el campo social? A la luz de los acontecimientos reales en el mundo, debo arriesgarme a responder que no.

ES EL PASADO QUE VUELVE No son pocos los hechos masivos que no pueden descifrarse, comprenderse y asimilarse en tendencias que representen un avance ni un retroceso social. Recientemente el profesor Klimovsky ha publicado un libro cuyo sólo título merece un cerrado aplauso: La inexplicable sociedad. Quiero arriesgarme a afirmar que el presente Mundial es uno de esos hechos de los que -al menos en lo que va hasta hoy, miércoles 24 de junio- no puede extraerse ninguna conclusión concreta en cuanto a los efectos positivos o negativos sobre el cuerpo social. Con frecuencia se utiliza la palabra negocio para descalificar al Mundial y a muchas otras actividades; pero mientras el negocio no requiera de sangre humana y las personas entreguen su dinero voluntariamente, no me parece la peor manera de relacionarse.

Y ahora sí: al pasado. El mes que dura el Mundial trae consigo un aura de feriado continuo, esa especie de ritmo distinto que se vive durante los días finales de diciembre. No sé por qué, pero a la mayoría de los adultos las fiestas los retrotraen a la infancia.

En el Mundial de 1974 los infantes argentinos de entre 9 y 12 años nos impregnamos en una fugaz ráfaga de afro-filia. Sobre la cancha podían cautivar nuestra atención el ratón Ayala (que conseguía en Argentina cosas que no se conseguían en Europa), el alemán Beckenbauer o el Holandés Cruyff; pero en el grueso del tiempo de nuestras vidas cotidianas un nombre exótico y salvaje trotaba entre nuestros pensamientos. No recuerdo si era un buen jugador pero sí que su equipo era lamentable. Pero nunca podría olvidarme de su nombre. Ni aunque me atacaran con una regla de nemotecnia que tuviera la virtud de borrar en lugar de afirmar: sí, se llamaba Mukombo. Y era la figurita más difícil. No lo tenía nadie. Habíamos algunos tan desesperados que pensábamos en recortarle la cara del diario y falsificar una figurita. Lo veíamos en la tele y no podíamos creer que existiera. ¿Cómo podía estar tan presente en la tele y tan ausente en nuestros paquetes de figuritas?

Mukombo integraba el equipo del Zaire. Y aunque el equipo africano se limitó a ser derrotado una y otra vez durante aquel Mundial -incluyendo la tan estrepitosa como a su manera épica goleada 0 a 9 sufrida frente a Yugoslavia- no somos pocos quienes a despecho de los resultados hemos puesto a Mukombo de defensor en el seleccionado de nuestros recuerdos.

(Nota: Las figuritas del presente Mundial son únicamente de papel blando. Esto hace imposible utilizarlas para jugar a la tapadita, el espejito o el punto, dejando a los alumnos coleccionistas la única y muy poco elegante opción del juego del chupi. Si las figuritas no se ganan jugando -y no hay riesgo de perderlas- no existe la menor semejanza con lo que significaban las figuritas para aquellos alumnos de 1974. Es más, el concepto de “figurita difícil” ha sido abolido. Sí, tampoco el azar juega un rol atractivo en las presentes colecciones. El mismo álbum oficial de figuritas del Mundial 98 aclara en su contratapa: “¡En las colecciones de Ultrafigus no existen figuritas difíciles! ¡Por eso siempre se completan!”. Y agrega una serie de instrucciones burocráticas para recibir por correo las figuritas necesarias.)

Mi padre gritó el gol de Hungría en el Mundial de 1978. Eso también lo recuerdo. En el edificio de la calle Tucumán donde vivíamos, en el silencio de la noche, se oyó un solo grito de alegría. Era de mi padre. Fue un grito extemporáneo. Despreciaba a los militares de la dictadura y aquel gol de Hungría en los primeros minutos le pareció una patada en el culo a Videla y sus secuaces. Sé que la terrible historia argentina no se hubiera modificado de haber perdido aquel Mundial el equipo patrio. Ni siquiera de no haberse jugado en Argentina. Y que si los argentinos hubiesen coincidido -por poner un ejemplo- en no concurrir a las canchas como medida de protesta, hubiese sido sólo una expresión de una acción política general, previa al Mundial y posterior al Mundial (que duraba menos de un mes); y no la demostración de la supuesta relación simbiótica y efectiva entre el fútbol y la política. Pero ese grito del gol de Hungría se instaló amablemente en mi memoria dejándome una huella que aún disfruto de leer.

Desde el ángulo contrario, quienes quieren ver en el fútbol una profundidad simétricamente opuesta a la consecuente malignidad que le achacan sus denostadores, a menudo citan a Camus. Camus dijo una vez que sus principales lecciones morales las había aprendido de este deporte. Ahora bien, lo destacable de la ecuación Fútbol-Camus es Camus, y no necesariamente el fútbol. Tampoco deriva en que todo aquel que construya ciertos pensamientos razonables acerca del fútbol y sus estrategias es Camus. No obstante, hay ciertos momentos del fútbol que en el Mundial cobran una dimensión emocionante.

Cuando un equipo que está perdiendo tira voluntariamente la pelota afuera porque un adversario está tirado en el suelo, el espectador a menudo se reconcilia consigo mismo y el género humano. Cuando Goycochea le atajó el penal definitorio a los italianos en el 90, era difícil no sentir el poder de la voluntad: ganarle a Italia en Italia parecía uno de esos imposibles que no nos son dados transgredir. Entonces somos todos un poco dioses.

Lo que me recuerda: tenía un compañero de banco que durante todo el Mundial 74 me dijo que su padre era el arquero de Italia. Yo no tenía manera de comprobarlo. Lo que sí sabíamos todos es que el padre de X no vivía con X. X era descendiente de italianos e incluso hablaba con acento: tenía coartadas. Yo llegué a creer, o tal vez quise creer, que X era el hijo de Dino Zoff. Pero a X la longevidad de los arqueros le jugó una mala pasada. Si Zoff se hubiera esfumado luego de ese Mundial, o si X se hubiera cambiado de colegio, tal vez la farsa se hubiese olvidado. Pero lo cierto es que X permaneció en el mismo colegio, en nuestra mismo división. Y Zoff permaneció también en la valla del seleccionado italiano durante los Mundiales 78 y 82. Fue una coincidencia desgraciada. Aunque todos en algún momento de nuestras vidas escolares les habíamos inventado funciones relevantes a nuestros respectivos padres -boxeadores, eximios ladrones, emperadores- sólo X, por el impacto fulminante de los Mundiales, quedó clavado a su propio engaño cuando ya todos habíamos pasado la edad correspondiente a esas ficciones. A los 12 años, no faltaba quien se burlara de su falso parentesco.

EL CRESCENDO INVERSO Por lo que puedo recordar de los pasados Mundiales, las coberturas y la atención del público eran algo más frías. Y con el transcurrir de los partidos y el avance de Argentina, los espectadores comenzaban a entrar en calor. Esta vez creo que la largada estuvo demasiado superpoblada y que -exceptuando la constante expectativa por el equipo argentino- la atención sobre el resto del Mundial decrece en comparación con la ansiedad inicial. No puedo probarlo más que con ejemplos individuales pero da la impresión de que en los pasados Mundiales las luces se iban encendiendo de a poco mientras que en éste el proceso es inverso. Seguramente remontará cuando se despeje el concurrido fixture actual.

El merchandising Mundialista no acompaña. En primer lugar, todavía no puedo entender cómo eligieron de logo-mascota a ese gallo que parece una marca de ropa en lugar de a Asterix. ¿A quién se le ocurrió no elegir a Asterix como mascota oficial del Mundial en Francia? Pocas veces en la historia de los mundiales estuvo el logo-mascota tan claro como en éste.Todavía los belgas están a tiempo de salvar las papas continentales y organizar un Mundial en su casa poniendo de logo-mascota a Tintín.

Además, la fiesta inaugural dio pena. ¿Qué era eso? Parecía una invasión de mimos cruzados con Ultra-Siete. No conozco a nadie que la haya visto entera. Y no fue acertado separarla del primer partido: así, el efecto de un cumpleaños al que concurrieron todos menos el homenajeado. Y por último: la canción. Ya he presenciado más de una docena de inicios de partidos y todavía no sé cuál es la melodía oficial del Mundial.

¿Se trata acaso del “alé, alé, alé” proferido por Ricky Marketin? No, no puede ser. Quiero decir: ¿no hay una canción oficial? ¿No tenemos los latinoamericanos acceso a ella? ¿Dónde está? Todos podemos recordar, por ejemplo, la canción del Mundial de Italia 90 (“note magique, la,la,la”), aún cuando hayan pasado ocho años... ¿Cómo puede ser que a mediados del Mundial 98 aún ninguno de los seguidores fieles del Mundial pueda tararearme una simple sílaba de la canción oficial? ¿No es Francia la tierra de Edith Piaf, de Charles Azanavour, de Maurice Chevallier? Tal vez no pueda creerlo y sea cierto: nuestra única posibilidad de acceder a la canción oficial es a través de esa letra falta de épica y esa melodía inaceptable.

¿Cuáles son las figuras internacionales que se presentan en este Mundial? En pasados Mundiales, creo que el peso específico de los nombres tenía mayor relevancia: Paolo Rossi, Platini, Schillacci...

Otros nombres propios: de entre los comentaristas argentinos, me gusta especialmente Bilardo. Se toma las cosas con seriedad. Con esa seriedad excesiva propia de las obsesiones. Días pasados, Bilardo se quejaba de que el plantel brasilero hubiera concurrido al EuroDisney para festejar su victoria. “¿Y si se accidentan en alguno de los juegos?”, se preguntaba Bilardo. Lo destacable es que no se estaba refiriendo al equipo argentino sino a un archiadversario; pero él se preocupaba igual. “Yo nunca les hubiera permitido viajar a EuroDisney en el medio de un Mundial”, decía más o menos indignado a las cinco de la mañana hora francesa y doce de la noche de nuestra hora, mientras los jocosos brasileros se lanzaban por la montaña rusa abrazados a Minnie Mouse.

En otro orden, Macaya mantiene la línea. De las muchas cosas que se pueden admirar de Macaya una es su inquebrantable convicción de que él está ahí para hablar solamente de fútbol, y la otra su persistencia en evitar el tuteo a los jugadores. Macaya es de la escasa clase de hombres públicos que pueden mantener el sentido común a través de los años. Es difícil vencer la vanidad y dedicarse con discreción a los exclusivos rudimentos de la propia disciplina. Recientemente llegaron a Argentina nuevas ediciones de las Lecciones de Literatura de Nabokov. Comencé a leer el de Literatura Europea y me sorprendió agradablemente descubrir a un escritor y docente literario que habla sólo de literatura: no de las relaciones entre la literatura y la sociedad, ni entre el autor y su época, ni entre el autor y su generación literaria. No: Nabokov se refería exclusivamente a las estrategias narrativas de cada uno y a los aciertos y fallas en la construcción de los personajes y las tramas.

Cuando Macaya analiza los partidos, sus comentarios no se alejan un ápice de la lógica propia del partido. Aún frente a esa cosa a menudo sin sustancia propia que puede ser un partido de fútbol, Macaya sigue fiel a las tablas de su ley: cómo funciona la defensa, qué pasa con el ataque, cómo se llega al gol. El resto, no le incumbe. En su compromiso con ese rigor epistemológico inventado por él mismo, le da a los partidos un atractivo superior a muchas de las alharacas que a menudo los opacan.

TIEMPO DE DESCUENTO El próximo Mundial será pasando el año 2000. No debo ser el único al que le da vértigo de sólo pensarlo. Aunque las contiendas deportivas se remontan a distintas culturas y épocas, el Mundial es claramente un producto del siglo XX. El famoso “22 tipos corriendo detrás de una pelota” nos acompañará a los habitantes de este siglo como una de esas experiencias que contaremos a las generaciones futuras sabiendo que no terminarán de entenderlo claramente. Aunque no he escuchado este slogan a menudo, éste es el último Mundial del siglo. No digo que eso tenga que ser algo necesariamente importante en ningún aspecto público. En absoluto. Pero, en lo personal, es mi despedida de este siglo. Ya está. Cuando llegue el 2000, yo ya me habré despedido con dos años antes que todos. Lo que queda ya ni siquiera se parece demasiado a lo que fue.

No he vivido otros, pero éste ha sido un siglo especialmente desagradable en no pocos de sus años.

Despedirlo con un Mundial es realmente de lo menos malo que podía pasarnos.


Las Ultrafigus del Mundial