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Vale decir


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Desde hace una década, Juan José Cambre pinta obsesivamente un OPNI: objeto pictórico no identificado. Si en un principio ese objeto podía reconocerse como un cuenco, después de tantos años, la repetición monomaníaca lo ha convertido en una pluralidad de cosas: vasija, planeta, plato, ojo, lente de contacto, plato volador, Luna, óvalo o agujero, entre otras variantes. De ahí, la primera evidencia de la pintura de Cambre: la pintura es el objeto central de su interés, más allá del objeto anecdótico que se ve. La segunda evidencia es igual de inmediata: Cambre es un artista conceptual que utiliza la pintura como un medio de reflexión.
Su nueva exposición de pinturas (que puede verse durante todo el mes de mayo en la Fundación Klemm, de Marcelo T. de Alvear 626) demuestra ambas evidencias. Curiosamente, la Fundación Klemm exhibe de manera permanente una breve e intensa colección de pinturas y esculturas de los más variados artistas, que resume -desde la perspectiva del histriónico titular de la Fundación- la historia del arte moderno. La delicada, breve y obsesiva serie de cuadros de Juan José Cambre sirve, entre otras cosas, para despejar el ojo de la guerra de imágenes: para volver a ver como por primera vez.

¿Cuándo apareció la figura del cuenco en su obra?
-Hasta 1988, yo venía de pintar cuadros negros (no en el sentido de una ausencia de color y de imagen, sino porque resultaron así, negros, de un modo irremediable). Salí de ese momento con unos cuadros a rayas, que yo llamaba “paisajes”. Era un período crítico. Fue entonces cuando me surgió la idea de pintar cuencos, que me pareció reveladora. Empecé a hacer variaciones sobre el mismo tema y en cada cuadro iba surgiendo como un resumen de lo que venía haciendo. Como el objeto estaba definido de antemano, esa falta de responsabilidad con respecto del objeto a pintar me dio una enorme libertad.

Su obra anterior parecía estar acompañada de un relato, cosa que ahora no.
-Mi pintura previa era demasiado exterior, llena de acción. Superficial y tal vez menos elaborada, porque aparecía muy directamente todo lo expresivo. Por supuesto, mientras pintaba un cuadro pasaban mil historias; porque uno tiene la palabra y lo narrativo incorporados. Desde que pinto cuencos, el único relato que subsiste es completamente ajeno a las obras: es el de mi vida alrededor del tiempo que trabajo en los cuadros.

Al volverse más despojada y reconcentrada, su obra se hizo más conceptual.
-Busco que haya menos elementos de distracción. Hace mucho que pinto “lo mismo”, y sin embargo le voy encontrando vueltas. Cuando mi pintura era “expresiva”, me daba satisfacción que el espectador descubriera claramente ese nivel de expresión al que yo había querido llegar. Pero era como una guerra, como un enfrentamiento abierto con el que miraba.

¿Le resulta un problema el costado decorativo de su trabajo?
-No, para nada. Además yo trabajo dando asesoramiento de color para distintos lugares. Hace poco me tocó hacer una fábrica.

¿Cómo decide qué colores poner en una fábrica?
-Se parte de una noción funcional: un gran volumen que necesita ser agradable para los que allí trabajan. Pero el lugar era tan inmenso (tres galpones de trescientos metros por veinte, con muchos espacios diferentes y mucho movimiento) que resultó como pintar un pequeño pueblo. En este caso, el color principal no debía ser ni cálido ni frío, sino más bien neutro. El blanco, por ejemplo, hubiera resultado muy fuerte para una fábrica. En cierto modo es casi como pintar un cuadro. Después de tantos años pintando, uno aprende mucho sobre el color.

¿Elige los colores de sus cuadros con el mismo criterio de funcionalidad?
-No. Si bien, cuando trabajo en una secuencia determinada, la pienso en concepto, pinto cuadro por cuadro: cada obra es una unidad.

Sin embargo, esta marca registrada hace inevitable que, al ver un cuadro, el espectador piense en los cuencos anteriores que usted ha pintado.
-Ese podría ser un problema, una interferencia. Pero el objeto cuenco es tan antiguo y común que la memoria sobre él no resulta un peso, sino todo lo contrario. Quiero decir: tal vez es un óvalo, antes que un cuenco. Una figura que yo dibujaba y pintaba antes de ser pintor: en la composición de los ojos, por ejemplo. Los círculos casi siempre resultan óvalos, según el ángulo desde el cual los miramos. Algunos dicen que hay muchos pintores que pintan óvalos en la plástica de los últimos diez años. Y eso no produce ninguna incomodidad. Por eso me gusta mostrar dos cuadros iguales, como sucede en esta exposición.

Usted dice que la repetición del objeto lo libra de responsabilidad. Sin embargo, cada cuenco es un grado más de compromiso, un escalón más. ¿Hasta dónde va a llegar la serie?
-Yo me hice también esa pregunta. Por eso, en esta muestra cada cuadro aspira a ser una respuesta: hay uno en el límite de lo liso, hay otro que está sombreado, hay dos que son iguales... En los demás hice primero un sombreado y luego lo fui borrando, hasta desaparecerlo casi y dejarlo en el límite de la representación.

¿La repetición temática hace que la obra sea vista con mayor intensidad?
-No, al contrario. Yo creo que se miran poco mis cuadros: más bien se chequean. Pero al mismo tiempo, son tantas las imágenes que vemos por día, que me aterra pensar que mi obra agregue imagen. Por eso trabajé con un solo color. Prefiero que mi obra limpie la retina de los que llegan a mirarla.

¿Que no resulte abrumadora?
-Podría decirse que sí. Cada vez más me preocupa este detalle. Yo también estoy abrumado por lo que veo. Comparto la sensación general del espectador, más allá del punto específico al que logre llegar con mi propio cuadro. En una muestra que hice hace dos años, en la galería de Alberto Elía, un comprador que venía a ver la trastienda desistió de comprar obra en ese momento: según dijo, mi exposición transformó en inoportuna la trastienda. Aunque el hombre tampoco compró un cuadro mío, para mí fue un gran elogio haber conseguido limpiar la mirada de una persona que evidentemente tiene un ojo muy adiestrado.


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