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Colores Primarios y Metiras que matan
El terceto de choque de Mentiras que matan a la hora de salvar la imagen del presidente invisible y “Todos los hombres del presidente”: el candidato Jack Stanton todavía de carne y hueso en “Colores primarios”

Hubo un tiempo en que fue hermoso. Hubo una época en que ser elegido presidente equivalía a ser consagrado presidente y nada de lo que ocurría ahí dentro -en esa coqueta mansión del 1600 de Pennsylvania Avenue, Washington D.C.- podía ser malo o sórdido o corrupto. Sí, cada vez que Mister Smith llegaba a Washington -y el director de cine Frank “Epifanía” Capra lo sabía mejor que nadie- era porque había llegado, porque tenía lo que hay que tener, porque era un elegido por el destino. La Casa Blanca era el fin del camino y el principio de la historia y aquel que la alquilaba al pueblo norteamericano no podía ser la persona incorrecta, porque el pueblo norteamericano no se equivocaba nunca. De ahí que, de la mano del presidente Smith, Jones o Kowalski, el pueblo norteamericano asumiera la tarea dura -es un trabajo difícil pero alguien tiene que hacerlo- de corregir los errores del mundo, ese sitio que no tiene la suerte de estar dentro de Estados Unidos.

Ahora no. Ahora la historia es otra. La no-ficción supera los límites de lo ficticio y -tantos años más tarde- se regocija en la roña barrida debajo de la alfombra durante demasiado tiempo. Pensar en el Caso Watergate como el punto de inflexión y quiebre: el vale todo. Pensar en la idea del exposé periodístico como forma de arte, forma que poco y nada tiene que envidiarle a la apertura de los siete sellos del Apocalipsis. A partir de ahí, la onda expansiva: ya no el cómodo revisionismo de presidentes muertos hace mucho -aquellos problemitas de Washington, Lincoln y Jefferson- sino las infidelidades modelo New Deal de Roosevelt, la satiriasis rampante de los Kennedy, la paranoia clase B de Reagan y, bueno, los problemitas, las infidelidades, la satiriasis y la paranoia de Clinton. Y de Hillary, claro.
Ahora sí. Ahora se puede decir en voz alta: el presidente de Estados Unidos es un ser humano. Ahora se puede filmar una película sobre todo el asunto.
O dos.

A veces pasa. Muy pocas, pero puede llegar a ocurrir. El caso de Colores primarios y de Mentiras que matan: dos películas estrenadas casi simultáneamente que -a pesar de tener dos directores diferentes- funcionan, en tándem, casi como primera y segunda parte de una misma historia.
La primera fue dirigida por Mike Nichols, escrita por Elaine May y está basada en una novela, anónima en su momento y ya no (su autor resultó ser el columnista político de Newsweek Joe Klein) que narra -apenas escondida por unos cuantos nombres cambiados- la tan feroz como desopilante escalada hacia la Casa Blanca del gobernador proto-Clinton Jack Stanton y de su ambiciosa mujer Susan, personificados con clínica y perfecta malicia imitadora por John Travolta y Emma Thompson. Nichols siempre se destacó a la hora de diseccionar -con una envidiable variedad de tonos y formas- el corpus social norteamericano con films como El graduado, ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, Conocimiento carnal, Catch-22 y Secretaria ejecutiva, por citar sólo un puñado de títulos.
A la hora del satori primal, Nichols recuerda sin ira: “Los norteamericanos tenemos una relación muy extraña con nuestro presidente. Ultimamente estuve pensando que nuestros problemas de puritanismo tienen que ver con lo que le pasa a un chico cuando crece. Así, un día uno descubre que esa señorita que está siempre con papá es algo más que su secretaria. Y entonces dice: ‘¡Bastardo! ¿Cómo puede hacerle eso a mami?’. Pero los años pasan, uno vive su vida y llega el momento de decir: ‘Viejo, cómo me gustaría que estuvieras aquí para pedirte perdón por lo que te dije ese día’. La pregunta central de Colores primarios es: ¿qué, cuándo, dónde y cómo está el honor? Casi no hay otra pregunta. Uno mira a Clinton y piensa: es un gran hombre, lástima que no pueda mantener su bragueta cerrada. Pero a nadie se le ocurre siquiera pensar que, tal vez, su grandeza esté intrínsecamente ligada a su bragueta abierta”.

La segunda película fue dirigida por Barry Levinson, escrita por David Mamet junto a Hilary Henkin, está basada en la novela American Hero de Larry Beinhart y cuenta -paso por paso, con la justeza de un manual de instrucciones- el modo en que el aparato de prensa presidencial es capaz de erigir un colosal engaño con tal de proteger la imagen del presidente. El currículum de Levinson es errático y sorprendente: puede ganar un Oscar con Rain Man y ser virtualmente ignorado por el público y la crítica a la hora de esa agridulce saga familiar que fue Avalon, a la que vez que no tiene reparos en ponerles su firma a productos fallidos como Los hijos de la calle o tecnoestupideces como Esfera.
En este paisaje, Mentiras que matan desconcierta y maravilla por igual. Es la película más políticamente incorrecta de los últimos tiempos. Remite directamente a hitos del gran sarcasmo norteamericano como M.A.S.H. y -si se lo piensa un poco- El golpe, a la hora de proponer al engaño y la estafa como una de las formas más sublimes del arte. O lo que finalmente diferencia al hombre del ganado vacuno, por ejemplo.

Colores Primarios y Metiras que matan
Travolta como un hombre disdpuesto a hacer ciertas concesiones para cambiar la Historia y Robet De Niro cambiando la Historia sin hacer concesiones.

Tanto para Colores primarios como para Mentiras que matan, los norteamericanos -y, para el caso, el resto del mundo- somos las vacas. Las bestias con patas hasta el suelo a las que, sin embargo, conviene ordeñar por la sencilla y atendible razón de que dan leche en el aparentemente bucólico paisaje pintado con los turbulentos colores de la mentira.
Mentiras que matan empieza donde termina Colores primarios. Y detalle interesante: en el film de Nichols, Jack Stanton es -hasta los títulos finales, al menos- un candidato, un ser humano falible e inspirado por partes iguales, una promesa en la que se puede creer o no, pero una promesa al fin. En ese sentido, el rostro y el talento de John Travolta (uno de los rostros y talentos más perturbadoramente ambiguos de los últimos tiempos) resulta perfecto a la hora de iluminar a un hombre que, todavía, es “uno de nosotros”. Detalle interesante, también: en Mentiras que matan el presidente no aparece nunca, jamás se lo ve, salvo en turbias imágenes de video. Su rostro -que no cuesta imaginar como el rostro de John Clinton, o de Bill Travolta, da igual- ha sido sustituido por un todopoderoso aparato humano/tecnológico dispuesto a lo que sea con tal de mantener la imagen sana de una gestión enferma. Todos los hombres -y las mujeres y los asesinos a sueldo- del presidente.
En Mentiras que matan -filmada en el tiempo record de veintinueve días- la bragueta del presidente está abierta: se lo acusa de haber acosado sexualmente a una especie de girl-scout en una de las oficinas de la Casa Blanca. Faltan once días para las elecciones, la noticia va a saltar a la primera plana de los diarios, alguien tiene que hacer algo. Alguien es el el especialista salva-catástrofes Conrad Brean (Robert De Niro). Alguien es el mesiánico productor de cine Stanley Motts (Dustin Hoffmann, en un calco desopilante del legendario gurú Robert Evans, estratega de El padrino y Chinatown y -como se puntualiza una y otra vez a lo largo de la película- nunca ganador del Oscar). Algo es la creación del fantasmal bombardero B-3 y, enseguida -en un crescendo absurdo y coherente al mismo tiempo-, inventar una guerra falsa con Albania, componer una canción à la “We Are the World” (escrita para la película por uno de los autores de “We Are the World”), instalar el pánico ante una amenaza terrorista desde la frontera canadiense y -en el segmento más desopilante de la película- la beatificación del sargento William Schumann, donde un Woody Harrelson que no figura en los títulos revisita su personaje de Asesinos por naturaleza varios años después.
Por el camino, claro, se insinúa que ni siquiera la guerra del Golfo ha tenido lugar, salvo en un estudio de televisión. Lo que no está mal porque, después de todo, la irrealidad de la realidad ha convertido al presidente en un personaje de sit-com con risas grabadas como fondo.
A la hora de comentar los más que interesantes paralelismos entre los días de Clinton y las noches de Mentiras que matan, Hoffmann fue claro: “No creo que el film deje en mala posición al presidente. De hecho ni siquiera se refiere a él, sino a alguien con una libido desbocada. Pero, personalmente, prefiero a alguien con una buena libido a alguien que tenga que compensarla con otras cosas. Sin ánimo de ser grosero, prefiero el misil de Clinton antes que cualquier otra arma de guerra”.

Mentiras que matan es mejor película que Colores primarios porque miente mejor y porque no miente. Colores primarios es peor película que Mentiras que matan porque insinúa que todavía se puede cambiar la historia, aunque eso implique ciertos cambios -léase concesiones- a lo largo del camino.
En Colores primarios alguien se suicida porque no soporta que le cuenten una historia que no quiere oír. En Mentiras que matan alguien es asesinado porque no puede dejar de contar la historia.
Las dos películas -creo, pero no estoy seguro- tienen final feliz: ganan los buenos. El problema -la letra pequeña, la cláusula tramposa del contrato- es que nunca queda del todo claro quiénes son o dónde están los malos.
La Casa Blanca está en orden.
La Historia continúa.