Por HORACIO BERNADES
Desde que se supo, un par de meses atrás, que Jerry Seinfeld no había aceptado los cinco millones por episodio que la NBC le ofrecía para seguir en el aire, nuestra vida quedó bajo una gigantesca espada de Damocles. El final de Seinfeld tenía plazo fijo: 14 de mayo de 1998. Pues bien, amigos, ese funesto día llegó y el ciclo más glorioso en décadas de televisión arribó a su fin. No sé cómo se habrá vivido en Manhattan, patria chica de Jerry y sus muchachos, y estoy seguro de que la mayoría de mis vecinos ni se enteraron de la gravedad del momento. Pero el hecho es que en mi casa -y en la de unos cuantos más-, el jueves pasado fue día de duelo. Las dos horas de emisión final -sobre todo la primera hora, esa antología de grandes momentos de la serie- no fueron otra cosa que el chiste en medio del velorio. Por el atraso con que Sony comenzó a emitir la serie, los argentinos todavía tenemos varias temporadas de Seinfeld para ver en retrospectiva, como si fueran de estreno. Pero el ritual semanal tendrá, de aquí en más, algo de ceremonia funeraria.
Seinfeld fue un aerolito que cayó sobre la tele un día de 1989. Que surgió -extravagancia de extravagancias, para un medio que se basa en la impersonalidad- como un proyecto personal, casi amateur, de Jerry Seinfeld y Larry David, dos tipos de treinta y pico a los que un día se les ocurrió una serie (David había abandonado el proyecto, pero volvió especialmente para el último capítulo). Seinfeld resultó un objeto extraño, irreductible a todo molde, en un medio que puede dar cosas mejores o peores pero que da necesariamente productos formateados. No se trata de ser tan ciego como para ignorar que el formato sitcom produjo grandes momentos de comedia. Pero, funcione mejor o peor, sea más o menos efectiva, toda sitcom no deja de sentirse como una fórmula en funcionamiento. Seinfeld, en cambio, jamás perdió el efecto sorpresa, esencial para lograr el máximo impacto cómico. ¿Qué espectador, por más entrenado que estuviera en la gimnasia cómica, estaba en condiciones de adivinar, capítulo a capítulo, cada insólita derivación de la trama, cada réplica genial, cada invención demencial o cada irrupción de Cosmo Kramer, el vecino ultrafreak de Seinfeld? A diferencia de cualquier sitcom -aun la mejor de ellas- Seinfeld nunca tuvo una estructura dramática propiamente dicha. Podía pasar absolutamente cualquier cosa, no había ninguna pauta previa, y esa imprevisibilidad de la trama era lo único previsible de la serie.
Seinfeld debe más a una tradición cómica -en la que todo depende de la heroica capacidad del cómico para desestructurar lo estructurado- que a una tradición de comedia, en la que el humor ocupa un sitio prefijado dentro del orden del género. Pero además, el esquema de una sitcom se sustenta sobre un orden o jerarquía creativa, con lugares bien diferenciados para cada uno de sus participantes: hay productores, guionistas, actores que representan las partes escritas. En Seinfeld no. No sólo por el hecho de que Jerry Seinfeld haya cubierto todos esos puestos a la vez, sino porque sus compañeros de actuación parecían vivir los textos escritos como si fueran propios y espontáneos. Ante cada réplica, cada one liner, ni el espectador más avivado podía sentir que esa línea había sido escrita previamente, estudiada, ensayada y luego dicha. Lo que sentía (aun sabiendo que no era así; el gran arte cómico puede lograr estas suspensiones de la incredulidad) era que los tipos estaban inventando ahí, en el momento de la verdad, cuando prendía la tele. En un contexto tan formateado, esa sensación de cosa viva e inmediata multiplica su potencia.
La libertad en acción es siempre, inevitablemente, un hecho político. Elaine peleándose con cuanto prójimo se le pusiera a tiro porque era la única sobre la tierra que había odiado El paciente inglés, por ejemplo, o la genial tomadura de pelo a la corrección política (en plena dictadura de la corrección política) que representó ese episodio en el que a Jerry y George los toman por gays y ellos se la pasan aclarando que no-tiene-nada-de-malo-ser-gay-pero-nosotros-no-lo-somos, son ejemplo de que la orgullosa libertad creativa de la serie no dejaba en pie ningún dios, del color que fuera. Si alguien no cree en el poder de irritación política de Seinfeld, recuerde nomás que hace apenas quince días se les exigió a sus creadores una disculpa pública por haber quemado una bandera de Puerto Rico en el penúltimo episodio. A quien le quede alguna duda, puede rever y grabar (hoy a las 11 y a las 21, por Sony) el capítulo final, en el que la sociedad juzga a nuestros cuatro héroes por socavar las bases morales y de convivencia. No por nada se sigue hablando de una manifestación de despedida, en la que decenas de miles de neoyorquinos peregrinarían hasta el Central Park para dar el adiós definitivo a sus ídolos. Qué es eso, si no un hecho político. El más puro, quizá, de los actos políticos, un modo de agradecer la más genial descarga de comicidad, insolencia e inteligencia surgida en décadas en el campo de la cultura popular.
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