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Vale decir


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Leonard Cohen x 3
1-Encuentro de titanes: Cohen conoce a Joni Mitchell. 2- El maestro y sus discípulos (Cohen a la derecha del Roshi): postales de la vida zen. 3-En la terraza de su casa de Hydra, en Grecia (las piernas pertenecen a la legendaria Suzanne).

En la creciente oscuridad de la montaña, el largo y sinuoso camino desemboca en un estacionamiento desolado. Un hombre se acerca a saludarme: viejo, un poco encorvado, con la cabeza afeitada, una harapienta túnica negra sujeta con alfileres de gancho, gorro de lana y anteojos. Me hace una reverencia y, levantando mi valija, me guía hacia una cabaña. Calienta agua para el té, corta unas rebanadas de pan fresco y dice que voy a necesitar algo de ropa para unirme a las austeridades a las que me ha invitado. El caballero de aspecto talmúdico tiene en su cabaña una túnica, una gorra y unas sandalias para mí. El lugar es marcadamente austero: una cama angosta de una plaza, un espejo, una alfombra sucia, una lámina en la pared (con la leyenda “Los amigos son bienvenidos”), un teclado Technics desenchufado y, sobre la cómoda, una menorah, el candelabro de siete brazos.

Salimos a la oscuridad, entre los pinos rumbo a otra cabaña más grande y más fría. Mi anfitrión me da instrucciones de cómo debo sentarme. “La mitad inferior del cuerpo debe conservar la tensión. El resto debe estar laxo”, dice, y entramos al zendo, el cuarto de meditación. Treinta figuras, todas de negro, están sentadas inmóviles. Los monjes patrullan con palos, para pegar a quien se distraiga. Cada cuarenta minutos, se les permite a los practicantes dejar su posición zen, para aliviarse en baldes dispersos por el bosque. La mayoría utiliza el recreo para continuar con su meditación, marchando en silencio alrededor de un pino enorme. Mi anfitrión es treinta años mayor que todos los demás, pero al caminar alrededor del árbol parece treinta años más poderoso.

A las tres de la mañana alguien golpea la puerta de mi cabaña. Es él. Dice que es la hora de los cantos matinales. Durante media hora, al ritmo de un persistente golpeteo de tambor, la congregación repite de memoria el Sutra del Corazón (en japonés, por fonética). Luego volvemos a su cabaña a través de la helada noche. Dentro de un rato será el momento del teisho (sermón) sobre un texto zen del siglo IX del maestro Rainzi. El texto es tan brutal como un golpe en la cabeza: “Todo lo que puedas encontrar buscando será apenas el espíritu de un zorro salvaje”. Con las primeras luces sigo a mi insomne anfitrión, a escuchar el sermón del roshi (maestro) de esta comunidad. Dos asistentes ayudan a una pequeña y redonda figura de túnica naranja a acomodarse en una especie de trono. “¿Qué es esa cosa llamada amor?” dice el viejo en japonés, mientras uno de los asistentes traduce. “Un niño puede amparar a un perro. ¿Es eso amor? ¿Es amor darse la mano? Los animales e insectos se aparean; ¿es eso amor? Hemos sido hipnotizados. Debemos llevar la mente a la lavandería: limpiarla. Cuando un hombre está con una mujer, debe ocuparla por completo”.

“Recién las nueve de la mañana”, dice Leonard Cohen después del sermón, mirando el luminoso cielo azul con un penetrante brillo en sus ojos, “y ya hemos vivido varias vidas en lo que va del día”.

El Lord Byron del rock & roll es un hombre al que le gustan las sorpresas: al punto que muchos (incluso él mismo) lo ven como un maestro de los disfraces. La vida de Cohen ha sido siempre peligrosamente mítica -desde la casa que compró en la isla griega de Hydra en 1960 con una herencia de 1500 dólares, hasta el rechazo del Premio Governor General de Poesía canadiense cuando tenía sólo treinta y cuatro años, pasando por los salvajes días en el Chelsea Hotel neoyorquino (con Janis Joplin “chupándomela sobre la cama deshecha”), en el Chateau Marmont de Los Angeles y otros sagrados lugares de disipación. Incluso aquellos que no se sorprendieron cuando esta arquetípica figura de los 60 irrumpió con su voz rasposa para definir el fin de los 80 se sorprenderían de algunas de sus aventuras: por ejemplo, que haya escrito, dirigido y musicalizado un cortometraje llamado I am a Hotel (“Soy un hotel”), que ganó en el Festival Internacional de Televisión de Montreux; que haya tocado dos semanas para las tropas israelíes durante la guerra de Yom Kippur; que haya actuado como jefe máximo de Interpol en un capítulo de “División Miami”. Pero mucho más sorprende que este paladín de los mujeriegos viva hace casi un año en la comuna zen de Mount Baldy, en las montañas de California, trabajando de “cocinero, chofer y, cuando hace falta, compañero de tragos” de un japonés de 92 años con el que comparte muy pocas palabras.

En realidad, Cohen conoce a Joshu Sasaki desde 1973, pero no hizo de ello algo público, y sus fans apenas han sospechado de esta faceta de su vida gracias a un par de elípticos párrafos de sus canciones. Aparte de Adam -su hijo de 26 años- y de Lorca -su hija de 23-, este roshi japonés parece ser el único punto fijo en la vida eternamente cambiante de Cohen, y la razón por la cual se somete a retiros espirituales todos los meses, en los que no hace otra cosa que meditación, 24 horas por día, durante una semana. El resto del tiempo trabaja limpiando la nieve, fregando pisos y trabajando en la cocina de la comuna. El monje que aquí es conocido como Jikan (“El silencioso”) ha dejado de lado casi todas las cosas que le han dado fama y leyenda: el manejo de la palabra, los trajes elegantes, el hambre de ideas y los dones de un hipnotizador para encantar al mundo. “En el zendo todo eso desaparece. No me fijo si una mujer es fea o hermosa, si un hombre huele mal o no. Cuando estoy sentado meditando, sólo siento el dolor. El mío y el de los demás. A veces se va, y después vuelve. Y no se puede pensar en otra cosa”. El monje Cohen hace una pausa y por ella se cuela el viejo Cohen: “Nada muy diferente a cuando estás con el corazón destrozado”.

El trovador que iba a las fiestas de Hollywood del brazo de Rebecca De Mornay, el poeta del que Kurt Cobain cantó “Dénme un mundo post-Leonard Cohen / para que pueda lamentarme eternamente”, está demasiado feliz para escribir. Eso dice (aunque un día después muestre cosas que está escribiendo para un futuro libro que probablemente se llame Book of Longing), bien escondido en la gorra que su roshi le “ordenó” vestir. “Toda esta disciplina es para aterrorizar a la gente. Pero hay mucho para ganar en ese terror: es de lo más eficiente para llevarnos a determinado lugar”, dice sarcásticamente. Hacia ese lugar estuvo viajando Cohen todo su vida, en cierto sentido. Hace poco una revista budista le pidió a Cohen que le hiciera una entrevista a Sasaki: maestro y discípulo aceptaron gustosos, si los dejaban hablar de “vino, mujeres y dinero”. No es que Cohen se haya alejado por completo del mundo. Aún conserva un dúplex en el distrito judío de Fairfax, en Los Angeles, donde vive habitualmente su hija. Cuando lo visito allí a las dos de la mañana, oigo el crepitar de una radio en su dormitorio. Cohen dice que ha bajado a esta meca de la superficialidad y el egocentrismo como una etapa más de ese entrenamiento que tiene lugar en las montañas.

Leonard Cohen x 5
Leonard x 3. 4-Cohen y su novia de entonces, Rebecca De Mornay, en la entrega de los Oscar 1996. 5-Los Buckskin Boys: country canadiense con un poco de angst marca Cohen.

De algún modo, ha estado allí desde el principio. Sus canciones siempre hablaron de guerra y sumisión, y él siempre pareció solitaria y porfiadamente pasado de moda, tanto arrodillado como de pie o en una cama. El frío ascético de la montaña es, a fin de cuentas, un perfecto escenario para una canción de Leonard Cohen. Su voz nunca pretendió diversificar sus temas; sólo ir más y más profundo: el estribillo de Democracy (uno de los hits de su último disco) aparece en su novela Beautiful Losers escrita y publicada hace treinta años; por entonces, cuando el mundo entero lo veía como un seductor insaciable, consumidor de LSD y enfant-terrible impenitente, escribía: “Rezar es transformarse. Un hombre se transforma en un niño cuando pide por todo lo que hay en un lenguaje que nunca ha dominado”. Durante medio siglo ha jugado sin cesar con la entidad conocida como “Leonard Cohen”. Ahí está el niño judío de clase media alta tomando clases de hipnosis, formando una banda country llamada los Buckskin Boys, cantándole Suzanne por teléfono a Judy Collins cuando era un serio autor de seis libros de poemas y convirtiéndose en el trovador que sorprendió al mundo en el Festival de Jazz de Monterrey, perdiendo los derechos de autor de esa misma canción (nunca cobró un centavo por ella), codeándose con Joan Baez, Bob Dylan y Jimi Hendrix en su cuchitril del Chelsea Hotel, diciéndole a todas sus mujeres que ser sincero con ellas implicaba traicionar a su Musa, destrozado por el novelista Michael Ondaatje en una crítica literaria del tamaño de un libro, vendiendo poemas a la revista porno Cavalier, apareciendo en el escenario en un concierto en Hamburgo montado en un caballo blanco y saludando a la audiencia con un “Sieg Heil!”. Cohen ha demostrado una inquietante aptitud para encarnar todos los mitos románticos, para boicotear cada uno de sus logros con gestos pueriles, para cortejar el éxito pretendiendo ignorarlo. Después de publicar un libro de poemas llamado La caja de especias de la Tierra, tituló al siguiente Flores para Hitler. Cuando su carrera musical parecía un coherente buceo en la naturaleza del alma se unió, de toda la gente posible, a Phil Spector, para grabar el disco Death of a Ladies’Man (“Muerte de un mujeriego”) que el mismo Cohen consideró “una obra maestra del grotesco”. Cuando nadie se atrevía a poner dinero para financiar un concierto suyo en Nueva York, uno de sus temas escalaba hasta el puesto número uno de los rankings en Noruega y permanecía ahí 17 semanas.

Sentado en su cabaña una fría mañana de diciembre, Cohen dice que no reclama piedad ni sabiduría: su entrenamiento es una respuesta a las vicisitudes de su vida. “La presencia ineludible de lo Otro es lo que nos generó la religión. La religión es la máxima obra de arte. A fin de cuentas, no somos otra cosa que una congregación en torno a la perplejidad”, dice, tomando un sorbo de la taza de café. Lleva sin dormir casi seis días. En la mesa hay una gruesa libreta con cientos de versos que probablemente se condensarán en las cuatro estrofas de una canción. “Las humillaciones, los momentos de gloria son tan frecuentes y abundantes, que a veces resulta pavoroso. Por eso ha venido acá toda esta gente: porque están jodidos y desesperados. Nadie viene a un lugar así a menos que esté desesperado”. Y, aunque minutos después confiese que él está allí “porque el roshi me lo recomendó para evadir impuestos”, hay algo genuino detrás de su calculada irreverencia. Leonard Cohen está intentando con todo su cuerpo y toda su alma simplificarse a sí mismo, de la misma forma en que reduce los centenares de versos de su libreta a una breve y ebria canción.

Dos historias cortas, casi abstractas, que me relata Cohen al amanecer. Justo antes de la Revolución Cubana, el joven Leonard Cohen caminaba por la playa de Varadero con sus shorts caqui de la Armada Canadiense y su cortaplumas, fantaseando con la idea de que descubrieran que era el único norteamericano en la isla y lo arrestaran por ser el primer miembro de una fuerza invasora. “Y de pronto me encontré rodeado por dieciséis hombres armados hasta los dientes que me apuntaban. Sólo atiné a decir las únicas palabras que sabía en castellano: ¡Amigo! ¡Pueblo! ¡Amistad! y ellos bajaron las armas, me pusieron un collar de balas al cuello, me palmearon los hombros y todo fue fantástico”. Acto seguido, decide inopinadamente hablar de su última novia. “Cuando conocí a Rebecca De Mornay, me embargaron todo tipo de pensamientos. ¿Cómo iba a ser de otro modo ante una mujer de semejante belleza? Pero ella no dejó que mi mente siguiera complicando las cosas. Se dio cuenta de que yo era un tipo que no podía entregar”. Cuando le pregunto qué sentido le da a la palabra entregar, contesta: “Ser un buen marido, tener hijos, todo eso. Y ella tenía razón, por supuesto. Pero fue lo suficientemente buena como para perdonarme. El otro día desayuné con ella, y le dije Sé por qué me perdonaste. Porque realmente lo intenté”. De pronto, se detiene y pregunta qué hora es. Se la digo. “No debería estar hablando acerca de mis aventuras cuando estamos por escuchar un fantástico teisho”. Y desaparece entre los pinos envuelto en su túnica negra.

Una escritora de Nueva York que pidió que no mencionara su nombre describió así a Cohen: “Es un hombre muy, muy complicado. Quiero decir, es complicado de una manera complicada. Al lado de él, Dylan parece infantil”. La primera vez que se vieron, Cohen la felicitó por uno de sus libros. Media hora después, le dijo: “Tu escritura es mucho más interesante que tú misma”. La crueldad es una de las facetas más desconcertantes de la personalidad de Cohen. El seductor oportunista descripto por su amiga Anjelica Huston como “mitad lobo, mitad ángel”, el poeta laureado que confiesa que, en sus inicios, “estaba más interesado en la vida poética y todo su entorno, que en la poesía misma”, sabe mucho sobre el tema de la vanidad. “Aquí también se manifiesta el pecado del orgullo. Más secretamente, quizá: cada uno se siente como un marine del mundo espiritual”, dice el hombre que se considera “uno de los peores llorones del planeta. Y agrega que el roshi a veces mira a sus fieles de la montaña y dice: “¡Atención, mundo: necesitas más budismo!”.

Las noches y los días se suceden. Cada amanecer un joven monje golpea a mi puerta con una bandeja de comida, y todas las tardes visito a Cohen en su cabaña y él sirve té verde para los dos, en toscos vasos de vino. Cuando le pregunto sobre qué está escribiendo, dice: “El proceso es muy parecido al de un oso irrumpiendo torpemente en un panal: es delicioso y es horrible, y allí estoy, y hay algo inevitable en todo eso”. La mayoría de los escritores que admira son increíbles desastres como seres humanos, en su opinión. “Maravillosa y vigorizante compañía. Pero me apeno por sus mujeres, o sus maridos, y por sus hijos”, dice con una torva sonrisa.

Mientras se raspa la suela de sus zapatillas sin cordones con un cuchillo dice que, cuando oye una de sus canciones en la radio, todo lo que piensa es: “Estas canciones son realmente buenas. Y es maravilloso que hayan sido escritas, y más maravilloso todavía es que encuentren un lugar en el corazón de alguien. Lo que me gusta es escribir una canción que se deslice dentro del mundo, y que todos se olviden de quién la ha escrito. Pero a veces escucho mi voz y pienso: este tipo tiene que ser el farsante más grande de su generación. Esto es hilarante: hilarantemente inepto, hilarantemente solemne. E hilarantemente inapropiado para estos tiempos”.

Las 168 horas del retiro están terminando. Subo a la montaña para unirme al resto de los discípulos en lo que será la última práctica. La mayor parte de ellos está a punto de desfallecer -o trascender-, algunos tienen heridas abiertas en las plantas de los pies, otros cabecean constantemente, otros están cargados de electricidad como cables de alto voltaje. A las dos de la mañana de la noche más larga del año se quiebra por fin el silencio, y toda esta gente que habla y se ríe vuelve a ser lo que era antes de subir a la montaña: profesores de matemática, médicos o escritores. Entre la exaltación general se oye una voz de mujer que dice: “¡Es mejor que las drogas!”. En su sepulcral cabaña, Cohen destapa una botella de cognac y ofrece un poco de gefilte fish y matzoh de una caja. Por más andrajoso que esté, parece encontrarse muy lejos de aquel que gritaba penosamente en su álbum en vivo de 1973: “No soporto quien soy”.

Un rato después dice: “Creo que ni la literatura ni la música están dando en el clavo de la crisis que estamos viviendo. Desde mi punto de vista, estamos en la antesala de una catástrofe de proporciones bíblicas. Exterior e interior. En este punto es más devastador en el terreno interior, pero está goteando hacia el mundo real. Por las proporciones descomunales de esta catástrofe, cada uno se sumerge en sus asuntos, como quien se aferra en una inundación a un pedazo de madera, y ve pasar al resto corriente abajo, en una marea que ha arrasado con todo lo que teníamos. Me parece completamente demencial que, en un trance así, la gente insista en diferenciarse con etiquetas tales como conservador o republicano, o lo que sea”.

Por supuesto, agrega con impaciencia, no puede explicar qué hace aquí. “No creo que nadie realmente sepa por qué hace las cosas. Si detenemos a alguien en el subte y le preguntamos adónde va, en el sentido profundo, no podemos esperar realmente una respuesta. No sé por qué estoy aquí. ¿Qué otra cosa debería estar haciendo? Sé positivamente que no quiero ser el cantante folk más viejo de la ciudad. ¿Comenzar un nuevo matrimonio con una mujer joven y formar una nueva familia? Lo odié cuando lo viví. ¿Encontrar nuevas drogas, comprar vinos más caros? No lo sé. Esta me parece la respuesta más lujuriosa al vacío de mi existencia. El entretenimiento realmente profundo es la religión. Un entretenimiento real, profundo y delicioso. Nada lo iguala. Excepto ser joven, claro: el impulso hormonal tiene su propio ímpetu”. Antes de despedirse, me mira a los ojos y su voz se suaviza: “Nos hemos reunido aquí, alrededor de un hombre muy, muy viejo, que tal vez nos sobreviva a todos, o tal vez muera mañana. Eso le da una urgencia apasionada a lo que hemos hecho, que me llega al corazón. Me hace sentir orgulloso ser parte de esta comunidad”. Salimos al estacionamiento. Una mujer se acerca y le dice a Cohen todo lo que sus canciones significan para ella. Cuando estamos nuevamente solos le pregunto si estaría aquí igualmente si el roshi no estuviera. “Sin él, no”.

Mientras bajo la montaña, escuchando viejas canciones con oídos nuevos, pienso en la extraña relación entre Cohen y Sasaki, la forma en que ninguno parece necesitar nada del otro, salvo su presencia. Es conmovedor, en cierto sentido: el cantante que definió como nadie la jaula en que se convierte el amor, que no encontró a sus 63 años una mujer con la cual permanecer o un hogar al cual no abandonar, el experto mayor en los vericuetos de la traición y el tormento, que hace 25 años aseguraba haber “arruinado a todos los que se habían acercado a él”, el poeta que se volvió famoso cantando “Esa no es manera de decir adiós”, el hombre voraz que veía en el cambio permanente el mayor afrodisíaco imaginable, finalmente ha encontrado un lugar que no quiere abandonar y un vínculo que no lo decepciona.