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![]() Por SERGIO A. PUJOL Desde 1939, por Blue Note pasaron muchos de los mejores músicos de jazz para lograr su grabación memorable. Charlie Parker, John Coltrane, Miles Davis, Horace Silver y Art Blakey son algunos de esos monstruos que se incluyeron en el sello. Bajo la dirección del berlinés Alfred Lion creció y se desarrolló uno de los mitos más importantes de ese siglo: la empresa que escuchaba a sus artistas. El catálogo del sello discográfico Blue Note es una carta de navegación a través de las corrientes cambiantes del jazz. Desde su creación en 1939 hasta las últimas novedades, la firma de Alfred Lion y sus discípulos es la gran aventura discográfica de la música afroamericana. En su lista de títulos, ahora parcialmente reeditada, hay una parte importante del jazz moderno, desde su protohistoria hasta sus más recientes proyecciones. No está todo, pero lo que está es dinamita pura: clásicos, en el sentido que Italo Calvino le daba al término. Blue Note fue el primer hogar de grandes músicos, como suelen serlo esas editoriales pequeñas que, en los márgenes de la industria cultural, establecen un lazo especial con sus autores. Un lazo cimentado en la admiración y el respeto por obras que reclaman ciertas condiciones materiales para su mejor realización. ¿Condiciones materiales? Sí, pero no necesariamente económicas. El secreto de Blue Note -recordaba hace poco el contrabajista Ron Carter- estaba en que tenías tres días de ensayo antes de grabar. Tres días para arreglar las notas, decidir quién hacía el primer solo, cuánto tiempo duraría cada estribillo, cuántos estribillos habría por melodía, si es que iban a dominar las negras o las corcheas... Se hacía tanto trabajo de pregrabación, que uno llegaba al estudio como si hubiese estado tocando varias noches seguidas en un mismo club de jazz. DE BERLIN AL JAZZ Todo empezó cuando un berlinés llamado Alfred Lion eligió vivir en Nueva York en 1938. Una decisión sensata, aunque él ya la venía meditando desde mucho antes del III Reich. Una noche de 1926, a los 16 años, Lion había escuchado a la orquesta de Sam Wooding. ¿Qué era esa música? Cacofonía tribal y degenerada, sentenciarían los maestros cantores de Nuremberg. A mediados de los 30, el ministro nazi de cultura y propaganda, Joseph Goebbels, opinaría: Si por jazz queremos referirnos a una música que se basa en el ritmo e ignora completamente e incluso muestra desdén por la melodía, una música en la cual el ritmo viene indicado por un sonido quejumbroso que insulta al alma... sólo podemos responder de manera negativa. Desde luego, Alfred Lion pensaba de otra manera. Y en América decidió cambiar su trabajo de empleado de una empresa exportadora por una práctica bastante más arriesgada y marginal: grabar discos de jazz, y encima de músicos negros. No iban a ser grabaciones comunes y corrientes, hechas a las apuradas. Por el contrario, el coleccionista convertido en empresario y vuelto a convertir en coleccionista desoiría las máximas del rendimiento capitalista. El haría discos a contrapelo del éxito comercial. Discos que, paradójicamente, se convertirían con los años en valiosos testigos de un tiempo y una sensibilidad. Lion había quedado muy impresionado por el concierto From Spirituals to Swing, llevado a cabo en el Carnegie Hall el 23 de diciembre de 1938. Allí, entre tantos músicos maravillosos, había dos pianistas de blues y boogie que lo conmovieron. Una semana más tarde, Albert Ammons y Meade Lux Lewis -los dos pianistas- aceptaron la invitación de un extranjero para grabar un par de discos. Como las cosas anduvieron bien, Lion se asoció a su amigo Francis Wolff y juntos produjeron discos de Earl Hines, Edmund Hall y Sidney Bechet. ¿Qué era aquello? El mejor jazz del momento, pero por sobre todas las cosas el que les gustaba a Lion y a Wolff. Todo el mundo bailaba con las grandes bandas de la Era del Swing, mientras ellos preferían los formatos reducidos, captados en las condiciones ideales para la música de improvisación. Algunas tomas se hacían a las 4 de la mañana, cuando los músicos finalizaban sus trabajos en los cabarets y clubes nocturnos. En esa peculiar mezcla de cansancio y excitación llamada amanecer, tocaban en estado de gracia, más cerca de la magia que de la rutina. Alfred y Francis cuidaban cada detalle: el whisky preferido del contrabajista, las palabras que calmaban la ansiedad del pianista, el café que revitalizaba al clarinetista. ¿Qué otra cosa sino detalles diferenciaba a Blue Note de otros sellos pequeños y artesanales? REVELACIONES En 1953, los discos de Blue Note se empezaron a grabar en los estudios del exigente Rudy Van Gelder, y así comenzaron a escribirse los mejores capítulos de esta historia. Empezaba la era del long play, y las discográficas tenían que ir pensando en el arte de tapa. Ya no bastaba con un sobre color madera. Los discos de jazz de la Columbia solían traer bellas pinaps sobre rocas espumosas de algún verano irreal. Blue Note, en cambio, apostaría al rostro del músico en acción o en reposo, concentrado o distendido. La fotografía de Francis Wolff y los diseños audaces de una pléyade de ilustradores hicieron avanzar el arte de la gráfica a partir de una idea, un impulso, a veces una mera atmósfera musical. Hasta el retiro de Lion en 1967 y la muerte de Wolff en 1970, Blue Note registró las inflexiones estilísticas operadas en el jazz entre el bebop, el funky y el por entonces llamado soul-jazz. Después de la generación de Miles Davis, Bud Powell, Sonny Rollins y Art Blakey, con los que Blue Note había adquirido su fama legendaria, llegó la de Herbie Hancock, Joe Henderson y Bobby Hutcherson. La música cambió, pero la mecánica de grabación permaneció intacta. Se trataba de un singular equilibrio entre la espontaneidad de una música libre, sin concesiones y el cuidado obsesivo de una grabadora que tenía una estética propia. A diferencia del exquisito pero un tanto frío ECM o del brillante y a veces desparejo Verve, Blue Note logró una fogosa interrelación entre el músico y el micrófono que lo captaba. Lógicamente, Alfred Lion tuvo que resignarse a que sus mejores artistas fueran tentados por sellos más grandes, una vez descubiertos sus talentos en brillantes primeros discos. Según revelaría su viuda años más tarde, el alejamiento de Horace Silver y Jimi Smith, dos de sus músicos preferidos, sumió a Lion en una tristeza profunda. La casa grabadora no tenía problemas económicos serios, seguían surgiendo nuevos solistas y los discos ya célebres del catálogo se vendían a ritmo sostenido, pero no era posible construir largas series discográficas de un mismo músico. Así era el mundo, y a Lion no le gustaba. Un día decidió dejarlo todo y encerrarse a escuchar sus queridos discos. OTRA VUELTA DE TUERCA Pero hubo un renacimiento. El 22 de febrero de 1985, en el Town Hall de Nueva York, se organizó un concierto en homenaje a Blue Note. Tocaron algunas de las estrellas del sello, y Lion, anciano venerable, le dijo hasta luego a su discoteca y fue esa noche a escuchar en vivo las variantes de una música que él había contribuido a desarrollar. Afortunadamente, aquél no sería un mero tributo al pasado. El sello siguió grabando y editando bajo la supervisión de Michael Cuscuna y Bruce Lundvall, dos fieles oficiantes del jazz. Varias voces del fin de siglo tienen o han tenido paradero en el Blue Note de última generación. De John Scofield a Cassandra Wilson. De Benny Green a Gari Allen. Pero la vigencia del sello quizá haya que rastrearla por otro lado. Un lado un tanto insólito. Una noche de 1990, en una disco de Londres, descubrí a un grupo de jóvenes bailando con la música de Art Blakey, música grabada hace más de 20 años, recordaba hace unos meses DJSmash, un disc jockey de hip hop. El notable éxito mundial del grupo US3, que remasterizó y sampleó algunos discos de Blue Note de los años 60, significó el retorno del jazz que elegía Alfred Lion al curso protagónico de la música negra. En las penumbras fragmentadas de discotecas en las que el jazz es poco más que un dato arqueológico, los formidables golpes de Blakey o las sutilezas de Hancock parecen ensayar otros destinos. Claro que para un disfrute menos agitado, ahí están los discos (hoy compactos) azulados de la gran saga del jazz llamada Blue Note. El color es el del cielo, pero también el de las notas de una gama única. A propósito de la salida de JAZZ. THE BLUE NOTE COLLECTION, 52 compactos con fascículos en entregas semanales. Editaron Blue Note (Capitol Records) y Time Life. |