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El poder de Playboy

Por BILL BUFORD

En 1965, cuando yo era un niño, la revista más poderosa que tenía a mi alcance no era The New Yorker. Tampoco Rolling Stone, a pesar de que allí firmaran Hunter S. Thompson y Tom Wolfe, y se publicaran las mejores notas sobre Grateful Dead, Jefferson Airplane y todas esas bandas de Haight-Asbury. No era ninguna de esas publicaciones underground con título monosilábico -Oz, Id, Fuck, Suck, Dick, Duck, Rut o Butt- que, a pesar de todo su entusiasmo, carecían de la suficiente fuerza de distribución para llegar hasta los suburbios de Los Angeles. Era Playboy.

Mi padre leía Playboy, hecho que descubrí cuando alcancé la edad en que se encuentran recompensas al merodear la habitación de los padres y encontré un ejemplar escondido bajo la cama de dos plazas. ¿Cuál era el lugar que ocupaba Playboy en el matrimonio de mis padres? Lo supe, o me lo hicieron saber ellos involuntariamente, una noche tarde, poco después del descubrimiento. Y así comprobé el poder de Playboy, alimentando las fantasías de mi padre (¿por qué, si no, la leería?) y las inseguridades de mi madre (¿qué otra cosa podía pasarle a un ama de casa típica de entonces?). En más de un sentido, Playboy era algo maligno, y por lo tanto, muy atractivo.

La semana pasada me tocó asistir a la entrega anual de los Premios de Revistas en el Waldorf Astoria de Nueva York. Hay galardones a la mejor crónica, la mejor fotografía, la mejor pieza de ficción, ese tipo de cosas. Me llamó la atención una hermosa rubia sentada a una mesa cercana, junto a un hombre mucho mayor, de cintura ancha y pelo completamente gris, que lucía un smoking estilo Las Vegas. El hombre estaba acariciando la oreja de la rubia. Era un gesto demasiado mecánico para calificar de erótico: desde donde estaba yo sentado, parecía que la oreja de la mujer no era una oreja, sino un picaporte, y el hombre mayor maniobraba con él como si estuviera trabado. Me hizo acordar a la muñeca del cuento de Hoffman: irresistible, siempre y cuando se le estuviera dando cuerda sin cesar. Entonces me di cuenta de quién era el editor entrado en años: Hugh Hefner, que había venido a recibir un premio por su trayectoria, acompañado no de una muñeca a cuerda sino de su sexta o séptima esposa y madre de sus dos hijos pequeños, quienes se treparon al regazo de su anciano padre cuando se sirvió el postre.

Esa noche se entregaba otro premio a la trayectoria: a Gloria Steinem, la famosa feminista. ¿Era la primera vez que Hefner y Steinem compartían un escenario? Steinem es la fundadora de la revista MS (y la inventora de ese término, que evita la mención del estado civil de la interlocutora). En su juventud fue, también, una conejita Playboy encubierta: desde la publicación de un legendario artículo en el cual narraba su experiencia como mujer objeto, se había convertido en la némesis de Hefner. Luego de la ceremonia, ambos rehusaron ser fotografiados juntos.

¿Qué hace grande a una revista? El concepto de revista es una creación reciente. Los diarios, como los libros, han cambiado poco y nada durante los últimos 200 años, pero la revista norteamericana es un invento del siglo XX. Y las mejores inciden en la cultura en formas que sus editores no pueden predecir (ni duplicar después). La Historia pasa por sus páginas, aunque quienes escriben en ella no lo sepan. The New Yorker. MS, durante poco tiempo. Rolling Stone, en su época de gloria: una revista sobre música, pero con un estilo periodístico que iba mucho más allá. Y Playboy.

Estuve releyendo números viejos de la revista. Me sorprendió descubrir que muchas de las novelas de Ian Fleming fueron publicadas por entregas allí: Al servicio secreto de su Majestad, Sólo se vive dos veces, El hombre del revólver de oro. Por supuesto, James Bond encarnaba como nadie la sensibilidad casi de comic de Playboy, y el modelo de hombre que tenían en mente casi todos los adultos de aquel tiempo, a diferencia de las revistas masculinas de hoy. Las fotografías de Playboy circa 1965 muestran a hombres en reuniones de negocios, abordando aviones, o realizando depósitos en bancos suizos. En su tiempo libre esquían, manejan autosdeportivos o toman un trago con una hermosa mujer. No es la vida habitual de un joven soltero: es la de un hombre casado viviendo como alguien que puede tenerlo todo. Hace poco llegué a la conclusión de que Playboy fue quizá la influencia más poderosa en la vida de mi padre. Hago responsable a Playboy por el auto deportivo que estrelló, por el peluquín que se le volaba en la playa y por las clases de baile que desembocaron en papelón en un alcohólico Año Nuevo (con el abortado intento de extraer el corpiño de nuestra vecina, la señora Weinert). En cuanto a mi madre, ella responsabiliza a Playboy por una sola cosa: su divorcio.

Bill Buford, creador de la excelente revista Granta y autor de un libro igualmente excelente sobre los hooligans británicos titulado Entre los bárbaros, es en la actualidad el editor estrella encargado de toda la ficción que se publica en The New Yorker.

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