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MUSICA 3 Blues del hombre salvaje

Tocala de nuevo, Woody

En teoría, el documental de Barbara Kopple registra -desde múltiples escenarios europeos, pasando por la trastienda de los cuartos de hotel y butacas de avión hasta llegar a la casa de sus padres nonagenarios- una extenuante gira de la New Orleans Jazz Band con un hombre llamado Woody Allen que toca bastante bien el clarinete. En la práctica, lo que el film muestra es mucho más que eso: las fobias de la persona detrás del personaje, los perturbadores mecanismos de la fama y -cuidado con esa señorita- a una joven llamada Soon-Yi Previn quien, por esas cosas de la vida, nunca vio una película llamada Annie Hall. Ni le interesa verla.

Por JOSE PABLO FEINMANN

Woody y su banda


woody live in europe junto a su banda de jazz de la que no es, curiosamente, el líder.


el cineasta en una pausa distendida, comparando clarinetes en exhibición.


allen con la notoria soon-yi previn, con quien contrajo matrimonio durante la gira.


otra escena íntima del revelador documental de barbara kopple, wild man blues.


tocar en vivo con su banda es la coartada perfecta para no asistir a los oscars.

Barbara Kopple es documentalista, tiene más de un Oscar, tiene talento, tiene fama de rebelde, inconformista y consiguió, con todos esos méritos, que Woody Allen le permitiera meter su cámara en medio de una trajinada gira europea de la New Orleans Jazz Band. Este simpático conjunto -que toca el jazz tradicional de New Orleans- no tendría la fama ni la convocatoria que tiene si no fuera porque su clarinetista es Woody Allen, uno de los cineastas más geniales de los últimos veinticinco años. Así las cosas, el film de Kopple -Blues del Hombre Salvaje- es, en lo inmediato, atractivo y, en lo mediato, complejo. Es atractivo porque todos o casi todos quieren a Woody Allen. O a ese personaje que él hace: un judío de Manhattan, algo paranoico, hipocondríaco, intelectual, hijo de padres castradores y amante de mujeres complicadas. Y es complejo porque uno se pregunta cuál es el rostro detrás de la máscara: si hay algo más allá del personaje Woody Allen y si esto está en el film de Kopple, tal como, de acuerdo a sus antecedentes, debería estar.

No faltará -y no ha faltado- quien diga que Kopple se puso al servicio de Allen; que no develó ninguno de sus verdaderos secretos, sino que su documental sigue tan fielmente al personaje Woody Allen que parece otra de sus películas. Sabemos que Allen se manda al frente en sus films: todos parecen ser autobiográficos. Allen es como Charlie Chaplin o Buster Keaton. Es él en todas sus películas. ¿Consiguió Kopple, con sus Oscar y su talento y su osadía, ir más allá? ¿Hay algo más que sepamos de Allen luego de ver su documental? Sí y no.

A ESE TIPO LO CONOZCO Está, en principio, la cuestión del jazz. Si el documental se filmó es porque hubo una gira, y en esa gira Allen toca el clarinete con su conjunto. Uno de los primeros planos de lectura nos dice: “Vean, además toca el clarinete”. Quiero decir: si uno ve a esta orquestita y en lugar de ese señor esmirriado y pelirrojo que todos saben es Woody Allen, hay un señor delgado o gordo, con bigote o sin bigote, con pelo o calvo pero que, definitivamente, no es Woody Allen, uno cambia de canal, Kopple no hace su film, se pudre todo. Ocurre que ese tipo que sopletea con mediana habilidad ese clarinete es Woody Allen; y que todo lo que haga -si canta, si baila, si toca la batería o cocina un omelette- es un plus que no hace sino confirmar su genio. Los genios son así: se desbordan. Allen toca su clarinete y uno sabe que nunca hubiera sabido de él absolutamente nada si él sólo hubiese hecho eso en la vida. Pero hizo, además, Hannah y sus hermanas, Annie Hall o La Rosa Púrpura de El Cairo. Y ahora toca el clarinete rodeado por músicos de verdad y frente a un auditorio. Qué duda cabe, un dotado.

PRIMER SOLO Sin embargo, no. El auditorio de Allen está entregado antes de que el genio de Manhattan toque una sola nota. Allen podría haber tocado mal, realmente mal en esta gira y lo hubieran aplaudido igual. Sólo querían verlo. O les bastaba con algunas notas correctamente ubicadas. Fueron a dejarse fascinar por alguien que ya los había fascinado. Y Allen -que toca bastante más que algunas notas correctas- los fascinó una vez más, como era previsible. También les ocurre esto a los espectadores del film.

Todo se desliza sin sorpresas y agradablemente. Uno siente que está en casa: es decir, que está con el viejo y querido Woody, que sabe, una vez más, entregarnos lo que nos gusta de él. Se siente mareado en el avión, soporta a los fans, habla de sus pastillas para dormir y sus antibióticos, de Fellini, de Bergman y de jazz. Incluso Kopple adosa música de Nino Rota a muchas escenas. La gira es extenuante: 18 ciudades en 23 días. Woody tiene tiempo y espacio para desplegar sus encantos: el gag verbal siempre inteligente, el inevitable resfrío, un paseo en góndola, una visión de Roma que le permite hablar de La Dolce Vita. Los europeos lo aman incondicionalmente. Lo sienten, incluso, propio. (Algo así pasa con los porteños. Si Allen se viniera por aquí con su orquestita arrasaría como en París; en la, claro, París de América latina.) Los franceses tienen un viejo hábito con los norteamericanos: no sólo se sienten superiores a ellos por méritos propios, sino que creen apreciar mejor que ellos lo que ellos producen. Amaron y comprendieron mejor a Hitchcock. A Jerry Lewis. A Samuel Fuller. Y ahora a Woody Allen. Es como si Estados Unidos fuera indigno de los genios que produce y -por suerte- existiera Francia para darles cobijo, reconocimiento. Así, no deberá extrañarnos que las multitudes lo asedien. Que un buen señor llame a su habitación porque quiere sacarse una foto con él. Que la hermana de Woody tenga que explicarle que el señor Allen está descansando. Que Woody se resigne a su gloria y la controle con un par de buenos gags. ¿Qué es, entonces, lo asombroso, lo inesperado en el documental de Barbara Kopple? Llegó el momento de decirlo: es Soon-Yi Previn.

LA AMENAZA AMARILLA Allen no fue solo con sus músicos a la gira europea. Se llevó a su novia. La, como él la define, “notoria Soon-Yi Previn”. Todos sabemos cuál es la notoriedad de Soon-Yi. Proviene del estridente affaire Allen-Farrow. Todo el mundo estuvo pendiente de ese caos éticosentimental. Allen pasó a ser un monstruo, un abusador de menores, un desborde patológico. ¿Quién era Soon-Yi? De ella se sabía poco. Bien, ya no. Es la estrella del documental de Barbara Kopple. Se roba la película, por decirlo así.

Quedará para otra oportunidad -lejana, creo- el análisis del poder de la femineidad oriental en los genios de Occidente: Yoko Ono y John Lennon, María Kodama y Borges y -ahora- Soon-Yi Previn y Allen. Soon-Yi lleva el apellido de un formidable músico. André Previn sabe mucho más que balbucear notas en un clarinete: es un descollante pianista, compositor y director de orquestas sinfónicas. Si Allen quiso ganar musicalidad con Soon-Yi, el camino no estaba errado. Lleva un apellido excepcionalmente sonoro y prestigioso. El apellido, además, de un hombre que detesta a Allen, ya que pocos dijeron cosas más duras sobre él que el brillante Previn. Volvamos a Soon-Yi.

Comienza -con clara energía- llamándole la atención a Woody acerca del trato que tiene con los hombres de la orquesta. Woody sólo habla con Eddy Davis, que es el que toca el banjo y, además y nada menos, el líder de la banda. Woody, recomienda Soon-Yi, tiene que tratar también a los demás. Esto revela el primer aspecto inesperado de Allen: se aísla de sus compañeros. Luego, en Madrid, Soon-Yi se queja de la tortilla a la española y, sin miramientos, cambia los platos con Allen sin siquiera pedirle permiso. Luego, uno lo mira a él y la mira a ella. Ella es impune. Tiene la impunidad de la belleza joven, de los bríos tempranos. Se permite todo. Allen le tolera todo. Ella dice que vio Interiores (uno de los grandes films de Allen, un Bergman mejor que Bergman) y que le pareció larga y tediosa. Allen le recomienda que vea Annie Hall; que la vea, dice, con alguna de sus amigas teenagers, que le va a gustar. Soon-Yi sonríe: no cree que le guste, no le interesa verla. Recuerdo una escena de Manhattan: Woody ha hecho el amor con Mariel Hemingway y le habla de Rita Hayworth descontando que ella no la conoce, que jamás oyó hablar de la diva de Gilda. Mariel le dice que no es así, que sí la conoce, que él tiene prejuicios sobre ella: “Creés que no conozco nada que sea pre-Paul McCartney”. Bien, Soon-Yi Previn parece no conocer nada que sea pre-Soon-Yi Previn, incluido Woody Allen.

Hay una escena decisiva y conjeturo que Barbara Kopple merece un gran mérito por ella. En un lujoso hotel de Milán, Allen y Soon-Yi deciden nadar en una pileta suntuosa, exclusiva, solitaria, que generosamente los aguarda. Aparecen con batas blancas. Y se las sacan y cada uno exhibe su cuerpo. Allen tiene sesenta y dos años y Soon-Yi veintisiete recién cumplidos. Allen es flaco, esmirriado, blanquiñoso, sus carnes tiemblan de flojedad y de frío. Soon-Yi es sólida, vital, sexy, usa un bikini negro y sonríe como si el mundo le perteneciera. Se tiran al agua. Allen con cautela. Ella decidida. Son, inapelablemente, un abuelo y su nieta; su pequeña, juguetona, alegre nieta. Sólo que el abuelo es patético porque no es el abuelo, pretende ser su amante. Sólo que el abuelo -también- es patético porque ella no sabe nada de él, de sus obsesiones, de su arte, de todo aquello que hace que él sea él. El abuelo es patético porque cree que unas carnes sólidas le permitirán dejar atrás las grandes dudas que fascinantemente lo tramaban. Allen -que es, claro, conciente de esto- busca superar a Soon-Yi con su brillo verbal, con su inteligencia. Pero Soon-Yi es invulnerable: ella no necesita ser brillante ni genial, es joven. Y ese viejecito está chiflado por ella. Porque Soon-Yi no es María Kodama. No es la sumisa alumna que vive deslumbrada por el genio del gran hombre. Soon-Yi (y Allen se lo merece) le hace pagar al sugar-daddy el costo de su bobería crepuscular. Y -aquí sí: magistralmente- el film de Barbara Kopple nos muestra el verdadero rostro que la máscara ocultaba. Nos exhibe al Woody Allen detrás de Woody Allen: el gran hombre es un sugar-daddy, que se babea por su muñequita tonta, que le tolera todo, que se somete a su carnalidad bella, silvestre, agresiva. Que le tolera -y éste es el gran costo- que no lo conozca, que no le importe conocerlo. No es casual que el film concluya con la imagen de la madre de Woody: tampoco a ella le importa la obra de su hijo, hubiera preferido que fuese farmacéutico, que se casara con una chica judía, algo así. El desdén de la madre prefigura y aclara el desdén de Soon-Yi. Nunca debiste tirarte a esa pileta, Woody.