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Vale decir


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Estudió medicina, letras, filosofía, matemática, música, francés, inglés, alemán, principios básicos de latín y griego. Enseñó metodología, estadística, teoría de la comunicación y sociología. Fue un publicitario estrella (“Suaves pero con sabor, el equilibrio justo: Jockey Suaves, los lancé en el ‘77”, dice), investigador de mercados, redactor, empresario, militante (“liberal marxista”, aclara), columnista en medios diversos, timbero en la Bolsa y estafador (“Eso consta en mi prontuario de la Policía Federal Argentina”, escribe). Navegaba tres veces por semana, viajaba seguido a Londres, ganaba y dilapidaba fortunas. Todo eso hasta 1980, cuando, en pocos meses, cayó preso en Devoto (en un larguísimo episodio que cuenta con lujo de detalles para rematar con “¿Sos como los botones de Noticias, que quieren remover todo?” en abierta referencia a una nota publicada hace poco en esa revista) y ganó el Premio Coca-Cola, con una serie de cuentos de potencia casi inaudita para esos años oscuros. El premio incluía un cheque y la publicación: Fogwill cobró el cheque y preguntó a la editorial si, habiendo escrito un libro como el suyo, creían que iba a firmar un contrato como el de ellos. Los de la editorial se rieron; Fogwill no firmó y Mis muertos punk se publicó en Tierra Baldía, la editorial que Fogwill dirigía y sustentaba con sus ingresos como publicitario, y donde publicaron Osvaldo y Leónidas Lamborghini y Néstor Perlongher. “Puse una editorial y publiqué a tres o cuatro de los buenos, y además me colé yo entre los buenos, pero nunca busqué un carajo autores nuevos: Lamborghini me cayó de regalo, y Perlongher trabajaba conmigo hacía cinco años y todos se reían de él porque escribía versitos maricones”.

MULTITUDES DE FOGWILL
Veinte años y trece libros después, Fogwill acaba de publicar la novela Vivir afuera, una de las radiografías más descarnadas de la resaca que vienen dejando todos estos años menemistas. El libro, como todos los publicados o reeditados durante los últimos diez años, está firmado Fogwill a secas. Una primera explicación parece asomar en la presentación de sí mismo que escribió Fogwill para la edición en España de Cantos de marineros en La Pampa (lo más cercano a un ejercicio de sinceramiento que se le conoce en los últimos tiempos): “Debí llamarme Samuel Enrique, como todos los primogénitos de las últimas diez generaciones de Fogwill en Devon. Pero mi familia interrumpió esa tradición de siglos para evitar que me confundiesen con un judío, y mi padre aprobó la idea (de llamarlo, en cambio, Rodolfo Enrique) para evitarme la bochornosa sensación de alivio que sucede a la rendición de cuentas de una identidad sin estigmas. Lamento no haberme llamado Samuel”. No hay segunda explicación referida a las posibles estrategias de marketing que pueden esconderse detrás del Fogwill a secas. Hay, sí, una tercera explicación, que parece la más convincente de todas: “Hay varios Fogwill. Incluso, si buscan en la guía, hay un Rodolfo Fogwill que, además de ser mi tío, es rico. Así que si cago a alguien y me buscan por la guía, van a dar con él”.


“Hay escritores que numeran sus libros y dicen: En mi cuarta novela tal cosa. Yo numeré los polvos que me echaba hasta el 28. Y cuando era más chico numeré la cantidad de veces que crucé el río Uruguay a vela.”

TODOS SON FOGWILL
Cualquier intento por rastrear el origen creativo de los cuentos de Fogwill se ve obturado por un “esa historia le pasó a un amigo mío”. Y, si le preguntan sobre el carácter autobiográfico de la primera línea del que probablemente sea su cuento más célebre (“En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk”), Fogwill repite que lo único que importa es la literatura y, en una adulteración coquera y terrorista de máxima flaubertiana, dice: “Si Flaubert dijo que Madame Bovary era él, bueno, la muchacha punk soy yo”. Y enseguida vuelve a rechazar cualquier tipo de arqueología personal sobre sus cuentos: “¿Seguro que no sos de Noticias, que querés remover todo?”. Uno o dos minutos después de destrozar un cigarrillo, arrancando el filtro y haciéndolo girar entre dos dedos hasta que por la punta se pierde buena parte de las hebras de tabaco, para recién entonces prenderlo, dice: “Lo escribí en enero del ‘79, en un barco, en el puerto de Punta del Este, con mi hijo Andrés durmiendo y los tipos de otros barcos puteando: ¿sabés el quilombo que hace una maquinita de escribir eléctrica, en un puerto, una noche que no hay viento?”.

NUNCA ENCIENDAS UN CIGARRILLO
Destrozar cigarrillos y recién entonces “prenderlos” (así: prenderlos, nunca “encenderlos”) parece ser apenas la continuación por otros medios de la célebre declaración de principios que incluyó en la contratapa de Ejércitos imaginarios, en el que abogaba por subir escaleras en lugar de “ascenderlas” y alcanzar objetos en vez de “extenderlos”. Esa fue y sigue siendo una de las fuerzas motrices de las historias de Fogwill: las cosas pasan, no “suceden”. Cuando todo eso pasó, a principios de los 80, el mapa de la literatura argentina parecía redefinir sus límites con las ediciones fundantes de tres escritores: Ricardo Piglia con Respiración artificial, Juan José Saer con La mayor y Fogwill con Ejércitos imaginarios. De esos libros, dice: “Respiración artificial no la puedo objetar. Si Piglia se propuso hacer ese libro, lo logró... pero me parece aburridísimo. En cambio, en ese libro que no es un libro (La ciudad ausente: donde no hay ciudad, no hay ausente y Macedonio no tiene nada que ver con Macedonio), los microrrelatos son obras maestras. Es un caso parecido al de Saer, que puede producir libros tolerables e impecables, pero que yo no leería”. Veinte años después, todavía hoy hay libros en que los acontecimientos “se suceden”. Y que Fogwill no leería: “A Gusmán, o los primeros libros de Chejfec, no los puedo leer. Pero hay gente que conozco y que no me parece idiota a la que le gusta. Entonces a veces pienso si no tendré una deformación policíaco-colegial, una intolerancia y exigencia de poner al autor frente a mí como si fuera alumno de un taller literario especial, en el que no le enseño a escribir sino que le explico mi teoría de que escribir es pensar”.

ESCRIBIR ES PENSAR
Ejemplo: Fogwill abre la revista de La Nación de hace dos semanas y lee el principio de una nota sobre paracaidismo: “El genial Leonardo Da Vinci, bla bla bla... ¿Cómo le vas a decir genial a Da Vinci? Decí que era puto, pero no genial. Es una falta de respeto: ¿el tipo este le escribe a gente que no sabe que Da Vinci era genial? ¿O a gente ante la cual necesita hacerse pasar por boludo como ellos? ¿O quiere narrar y no puede? Mirá lo que pone: El paracaidismo es pura adrenalina y vértigo. Las pelotas: eso son doce minutos por sábado, y el resto es autopista, cuota de club, doblar el paracaídas, aguantar el curso, esperar que venga el avión, charlar con los muchachos. ¿Dónde está la adrenalina? En la literatura pasa lo mismo: nadie se consterna cuando lo miran. Si se van a consternar, hagan una estética de esa estupidez, como Aira hace una estética del nonsense y hay gente que lo lee creyendo que eso es la literatura: para escribir mística española hay que ser Santa Teresa o San Juan de la Cruz. O Juan Gelman, que inventa una mística parodiada como estética”.

COBRAR PARA PENSAR
Los libros de Fogwill gozan de un plus a veces irritante: hay que buscarlos; no están en todas las librerías. “No es que me guste. Pero, si vendo poco, me afanan menos. Hay que entender que esto no se hace por guita. Yo cobré derechos por once mil ejemplares de Ejércitos imaginarios, pero porque se distribuía en quioscos y la semana que salió hubo sudestada y los quiosqueros tuvieron que pagar los ejemplares destruidos. La mitad de mis libros se pueden bajar de Internet. Y para conseguir la otra mitad, sobre las que algunas editoriales tienen derechos, alcanza con que me manden un e-mail: ¿quién me puede prohibir que le mande a un amigo mi obra? Tenía razón Mujica Lainez cuando me decía: Fogwill, los libros, para lo único que sirven es para hacerse conocido y que vengan los del whisky Old Smuggler, te ofrezcan hacer una publicidad y te paguen más de lo que ganaste en diez años con libros y Premio Nacional incluido”.

COBRAR PARA ESCUCHAR
En la entrevista con Fogwill, hay una estudiante de periodismo que quería hacerle una entrevista, y que Fogwill superpuso con ésta para que la chica pudiera hacer “metaperiodismo”. Ahora, la chica pregunta y Fogwill contesta:
¿Por qué escribe?
-Porque cada vez me gusta más. Escribo para corregirme. Y no hablo de mis textos, sino de mis cagadas.
¿Qué le gusta más: escribir poesía o cuento?
-Mirá, no compré Olé, así que no sé cómo van Poesía versus Cuento en el Gozómetro. Es muy lindo concebir poesía, pero es muy penoso procesarla. Con un cuento, uno tiene cierto paradigma y algunas pautas que más vale cumplir para que no se arme quilombo: descripción, diálogo y contar. En la poesía podés contar mucho, pero nadie se tiene que dar cuenta de que estás contando. Con el poema tenés que lograr revivir las sensaciones psicofísicas en las que lo pensaste.
¿Qué función desempeña un intelectual hoy en día?
-Mirá, termina el siglo y vos anotá dos nombres para saber de qué van a hablar dentro de veinte años: Bill Gates y Martin Heidegger. Los dos cierran el siglo. Uno de los dos nunca creó nada y se afanó todas las ideas con las que hizo guita. El otro inventó tres cositas en la década del 20; una o dos en la del 30 y cuatro o cinco formulitas mucho más sencillas que cualquier programa de PC en los 50. Para inventar eso, pasó años estudiando. Hoy, cualquiera que quiera escribir sobre el Imperio Romano o el siglo XVI, no puede hacerlo bien sin pasar por los quince años que llevaría leer todo Heidegger. El tipo cambió la forma de ver el mundo, sin salir de su casa, ¿entendiste?

LAS MALVINAS
En 1982 Fogwill escribió Los pichiciegos, una obra maestra de cien páginas sobre Malvinas: “Yo estaba escribiendo un libro, Memoria romana, uno de los mil que empecé y no salía. Tenía una escritura de diario. Por ese entonces trabajaba en una agencia de publicidad cuyo presidente era el yerno de un general, uno de los vicepresidentes era el hijo de otro general, y el otro vicepresidente era un brigadier Cabrera, a la vez vicepresidente del Banco Central. Yo vivía con mi vieja, y escribía en un cuartito, con la máquina, un colchón enorme que había sido de Osvaldo Lamborghini, y una mugre terrible (incluso una mina se aterró, pensando que había un bicho y era la yerba que había fermentado en el tacho de basura). El 15 de abril llegué a casa, estaba mi vieja con las amigas, y me dice: ¡Nene, hundimos un barco! Subí a la piecita y escribí: Hoy, mamá hundió un barco. Tres días después, me senté a las ocho de la noche y lo escribí de un tirón”.

EL TIRON
Fogwill dice que, aunque en sus libros haya un coqueteo con la cocaína, nunca le sirvió para escribir. Al revés, dice: “Sirve para dejar afuera al hinchapelotas del mundo. Con un buen pico, te pueden matar y no te importa. Si me dan una jeringa de morfina, que vengan a llorar y yo los consuelo y los convenzo de algo”. De lo que no puede convencer a muchos, a pesar de sus intentos, es de lo que tardó en escribir su novela Los pichiciegos: según las fechas que puso al final del texto, Fogwill tardó tres días en empezar y terminar la novela. “A 280 caracteres por minuto, en una hora escupo 16.800 caracteres. Los pichiciegos tiene 170 mil. Después dicen que la escribí en tres días. No: fueron doce horas. Los otros dos días fueron para retipear y corregir. Pero, para llegar a los diez mil caracteres por hora, necesito estar en la quinta hora, porque las otras cuatro se te van en pelotudeces: darte ánimo, pensar, arrepentirte, llamar por teléfono, entrar a Internet, chequear si está al día American Express, esperar la magia de que no pase nada en la tercera o cuarta hora para que en la quinta o la sexta algo arranque. Porque si escribís en la primera hora los diez mil caracteres, cagaste: no buscaste ni encontraste nada. Yo me siento y escribo, hasta que arranca la vocecita. Lo que les pasa a muchos tipos ahora es que sientan a esperar que les suene la voz de Aira”.

DESPUES DEL TIRON
“Hay veces en las que no me sale nada de nada, entonces aprovecho para corregir y arreglar las cagadas que hice antes. ¿Si no tengo miedo de arruinar algo que estaba bien? No, porque no puedo retroceder más. Y, si no estoy corrigiendo, leo. Por placer, para aprender y para pensar. Aunque ningún novelista lee la novela de otro autor, sino que busca mecanismos. Si estás en una carrera literaria, lo que hacés es medirte la pija con una cinta métrica y ver a quién le salió mejor que a vos. Por eso los escritores numeran sus libros. Dicen: En mi cuarta novela tal cosa. Yo numeré los polvos que me echaba hasta el 28. Y cuando era más chico numeré la cantidad de veces que crucé el río Uruguay a vela”.

VIVIR AFUERA
En Los pichiciegos, Fogwill explicaba que uno de los peligros de Malvinas era la disimulada inoculación de democracia y consumo que la guerra dejaría. Incluso, en un ejercicio profético del que no se jacta, anunciaba la llegada de un líder turco que sumergiría a la Argentina en el capitalismo más furibundo: “En su momento no pensé en Menem, sino en la turquedad, en alguien que representara la supremacía de lo mercantil y el cagarse en cualquier cosa. Eso que no puede hacer jamás un oligarca, por sus lazos de valores, ni un milico, porque la señora no lo deja. Eso que solamente lo puede hacer uno de estos bichos”. Quince años después, Vivir afuera funciona de la misma manera en la que parecen deambular los ex combatientes: como la aceitada culminación de los peores augurios. Desde seis lugares distintos, seis personajes se cruzan una madrugada de viernes en Buenos Aires: un ex combatiente (un pichiciego), una novia, una puta, un investigador del sida que dejó un laburo en Estados Unidos para trabajar en un hospital público, una nena de papá, y un jovato con resto para las fiestas y el tráfico de armas. Fogwill dice que es el primer libro que termina y que lo deja satisfecho. Y después se queja: “Yo quería articular el libro alrededor del canto ritual judío, que es un arte, una de las grandes obras de la cultura universal. Si no fuera por la fiaca, le hubiese encontrado otra vuelta de tuerca más a la historia: si no fuera fiaca e ignorante”.

PASAR FACTURA
“Todos mis libros están absolutamente cifrados, pero en éste no se nota porque en Sudamericana me achicaron un 20 por ciento el tamaño de la tipografía y todas las claves que puse cayeron en cualquier lugar. Por ejemplo, en la página 161, sexto renglón, aludiendo a una fecha, decía Carina, el nombre de mi mujer. No importa, porque no era pertinente. Lo que sí quiero es seguir pasando facturas. Y los hijos de puta de Sudamericana me privaron de hacerlo, cuando además me sacaron las dos citas de Los Pichiciegos que abrían Vivir afuera. Quiero que se sepa que, antes de que llegara el Papa a la Argentina, yo escribí que los coroneles ingleses se iban a llevar presos a los soldados argentinos, que los iban a tratar bien, que los gurkas se los iban a coger y que los iban a traer en barco, pero antes les iban a decir: Ahora van a la Argentina a votar y a prosperar, como enseña el Turco (uno de los protagonistas de Los pichiciegos). Eso: quiero que digan: Mirá, tenía razón el boludo de Fogwill”.


“El 15 de abril del 82 llegué a casa. Mi vieja, que estaba con las amigas, me dice: ¡Nene, hundimos un barco! Subí a la piecita y escribí: Hoy, mamá hundió un barco. Tres días después, escribí Los pichiciegos.”

MAS FACTURAS
Hay un rumor: que Fogwill simpatiza con el Modín, el partido del súbitamente democrático Aldo Rico. “Simpaticé con Rico cuando enfrentó a Alfonsín. Pero me di cuenta de que era un idiota, porque enfrentar a Alfonsín era muy fácil. Los milicos son unos pelotudos que le tienen más miedo a la mujer que al Ejército británico: ¿nunca los vieron salir corriendo a las once de la noche de la confitería a la que fueron a tomar un whisky con algún retirado que los va a palanquear para que la obra social les cubra la biopsia de la cuñada?”, dice. Y cambia de tema. Ahora habla de libros, y si le preguntan por qué en su casa no hay bibliotecas, dice que es por culpa de las aspirantes a licenciadas en psicología: “Llegué a tener cuatro mil libros, pero cada vez que llegaba una psicóloga a casa quería el libro del que había escuchado ayer y del que mañana se iba a olvidar. Y se lo daba. Como yo enseñaba psicología en la facultad, conocía muchas futuras licenciadas. Y perdí muchos libros”. Acto seguido, de sus alumnas pasa a su psicología: “Me analicé diecisiete años, más tres de terapia de pareja, más dos que trabajé en la Asociación Psicoanalítica Argentina y otros dos que me pasé estudiando a Freud para descubrir que era una farsa. Nunca le tuve temor a la locura, al menos no desde los dieciocho años. Hasta esa edad tenía un mecanismo que era como una máquina de producir locura: me hacía burla con un ruido gutural enfrente a un espejo, como si fuera mogólico. Hasta que un día no funcionó más”. La mujer de Fogwill, que está sentada al lado con la beba en brazos, dice: “Ya te estás yendo de nuevo”. Fogwill le contesta: “Si no me fuera, no podría pensar”. Y después dice: “La chica ésta del metaperiodismo, ¿ya se fue?”.