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Alfred Hitchcok presenta

Por Alfredo Grieco y Bavio

“Si alguien quiere una vida tranquila, que no viva en el siglo XX”. Esta declaración de León Trotsky, aunque seguramente refutable, no ha perdido efectismo. La vida de su autor acabó en el exilio y el inadvertido asesinato en México, por mano de Ramón Mercader, un agente stalinista que también era su secretario. Lo que les pasa a todos le pasa a cada uno, y las tragedias nacionales se duplicaron en las vidas domésticas. Esto vale también, en este siglo desaconsejado, para Inglaterra y Estados Unidos, las dos naciones mejor guarecidas, y para las cuales la historia fue una pesadilla que tuvieron que soñar los otros.

Hace una semana murió de cáncer el poeta laureado de Inglaterra desde 1984, Ted Hughes. El título regio de Poet Laureate (con resonancias victorianas aunque tan anterior: vitalicio, irreemplazable, munido de un puntual estipendio de la Corona) lo protegió de la necesidad, de la miseria, hasta de las estrecheces de la clase media. Pero no lo salvó retrospectivamente de una vida partida en dos por una tragedia doméstica, el suicidio de su esposa, la poeta norteamericana Sylvia Plath. En sus comienzos, el matrimonio prometía convertirse en las bodas de la poesía norteamericana vernácula y conversacional con la poesía inglesa y su culto romántico de la naturaleza. Una fotografía clásica nos muestra a la casadera Plath bajo la mirada severa pero en suma aprobadora de Marianne Moore, esa decana de la poesía de Estados Unidos cuya soltería no fue interrumpida por ningún accidente, sino más bien fomentada por la concurrencia asidua a las canchas de béisbol.

También los contrafácticos tienen su lógica. Posiblemente, Plath seguiría con vida si hubiese seguido soltera, si hubiese vivido con una mujer, si hubiese ignorado el horror de los pañales y la caca de niño que relatan, con la conocida monotonía del espanto, las cartas de su correspondencia. Ted Hughes guardó sobre el suicidio un silencio que rompió recién en enero de este año, con la publicación de Birthday Letters, una serie de poemas a la vez desgarrados y autoexculpatorios: la intimidad argumentativa de quien se quedó con la última palabra, y tuvo un cuarto de siglo para rumiar el alegato definitivo, o por lo menos final.

Los poetas laureados son los escritores en residencia del estado-nación. Los ingleses vivieron como una predestinación el consiguiente retraimiento de la historia y del mundo vulgar cotidiano. El primer poeta laureado norteamericano, Robert Penn Warren, se apuró en los ‘80 a proclamar su desapego, y a negarse a escribir madrigales para Nancy y Ronald, o canciones de cuna para los nietos de Bush. El actual, Robert Pinsky, es ya un representante de la era Clinton. Nunca se pierde a los Simpsons, sobre los que escribió una animosa, emotiva, apresurada columna para el New York Times Magazine.

En sus memorias, Muriel Spark -tal vez la mejor novelista inglesa contemporánea- cuenta una visita a su biografiado John Masefield, laureado desde 1930 (el año de nacimiento de Hughes) hasta su muerte en 1967. Una casa aislada, recogida, suburbana, protegida, donde vive un matrimonio que no está acostumbrado a recibir visitas. Más cerca de una gloria local que del poeta elegido como símbolo por el mayor Imperio formal de todos los tiempos. Y hasta cuando era imperial era distante Masefield, que viajó por Chile y Estados Unidos, y compuso un largo poema narrativo sobre el brigadier general Juan Manuel de Rosas.

Si los poetas laureados están a salvo de las celadas y las minucias de la Historia, en el aislamiento la Naturaleza se vuelve una vocación casi obligada. En sucesivos libros de poemas, Hughes estuvo obsesionado por la destructiva rapacidad de las fuerzas naturales. Tal como opinaba ese otro británico fascinado y fastidiado por Norteamérica, Alfred Hitchcock, en la naturaleza nadie es inocente: es sólo otro lugar del crimen, contra el que se rebelan los animales. El trauma social es recuperado por Hughes en el individualismo arrogante de los halcones, jaguares y cangrejos, ratas, lobos y alondras de sus fábulas en verso. 1963, el año de Los pájaros, el film técnicamente más difícil de Hitchcock, es también el del suicidio de Plath, esa otra y desgraciada Melanie Daniels-Tippi Hedren, que murió por otra fabulación violenta del retorno de lo reprimido.

Hitchcock y Hughes reclaman su pertenencia en la tradición romántica inglesa. La poesía de Coleridge, y la de tantos otros, reitera -exuberante en sus variaciones, pero estereotipada en su concepción- que la Naturaleza cruda y cruel es un equivalente de la mujer fatal, cautivante y peligrosa. Y en Los pájaros, como en la vida de Plath, el hogar fue a la vez santuario femenino de salvación y trampa mortal.

El 11 de febrero de 1963, Plath sirvió dos vasos de leche para sus hijos, rellenó con toallas húmedas los huecos de las puertas cerradas, y después prendió el gas. Desde entonces, Hughes continuó escribiendo sus poemas naturalistas, donde los humanos representan un chiste cósmico, desprovisto de propósito o sentido. Su situación en la lírica inglesa es quizás única, tan alejado de la urbanidad suburbana, civilizada e irónica, de poetas tan distintos entre sí como Philip Larkin y Tony Harrison. Ted Hughes parecía un visionario, un primitivo moderno, un místico sentimental, vampirizado pero no infeliz por el beso o mordisco cancerígeno de Sylvia.

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