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Por distintos motivos perdieron, según dicen ellos. Algunos, por esas cosas de la vida, dicen, van a pasar años en un pabellón para cien personas en el que duermen casi doscientas. Otros gozan de la dudosa ventaja de El buzón, nombre con que se conoce en la jerga carcelaria a las celdas individuales. Están también los que ya salieron, y los reincidentes, que salieron y volvieron a entrar. Radar ingresó en el interior de los horrores arquitectónicos de Caseros y Devoto y conversó con quienes actualmente se encuentran presos. Y además, dialogó con quienes, tras haber cumplido su condena, caminan hoy por la calle camuflados, según dicen ellos.
MESA DE ENTRADA Viernes a las tres de la tarde. Calle Bermúdez al 2600, penal de Devoto. Del colectivo de la línea 25 bajan varias personas, en su mayoría mujeres. Todos caminan con el bagayo (paquete con alimentos para los detenidos) en la mano, dirigiéndose hacia el portón de hierro. A través de una mirilla enrejada, interrogatorio informal mediante, autorizan el ingreso. El visitante es sometido a una requisa; los paquetes son sacudidos, machucados, manoseados, observados con lujo de detalle. Si el paquete es abierto, el visitante recibe una bolsita de plástico para cargar el contenido y seguir caminando con una tarjeta que dice visita en la mano, hasta la primera reja. Del otro lado, está la sala de ingreso, un cuarto de tres metros por tres metros, con dos escritorios destartalados, un crucifijo y dos cuadritos con figuras religiosas. Ahí, un policía anota los datos de la visita. Se pasa la segunda reja. Al final de una serie de pasillos custodiados esperan Nicolás, Alberto y Darío. Los tres (como todos los demás presos y ex presos) piden mantener el apellido en el anonimato y empiezan a hablar bajo, porque un guardia custodiará la conversación de dos horas y, dicen, cualquier signo de mala conducta o de buchón puede costarles un traslado a la cárcel de Rawson (Chubut).
Afuera se dice que entramos por una puerta y salimos por la otra. Por qué no vienen a ver cuánto llevamos nosotros adentro. Van a ver que si acá no te comprás tu propio jabón o no te lo traen tus familiares, no te lo da nadie. Los invito a morfar a Devoto, a ver si comen lo que nos dan.
Nicolás, 62 años
ENTRAR Nicolás tiene 62 años, es reincidente y se autodefine como chorro de los de antes. Va por su quinto año de condena y le quedan trece, pero esta vez no entró por robo, sino por un homicidio del que se declara inocente. Con tres entradas repartidas entre Caseros y Devoto, dice: A estar acá no te acostumbrás nunca. Y explica cómo se consigue el respeto de los demás cuando se está adentro: Te lo ganás a la fuerza, o con el tiempo, pero duele más. Aunque la bienvenida de los grises (los guardacárceles) sigue igual desde el setenta y pico: te ponen en bolas, esposado, con las manos atrás, y te revisan hasta el orto. Y no importa quién seas: se lo revisan a todos.
Darío tiene 36 años y cuenta que, desde que tiene memoria, su vida fue un deambular por instituciones de todo tipo: Hospitales, colegios, un centro clandestino de detención, manicomio y cárcel en Bolivia hasta que llegué acá. Después de resumir lo que él llama su vida institucional, cuenta cómo llegó a Devoto: Llegué apretado, en un camión, y haciendo fuerza por no pensar en los años que iba a estar adentro. La leonera de ingreso (una jaula donde los recién llegados esperan los trámites internos) estaba mugrienta y helada. Como siempre. Los recién llegados lloraban o se reían de los nervios. Los reingresantes, en cambio, gritaban y saludaban. Después vino la requisa y la entrevista con el jefe de turno, que me destinó a la villa. Ese es el nombre con que se conoce en la jerga al pabellón más peligroso, explica Darío. Los capangas (los jefes entre los presos), que están en el fondo del pabellón, son los que deciden si el nuevo duerme en una cama o en el piso. Si llega otro más amigo, le dan tu cama y vas a dormir al piso. A mí me conocían y por eso me dieron una cama y una cobija sin cobrarme. Pensá que ahí hay cien camas y dormimos ciento cincuenta monos. Cuando se arma un bardo grosso, los grises cierran la puerta y la vuelven a abrir recién cuando nos calmamos, y siempre se llevan a algunos con cucharita, dice Darío, y no vuelve a hablar hasta que termina la conversación.
VIVIR ADENTRO Recién después de un rato Alberto se decide a hablar. Tiene 38 años, está a punto de recibirse de sociólogo y abogado en el Centro Universitario Devoto (C.U.D.). Desde hace diez años carga con una condena a cadena perpetua por causas que prefiere obviar. Hasta su arribo al pabellón del Centro Universitario, su historial carcelario incluía una estadía de meses en el piso 18 de Caseros y un par de años en el sector de la villa en Devoto. De su paso por Caseros dice: El piso 18 es el de máxima seguridad, con celdas individuales en las que estás encerrado casi todo el día. Ahí están los pibes de La Tablada y los más pesados.
Nicolás esquiva la pequeña descripción carcelaria y vuelve a su fuerte en materia de conocimientos carcelarios, la experiencia: Los primerizos, o los giles, como les dicen acá, tienen que pagar un derecho de piso. Por lo general, durante unos meses, la comida que les traen los familiares se reparte entre todo el pabellón.
¿Se aprende algo acá adentro?
Nicolás: Lo único que se aprende es a delinquir mejor. Porque, con el tiempo, cada uno cuenta lo que sabe hacer. Esto es una fábrica de delincuentes sostenida por el Estado. Y una fábrica de las buenas.
Alberto: Es claro que esto está hecho para que nos dejemos estar y perdamos las ganas de hacer cualquier cosa. Cuanto más vegetal seamos, mejor.
¿En qué ocupan el tiempo libre?
Alberto: De los dos mil que somos, sólo unos cien van a la universidad. Otros cien hacen el primario y el secundario. Después están los talleres de carpintería y cerámica, pero hay material para que trabajen tres presos, a lo sumo. Entonces sólo queda la fagina, que es trabajar en forma semiesclava para el penal en mantenimiento, el gimnasio o la cocina.
¿Cuánto y cómo cobran por trabajar dentro de la cárcel?
Alberto: Semestralmente pagan 30 pesos por cada mes trabajado. Pero no es fácil cobrarlos, porque tardan una bocha en autorizarlo y acreditarlo en las cuentas. Y los cumpas no se quejan por miedo a perder la poca guita y ese tiempo en el que por lo menos están ocupados. Si no, no tienen qué hacer. Yo vi un tipo lavar su propio trapo de piso tres veces en un día, con tal de hacer algo.
¿Se mueve droga adentro de la cárcel?
Alberto: Los guardias lo saben pero se hacen los boludos. Y cada dos por tres siembran la villa con droga para que queden todos colgados de una palmera. A lo sumo se arma bardo, pero después quedan mansitos por un tiempo.
Nicolás: Afuera se dicen giladas del tipo entran por una puerta y salen por la otra. Quizás hay uno, por un estéreo o boludeces de ese tipo, pero vengan a ver cuánto llevamos nosotros adentro. Por qué no vienen y ven que si acá no te comprás tu propio jabón o no te lo traen tus familiares no te lo da nadie. Los invito a morfar a Devoto, a ver si comen lo que nos dan. Si no nos llega el bagayo, no comemos.
Un día se me acercó una bandita y me preguntó si los estaba dibujando a ellos. Le dije que sí. Me dijeron que no les gustaba que los dibujara, así que rompí mi obra y me la comí.
Omar, 38 años
LA MUDANZA Llegar a la cárcel con la recomendación de algún ex tumbero (Tumberos son los presos, porque la cárcel es la tumba, explica Alberto) puede aliviar la llegada del principiante o el trasladado. Cuando llegué a Devoto, traía esquelas y algunos nombres de gente en Caseros, pero al principio no los usé. Todos los que llegamos tuvimos que pasar filtros internos, hasta que los capangas saben quién sos. El proceso de aceptación tarda varios días y escuchás cómo van y vienen mensajes sobre vos de un pabellón a otro, dice Alberto.
Nicolás: Y escuchás cada cosa. Por eso digo que soy chorro de los de antes. Los profesionales que tenemos años de oficio no aceptamos lo que está pasando afuera: tirar gente desde arriba de un tren, robar un kiosquito y matar al viejo que atiende, ¿dónde se ha visto? No saben laburar. A ésos, cuando caen acá, no los quieren ni los perros. Cuando nosotros laburábamos, atracábamos empresas que tenían seguro y no lastimábamos a nadie.
MORIR POR UNA BALDOSA María Adela Mondeli es psicóloga social y psicoanalista. Actualmente coordina en la cárcel de Devoto el programa de trabajo institucional de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, e integra la Cátedra de Derechos Humanos y Violencia Social de Eduardo Barcesat, en el C.U.D. Las personas nos constituimos sobre la mirada del otro. Cuando nacemos es la mirada de la madre, de la que hay que separarse para ser una persona independiente. La institución carcelaria, o el manicomio, lo que hacen es volver al preso a ese lugar de absoluta dependencia de la mirada del otro. Adentro, nadie se puede sustraer de esa mirada, porque están permanentemente vigilados. Por eso el encierro en una cárcel es una experiencia análoga a la locura. No hay intimidad: los pabellones para cien personas no tienen división ni camas para todos. Y eso no es cuestión de presupuesto, sino que responde a una lógica interna cuya intención es establecer jerarquías entre los presos. Además, el baño no tiene puertas ni en el pabellón de la tercera edad: se bañan y hacen pis y caca a la vista del resto.
Entre cada cama marinera los presos apoyan el mate, la pava y sus pocas pertenencias personales. El espacio es de dos baldosas: una para cada cama, y si uno invade la baldosa del otro se pueden llegar a matar, explica Mondeli. Y con el tiempo, dice, los presos incorporan una jerga de muy pocas palabras. En esos dos ejemplos se ve la analogía con la locura. En muchos casos, los familiares dejan de visitarlos porque ya no entienden lo que el detenido dice. Y algunos presos que salieron me contaron que ponen un banquito en la habitación de la casa y se pasan horas con el mate y la pava en un metro por un metro, algo así como dos baldosas.
HISTORIA DE CASEROS Un sábado a la noche, en un bar de Caballito, Javier, de 48 años, ex barrabrava de Huracán, dice: Lo mío ahora parece corto, pero fue un mes en Caseros. Las causas que lo llevaron a ese lugar, dice, están relacionadas con el tendido de una cama. Fue en el 94. Me engancharon comprando cocaína. Después me enteré de que la cana venía atrás del dealer y, por esas cosas de la vida, perdí yo también.
¿En qué parte de Caseros estuviste?
-Por suerte nunca salí del pabellón de ingresantes que está en la planta baja.
¿Te benefició quedar en planta baja?
-Totalmente. Después del tercer piso, donde termina el VIP (celdas tipo dúplex que se comunican entre sí a través de escaleras), es tierra de nadie. Abajo estuve con varios que venían de arriba. Dicen que es el infierno. Y de noche, ni hablar.
¿Quiénes están en el VIP?
-Por lo que sé, los que pagan o trabajan para los guardias.
¿Hay detenidos que trabajan para los guardias?
-Sí, son los que salen cada tanto a trabajar para ellos. Compran y venden falopa. O se mandan un asalto grande. ¿Viste que cada tanto sale en los diarios que cayó un chorro que supuestamente ya estaba en cana?
¿Dormiste la primera noche?
-No, durante las treinta y dos noches que estuve adentro dormí poco y sólo de día, cuando caía muerto sin darme cuenta.
¿Qué hiciste mientras estuviste en la cárcel?
-Caminé y pensé mucho. Caminar es algo que todos hacen, no sé bien por qué. También hablaba con los más veteranos. Pero, en general, caminás, caminás y caminás. Vas y venís por el pasillo, como casi todos. Al poco tiempo se hinchan los pies y es mejor no sacarse los zapatos, porque si no después es casi imposible volver a ponértelos. Cuando llegué a casa, tenía los pies en carne viva.
¿Qué es lo que más extrañabas cuando estabas adentro?
-A alguien que me sacara. Llamálo plata, abogado, o lo que sea.
¿Qué te dejó haber pasado por el sistema penal y por Caseros?
-El sistema está hecho para que el que se equivoca, reincida y no salga más de ese círculo. Ahora manejo un taxi, pero yo caí por consumo, y adentro a nadie le importó qué iba a hacer cuando saliera. Cuando te largan, el sistema te enfrenta a lo peor que le puede pasar a un hombre: no tener recursos. Ahora, si me preguntás si aprendí algo, te digo que no. Aprendizaje me puede dejar una facultad o un estudio. Lo que Caseros me dejó fue un sentimiento tipo Los odio a todos.
¿Cómo estás hoy?
-No sé. Vaya uno a saber. Vos podrás escucharme, visitarme y charlar, pero el que la pasó fui yo.
PRESOS ANONIMOS Un ex preso, condenado por estafa, explica por teléfono los motivos por los que se niega a dar una entrevista: Soy diploma de honor en Derecho. Me recibí de abogado estando en Devoto. Y de eso no quiero hablar. Ese lugar me jodió mucho. Fue hace años y todavía estoy con apoyo psiquiátrico. Si la gente se entera de mi condición de ex preso, se cagan en el título y los diplomas y me aíslan. Lo que te puedo decir es que la calle está llena de ex presos que andan camuflados, tratando de pasar lo más desapercibidos posibles. Si no, es un estigma. No te perdonan el error.
UN PRESO CONOCIDO Carlos Roldán, de 38 años, condenado a cadena perpetua por motivos de los que no quiere hablar, es el único de los entrevistados que no tiene ningún problema en dar su nombre completo. Total, ya está en el libro, dice. El 9 de septiembre pasado, salió de Devoto para llegar custodiado hasta el Centro Cultural Ricardo Rojas, donde presentó en público Alas de libertad, su libro de poemas escrito en la cárcel. Presentarlo significó mi primera salida a la calle después de 10 años, exceptuando los traslados. Pero ésta fue una salida de ganador. Hasta tomé cerveza por primera vez desde el 88. Buenos Aires no cambió tanto. Vi coches importados, las cabinas triangulares de los teléfonos públicos y los colectivos con puerta en el medio, pero no mucho más que eso. De vuelta en Devoto, Roldán decidió donar los derechos de autor a la universidad del penal: Para qué quiero el beneficio si estoy acá adentro, dice.
En muchos casos, los familiares dejan de visitar a los presos porque no entienden lo que dicen. Algunos presos que salieron me contaron que ponen un banquito en su habitación y se pasan horas con el mate y la pava en un metro por un metro.
María Adela Mondeli, psicóloga social y psicoanalista en Devoto
CORRECCIONAL DE MUJERES Martha tiene 34 años y estuvo casi cuatro años en la cárcel de mujeres de Ezeiza. Entré en julio del 94 y salí en marzo del 98. Mientras estuve adentro, estudié un año y medio de sociología. Soy lesbiana y, cuando salí, me casé con Cecilia, a la que conocí en el penal. Ella salió como el primer producto rehabilitado del tratamiento para drogadependientes de la unidad, pero ahora está en el Moyano.
¿Se pueden saber las causas de las condenas?
-Cecilia por el artículo 79 del Código Penal, que es asesinato. Yo por narcotráfico. Me agarraron cuando viajaba para Europa con una valija doble fondo y dos kilos de cocaína. ¿Sabés que en Ezeiza hay muchas mujeres extranjeras cumpliendo condena por lo mismo?
¿Qué hacías adentro con el tiempo libre?
-Practicaba yoga, reiki y cosas por el estilo para que el lugar no me absorbiera el cerebro. El objetivo del sistema es que pierdas conexión con el exterior. ¿Sabés lo que es pasar meses sin tocar cubiertos o un vaso de vidrio? Ellos te dicen que es para que no te mates con tu compañera, pero en realidad es una forma de hacerte sentir un animal.
¿Qué te desvelaba adentro y con qué te encontraste afuera?
-Adentro, lo que desespera a todas es el día de la liberación, si vienen visitas y si el abogado se está moviendo. El miedo es que se olviden de una. Una vez afuera, mi problema es la guita para comer y vivir. Y acostumbrarme a ciertas cosas: cuando salí no tenía idea de qué era un shopping, un Banelco o cómo funcionaba la máquina de sacar boletos del colectivo. Pero lo más raro le pasa a la gente que estuvo adentro, salió, y ahora volvió a entrar, como Cecilia: a ella la entristece mucho no poder ver crecer a su perra. Cuando la visito me pregunta: ¿Se acordará de mi olor?
¿Qué te molesta del sistema penitenciario?
-Que sos un paquete. Cuando te trasladan de una unidad a otra o te llevan a un hospital, los guardias se dicen entre ellos: Te mando un paquete. Además, muere mucha gente por el HIV. Recién después del motín del 96 logramos que hicieran una campaña de vacunación ovina. Nos testearon a todas para hacer una estadística. Así nos enteramos de que yo no era portadora y Cecilia sí. Pero el origen de todo ese problema es que nadie pregunta por qué hiciste lo que hiciste o por qué llegaste a lo que llegaste.
ESTAR DE VIAJE Omar, de 38 años, estuvo preso en Devoto y está con libertad condicional mientras dure el proceso por tráfico de drogas. Su mujer está detenida en el penal de Ezeiza por la misma causa.
¿Cómo fue estar en Devoto?
-Un infierno. Si afuera decirle a otro Qué hacés, boludo es una estupidez, adentro es una ofensa por la que te pueden matar. A mí lo que me ayudó a sobrevivir fue el dibujo. Te cuento una historia. Al segundo día, mientras dibujaba, se me acercó una bandita, me rodeó y uno me preguntó si los estaba dibujando a ellos. Le dije que sí, pero aclaré que eran garabatos. Me dijeron que no les gustaba que los dibujara, así que rompí mi obra y me la comí. En la cárcel aprendés o aprendés.
¿Qué conexión tenías con el mundo?
-Yo casi no hablaba. Dormía mucho, meditaba y dibujaba imágenes religiosas con las que nadie me jodía. A las cárceles van mucho los evangelistas, pero ésa no era la mía. En cambio, el teléfono es fundamental. Me pasaba horas haciendo la cola. Todos saben que está pinchado, pero a nadie le importa. Por teléfono recibís noticias del mundo y eso adentro es alucinante.
¿Veías el sol?
-Lo ves de a cachitos. Lo que sí ves, después de unos días, son buchones por todos lados. Alcahuetes de los capangas que garantizan un lugar mejor a cambio de algo. Y se ve mucha tele: Crónica TV y películas policiales.
¿Te reinsertaste al salir?
-La reinserción social es puro cuento. En muchos lugares te tratan como si llevaras un cartel en la frente que dice ex detenido, narcotraficante o asesino. Cuando no quiero contar, mando que estuve de viaje.
LOS TRES MONOS Omar y Martha, con ciertas reservas, aceptan juntarse a hablar. En Ezeiza, para andar bien con todas hay que respetar el código de los tres monos: no ver, no hablar, no oír, dice Martha.
Omar: En Devoto hay castas y caés en una según el delito. Aunque también está eso de que cuanto menos hables, mejor la vas a pasar.
Marta: Algo elemental que quita la cárcel y que fui recuperando de a poco es la sensualidad. Adentro se me anestesió todo. Extrañaba los perfumes a lo loca, moría por uno.
Omar: Sí, por lo que cuenta mi esposa, que sigue adentro, se extraña mucho poder usar ropa de colores. Parece que las compañeras del penal y de celda se motivan entre ellas para arreglarse y ponerse lindas.
Hay dos tipos de visitas íntimas. Una es la que se conoce como el embrollo: los presos arman una carpa individual con frazadas en el patio del penal para tener sexo con su mujer, espiados por los guardias en los muros. La otra es la íntima legal, para la que hay que elevar un pedido y esperar la respuesta. En el caso de que los dos estén presos, en la íntima legal la visita siempre es la mujer. Es raro tener que pedirle permiso a gente que no conozco para coger tranquilo. Además, con la autorización, me llega un día y la hora, dice Omar.
Martha: Yo, a pesar de estar casada con Cecilia por la Iglesia Cristiana, no la puedo tocar porque, para la gente del Moyano, que tengamos sexo es algo morboso. Si la abrazo más de lo que consideran debido, me miran mal, pero si me cojo a un celador, nadie dice nada.
Omar: Además, cuando uno de los dos está adentro, como ahora es el caso de mi mujer, los celos enloquecen. Por eso, algo muy valorado entre las parejas es que el que está afuera aguante, aunque sea hasta que el otro salga.
Martha: Eso es cierto. Aunque nosotras no sabemos cuándo va a salir Cecilia. Cuando yo salí, una de las primeras cosas que disfruté fue no tener que levantarme a las ocho de la mañana para el recuento, ni escuchar cómo cierran la puerta del pabellón a las ocho de la noche, y poder andar todo el día vestida con lo que quiero. Cuando mi viejo estaba enfermo y ya se sabía que iba a morir, pedí la salida transitoria con un mes de anticipación. Cuando el trámite terminó, papá ya estaba muerto.
Omar: Sí, salir es un quilombo de trámites. Y te cuento una peor: estando afuera hay veces que me quiero encerrar. Las aglomeraciones de gente me dan pánico y me encierro en casa. Con los días me vuelvo a conectar con el exterior, pero desde el teléfono y muy lentamente.
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