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EL CATADOR CATADO El crucero del amor vs. La isla de la fantasía

Así es el calor

Así es el calor Por DOLORES GRA�A
¿Cuál es la atracción especial que tiene el verano para la TV? El espectador tiene calor, sueña con las vacaciones, afuera hay solcito, lo último que quiere hacer es ver TV. Sin embargo, los programas se suceden sádicamente: Baywatch, Acapulco HEAT, Hawaii Five-O, Sunset Beach, Waikiki 1 Oeste. Todos combinan una gran cantidad de gente con nula cantidad de ropa y alguna que otra contravención al Código Penal como para matar el tiempo entre cambios de traje de baño. Pero masoquista y todo, parece que el público consideraba que las series eran demasiado cotidianas y “reales”, razón por la cual los cráneos de la TV decidieron que había que resucitar (o hacer más evidente) la verdadera razón de las vacaciones: dejar de ser uno por un rato. Qué mejor entonces que refritar aquellos ciclos que convirtieron la situación del cuarto cerrado en perfecta forma de realizar las más íntimas fantasías. Ya se sabe: un barco, una isla. Y mucha agua alrededor.

Hasta aquí todo mínimamente coherente, y hasta caritativo. Lo que no es tan sencillo de imaginar es cómo se le ocurre a alguien hacer una remake de una serie de TV. Y menos que menos de dos productos tan universalmente aborrecidos como La isla de la fantasía o -Dios nos libre- El crucero del amor. A no ser que se intente subsanar ciertos desastres incluidos en su versión primigenia. Pero si el resultado final es otra cosa (no una mera remake de la serie original, cuya única característica distintiva era ser irremisiblemente patética), ¿para qué molestarse? ¿Por qué no limitarse a pasar los viejos episodios?

Vayamos al caso uno. ¿Quién no recuerda la molestísima banda de sonido original de El crucero del amor? Sí, “The Loooooove Boooooat”, ese Tom Jones apócrifo con una orquestación tan camp que ABBA parecía Anton Berg. Las cosas son tan obvias que parecen salidas de una receta de cocina: crucero Pacific Princess por canje (1), capitán (1), directora de crucero (1), barman (1), lugarteniente (1), tarado todo servicio (1), pasajeros (2, y siempre parejas, y no bien se los ve entrar ya se sabe que son casos perdidos). El crucero del amor es la respuesta monstruosa, flotante y aséptica a lo que Roberto Galán hacía con seis sillones y un atril: lograr que la gente se quiera. Divorciados recientes, madres solteras con hijos que no comprenden, primeros amores consumados en camarotes, hermanos separados por cuestiones de dinero, novias abandonadas por el capitán dispuestas a reconquistarlo: todos suben a esa suerte de oráculo naviero todo incluido y, para cuando pisen tierra firme, todos bajan con una respuesta a sus problemas sentimentales. Por supuesto que la tripulación está preparada para tan difícil tarea de psicodrama a bordo: especialmente el capitán, que es un prodigio de tolerancia, simpatía estilo publicidad de dentífrico y sociabilidad compulsiva. Pero el capitán Stubbing de la original (el gordito simpaticón Gavin MacLeod) se ha aggiornado a los tiempos que corren: ahora es más moderno, ligerísimamente conflictuado, se llama Jim Kennedy III, tiene la cara (y el cuerpo) de Robert Urich y el agregado de un hijo quinceañero y calentón llamado Danny, una mera excusa para aportar algo de hormonas a esta tripulación sanforizada. Sí, de acuerdo, hay algunos chistes, pero la tripulación no tiene libreto, ni personaje, ni ocupación fija. Salvo preparar margaritas, tomar sol y preocuparse de no vomitar. Que es lo que cualquier espectador preferiría estar haciendo en vez de castigarse con este programa.


La persecución constante de las olas y el viento ha sido responsable de las peores atrocidades que se han visto en la TV: el género programa playero. Para adelantarse al próximo estallido del verano anunciado por Crónica TV (que todos saben que larga la temporada estival), El Catador Catado sufre un caso terminal de insolación, gentileza de las versiones recicladas de La isla de la fantasía y El crucero del amor.

Caso dos: La isla de la fantasía. En el momento en que se anunció que volvería a salir al aire, sin Ricardo Montalbán (ya demasiado añejo como para trotar alrededor de sus dominios isleños) y sin el pobre Tatoo (ya demasiado en el Más Allá, junto a Elvis, Liberace y tantos amigos más), las posibilidades de que se convirtiera en un programa decente eran menos que cero. Hasta que Malcolm McDowell se hizo cargo del barco. O de la isla, que viene a ser lo mismo. El ya sexagenario Alex de La naranja mecánica había hecho ya una incursión televisiva profundamente reconfortante: el misógino y pedante profesor Thomas Pynchon (a no ilusionarse: nada que ver con el escritor recluso del mismo nombre, salvoel homenaje) en la proletaria serie Pearl, la historia de un ama de casa que decide volver a la universidad. La sit-com era berretísima, pero los pocos momentos en los que McDowell citaba a Keats como justificación para desaprobar un examen eran fuente de inspiración para el pequeño público que seguía la serie. O a Pynchon. Y aquí, pasa exactamente lo mismo, pero con una mejora: toda la serie es una larga mcdowelliada con la excusa de Hawaii. Tortura en escenarios naturales.

Los turistas siguen llegando a la isla perdida. Y a través de un hidroavión. Pero a diferencia de la original, la contratación del servicio se realiza a través de medios sumamente truculentos: los incautos llegan a una agencia de viajes en ruinas, atendida por los pintorescos Clia (Sylvia Sidney) y Fischer (Fyvush Finkel), quienes parecen saber cuál es su problema con sólo mirarlos: nadie va a la isla porque quiere relajarse en ambientes paradisíacos, todos van porque necesitan expiar alguna culpa (lo sepan o no). Luego del reporte de los “videntes” de la agencia de viajes, su fantasía es enviada a través de cilindros neumáticos a las manos del misterioso Roarke. Lo interesante de esta serie es que La isla de la fantasía era un simple crucero del amor anclado, y ahora es una suerte de La Tempestad en manos lisérgicas. Cal y Harry, los empleados, ya no son anónimos fanáticos de la eficiencia, sino pobres almas en pena, condenadas a no poder escapar de la isla hasta que paguen algún tipo de deuda kármica a Roarke, lo que no parece que vaya a suceder en un futuro próximo. El anfitrión no está ni cerca de la hospitalidad del galán latino trucho: malvado, sádico, desagradablemente encantador, le importa un bledo arruinar la vida de sus huéspedes (que no van a relajarse sino a lograr algún tipo de redención) con tal de enseñarles la lección que se merecen. Así es como todo termina, digamos, mal: matrimonios que se divorcian, mejores amigos que se desconocen mutuamente, caras largas y nada de luau. Pero eso sí: todo es culpa de ellos mismos. Roarke (con la ayuda de morphings bastante berretas y la suspensión del tiempo y el espacio a voluntad) es impasible en sus designios. Usa traje negro (nada de esos elegantes modelos en lino blanco que usaba Montalbán) y la misma cara de perverso que cimentó su carrera cinematográfica y miles de burdos clones (sí, Malkovich y Irons, para citar sólo dos). Además, en lugar del pobre Tattoo hay una chica con la capacidad de cambiar de apariencia a voluntad (Maatchen Amick, una de las bellezas pueblerinas de Twin Peaks), cosa que todos saben era el verdadero e imposible anhelo del petiso.

Con o sin Malcolm McDowell, lo que no queda demasiado claro es lo que uno debería sentir cuando ve este tipo de series: ganas de estar ahí, o alegría por haberse quedado en casa. Y, si hace mucho calor, manguerearse un poco en el patio.