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“A sangre fría” o escenas del asesinato de José Luis Cabezas

Se suele decir que detrás de todo rostro hay una historia. Las últimas obras de Eduardo Iglesias Brickles demuestran que ese adverbio puede ser superfluo e inexacto: las historias están en la cara, en esa cartografía arbitraria que el tiempo (autor de autores, según la definición de Lord Bacon) se empeña en trazar para hacer visible y tangible el derrotero de una vida. “Empecé haciendo una serie de cabezas, con la idea de que cada una podía ser una suerte de historia de la Argentina actual. Pero no elegí personajes prototípicos y reconocibles sino que tomé rostros anónimos, vistos en la calle, que tienen una historia que desconozco”, explica Iglesias Brickles, rodeado de las 16 enormes cabezas (1,60 x 1,10 metros) talladas y pintadas sobre madera de guatambú, con las cuales ganó el Premio Municipal de Grabado el año pasado, y que ahora integran, junto a dos trípticos de formato aún mayor, la muestra Cielo Argentino con Diamantes, en exhibición en el Centro Cultural Recoleta hasta el 20 de diciembre.

Nacido en Curuzú Cuatiá en 1944, Iglesias Brickles es uno de los grabadores más importantes del país, pero eso no le impidió subvertir los rigores de su oficio para crear una técnica propia, bautizada por una galerista con el nombre de xilopinturas. La técnica combina la precisión quirúrgica del grabado con una pintura de linaje expresionista y alto voltaje cromático, pero el término “xilopinturas” no le gusta demasiado a Iglesias Brickles: “Es como decir que hacés ikebana, parece algo medio ridículo. Mi técnica consiste en mezclar el taco de la xilografía con la pintura. Con la serie de cabezas me fui acercando cada vez más a lo pictórico. Pero sin perder la esencia gráfica, que es lo que le da poder y contundencia a las imágenes”.

Además de las cabezas, en la muestra hay dos obras que casi son murales, con una narración compuesta por episodios que se entrecruzan y se superponen en un mismo plano...
-Sí, con estos dos trabajos de “tamaño heroico”, como se decía antes, quise construir un relato utilizando una sucesión no lineal sino simultánea de diferentes episodios extraídos de una misma historia. Incluso hay escenas que pueden llegar a formar parte de dos historias al mismo tiempo. Es la primera vez que trabajo con formatos tan grandes, hasta ahora el formato máximo en madera había sido de dos metros, lo mismo en pintura, y éstas son obras de 4,80 de largo por 2,20 metros de alto. Una sobre boxeadores y la otra inspirada en el morbo mediático actual.

¿Cuál es el disparador narrativo de “Episodios en la vida de un boxeador”?
-En realidad no soy un aficionado al box. Miro alguna pelea importante, pero no soy de esos que van a ver todos las peleas que pueden. Lo que me interesa desde chico son las historias de boxeadores. En ese entonces, a mediados de los 50, las peleas se transmitían por radio, y los relatores tenían una retórica y un ritmo especial que acrecentaba el dramatismo de la pelea. Siempre tuve muy presentes las historias de los boxeadores de esa época, como Gatica, Lausse, o Cucuza Ramos, cuyas vidas tienen una carga dramática enorme porque sintetizan el modo en que funcionan los engranajes de esta sociedad: combinan el triunfo con el fracaso, el olvido con la fama. Los boxeadores profesionales suelen ser tipos de clase baja, analfabetos, muy castigados en la vida, que en un momento dado se dan cuenta de que triunfaron exponiendo el cuerpo de una manera terrible. Pero ese triunfo tampoco es total y finalmente se vuelve contra ellos, porque no pueden soportar la presión misma del triunfo. Así que esas vidas se transforman en dramas griegos que culminan en muertes trágicas, como el caso de Gatica o de Monzón.

¿El boxeador de “Episodios...” también es un homenaje a Pablo Suárez?
-No exactamente, aunque el primer boxeador que pinté fue un retrato de Pablo Suárez. Lo hice para una muestra en 1986, que se llamó Retratos al óleo y básicamente era una serie de retratos de amigos míos, como Marcia Schvartz, María Moreno... A Suárez lo pinté como boxeador, con un fondo similar al de los carteles que se usan para promocionar las peleas. Y le puse “El torito de Mataderos” porque en aquella época Suárez tenía su taller en Mataderos. Además, el afiche de esa muestra era un autorretrato mío como boxeador.


“Episodios en la vida de un boxeador” o aria al cross a la mandíbula

Sus obras incorporan recursos del comic. ¿Dibujó historietas?
-Cuando era chico era fanático de Patoruzito, del Pato Donald y de las revistas mexicanas, que en esa época eran lujosas, a todo color, impresas en papel ilustración, a diferencia de las revistas argentinas. Yo mismo dibujaba cuando estaba entre 5-o y 6-o grado: tenía una libreta que se llamaba Libreta de Chistes, que circulaba con mis dibujos por todo el colegio. Durante muchos años, las historietas me fascinaban y en un momento dado llegué a publicar algunas en la revista Panorama, pero no eran historietas sino una especie de caricaturas con texto, para las páginas de política internacional. En esa época estudiaba Bellas Artes y no tenía del todo claro cuál sería mi manera de expresión definitiva: oscilaba entre la historieta, la gráfica y la plástica.

Su interés por la narración hace pensar en una secreta vocación literaria...
-Me gusta escribir y hasta los treinta años escribía cuentos. Pero en un momento dado me di cuenta de que, para desarrollar una vocación, hay que profundizarla, y para profundizarla hay que renunciar a otras vocaciones. Ahí decidí que la plástica era mi manera más elocuente y directa de decir las cosas. Siento un gran placer narrando y estoy cada vez más interesado en falsificar la realidad y entramarla con otras cosas. Me gusta Borges por esa precisión que comparte con muchos escritores ingleses y norteamericanos: la frase corta, pulida al máximo para no decir media letra más de lo que quieren que decir. La última novela de Piglia, Plata quemada, me pareció excelente, sobre todo por esos personajes que, pasados de cocaína y todo lo que quieras, resisten heroicamente hasta el fin y crean su propia épica marginal.

Volviendo a las otras obras, ¿cómo fue la elección de esas caras?
-Algunas las dibujé de memoria, y creo que se nota la diferencia entre las que no tienen modelo y las que tomé de personas que conozco o de fotos sacadas de libros y revistas. También busqué fotos en archivos: de los piqueteros de Cutral-Có, por ejemplo, a ver si había alguna cara que me interesara. Alrededor de esas caras planteé un paisaje que arma las historias, con algunos conceptos gráficos que constituyen una narración paralela.

Algunos de esos elementos (estrellas, diamantes, cruces) funcionan como una suerte de heráldica narrativa...
-Es posible. Hay una obra en cuyo fondo aparecen unos emblemas tipo flores de lis y por encima hay un pájaro que tomé de un grabado de Kokoschka. Sobre ese fondo puse una cara adusta y severa, y la titulé “El fascista” por ese afán emblemático que tenía el fascismo. Después le cambié el título por “Pájaro de fuego” porque, sin perder esa carga fundamentalista, remitía a Stravinsky e, indirectamente, a la ópera. Que también es fundamentalista, si se lo piensa un poco: todo funciona en base a excesos o a extremismos pasionales. Con la ópera me pasa algo similar al box: me gusta mucho, pero lo que más me fascina es ese mundo operístico que está fuera de la ópera, en la vida de compositores como Rossini, o de los cantantes, que son adorados por sus fans como si fueran semidioses.

¿Ve tantos paralelos entre la vida de un tenor y un peso pesado?
-Los cantantes de ópera tienen una vida “profesional” casi tan breve como los boxeadores: llega un momento en que pierden la voz. Puede sonar un poco cursi, pero a mí me fascinan las vidas de los artistas. Soy un fanático de las películas sobre la vida de un pintor o de un cantante. No importa si están mal hechas, o tergiversadas, las voy a ver igual. Hay una sobrecarga de pasión, que parece decir que la vida merece ser vivida de esa manera, con la máxima intensidad posible.

¿Pero ese mito del artista torturado no es también un lugar común?
-Por supuesto, es un estereotipo. A mí me encantaría tener una vida larguísima, y llegar a los 95 años sano y pintando. Pero me refiero a que existen determinadas vidas que sólo pueden ser vividas así. Hay grandes escritores que fueron borrachos, pero la mayoría de los borrachos no escribe nada. Hay muchos genios que se vuelven locos, pero no hay locos que se vuelven genios. Los expresionistas-abstractos participaban de la idea decimonónica del artista que sufre y pasa hambre, y creían que nunca iban a triunfar con su pintura, pero igual seguían adelante. Y lo curioso es que no fue el fracaso lo que los destruyó, sino el éxito: cuando sus cuadros se empezaron a vender en miles y miles de dólares. Es el caso de Pollock, Gorky o Rothko, que se suicidó en 1970. Durante toda su vida, Rothko siempre buscó la manera de estar mal: finalmente se cortó las venas a la altura del codo y al mismo tiempo se tomó una cantidad enorme de barbitúricos, como diciendo “no quiero salvarme”.

Pasemos a “A sangre fría”, la otra obra “de tamaño heroico” en su muestra, que alude a un episodio de la historia argentina más reciente...
-Obviamente el disparador fundamental fue el asesinato de José Luis Cabezas. De hecho, en un principio la muestra se iba a llamar “Cabezas”, pero después me pareció que condicionaría demasiado al espectador. Cuando empecé, se fue incorporando lo del caso Coppola, con Samantha y todo eso, especialmente por esa tendencia actual de la TV de llevar personajes de lo más extravagantes que opinan, discuten, hablan, delatan, atestiguan. Por ejemplo, ésos (señala una hilera de caras hieráticas que ocupan uno de los extremos inferiores de la obra), no sé quiénes son, tampoco sé qué hacen ahí, pero están, aparecen. Son como esas caras que aparecen en el programa de Mauro Viale, y vos decís: “¿Qué hace ese tipo ahí?”.

O sea que se trata de hacer un contrapunto narrativo entre el crimen y la mediatización frívola que vino después...
-La idea era combinar todo el circo mediático con el asesinato, que es en cierta manera un acto privado, pero que cuando aparece de manera tan expuesta, sobre todo en la TV, uno pasa a vivirlo como algo cotidiano. Entonces ya no se piensa en el asesinato en sí, en el horror de terminar violentamente con la vida de una persona, sino en lo que hay detrás: cuáles son las consecuencias políticas, quién lo ordenó, derivaciones que no siempre tienen que ver con el hecho en sí. Ese es el efecto que producen los medios de comunicación, que puede distorsionar totalmente la realidad. La realidad pasa a ser eso que la televisión muestra, y lo que verdaderamente ocurrió pasa a ser una ficción.

¿Concibe cada una de las imágenes por separado y después las integra en la narración total de la obra?
-Eso varía de acuerdo a las imágenes. Por ejemplo, para la del asesinato en sí, hice varios bocetos hasta que finalmente me hice sacar una serie de fotos posando como víctima y victimario para poder darle verosimilitud a las actitudes de las dos figuras. Lo primero que hago es la composición: decido cómo voy a desarrollar las distintas escenas, y después voy trabajando escena por escena en bocetos. Porque con esta técnica, en la cual tallo la madera y luego la pinto, hay un momento en el cual ya no puedo volver atrás. Una vez que tengo la composición definitiva, voy a la madera y empiezo a tallar. Después, con la madera ya tallada, puedo modificar algunas cosas; pero lo grosso ya es irreversible.

Usted combina imágenes muy explícitas, como la del asesinato en sí, con otras de peso simbólico, transmitidas por los medios...
-La foto del buzo saliendo del agua con la cámara de Cabezas en la mano tiene una potencia increíble. La vi una vez y me quedó grabada, después quise buscarla para documentarme y no la encontré. Así que la reconstruí a partir de mi recuerdo. Las imágenes del buzo y del auto rodeado de siluetas apuntan a lograr una atmósfera inquietante, un clima de inminencia, de que algo terrible acaba de pasar, o está por pasar. En general, como trabajo con imágenes bastante explícitas, trato de que no sean tan reconocibles, sino que obliguen al espectador a pensar en lo que acaba de suceder o en lo que está por suceder. Entonces, al pensar en un antes y un después, el espectador puede armar su propio relato.

¿Usted no privilegia ninguna lectura por sobre las demás?
-Yo no propongo ninguna. Parto de una obsesión que puede ser determinada historia o un hecho puntual. A partir de eso, desarrollo un relato que tiene varios recovecos y caminos, que permiten entrar y salir de la obra. Porque me interesa darle al otro la posibilidad de armar y desarmar la historia que yo concebí. Lo que sí pretendo es meterlo en mi obsesión y obligarlo a pensar eso que estuve pensando durante largo tiempo. Ese es el juego.