Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
Volver 




Vale decir


Volver


Cuando se le dice que muchos críticos en Italia se han empeñado en decir que Lamérica es su mejor película, que difícilmente podrá superarla, Gianni Amelio piensa unos segundos, empieza a responder, se detiene, vuelve a comenzar y a detenerse. Es evidente que quiere ser exacto. Finalmente dice: “No, no, no, yo no escucho cosas así. Esa es una opinión. Además, yo no quiero recordar mis películas después de haberlas hecho. Cuando termino una, sólo pienso en la próxima. Tenemos que olvidar lo que hemos hecho”.

¿Por qué olvidar?
-El peligro es quedar prisionero de una cosa hecha. Para mí no es importante que sea bueno o malo lo que hice. Lo importante es si me ayudó a crecer. Y yo guardo una gratitud con Lamérica porque me hizo vivir dos años de mi vida de una manera muy intensa como hombre, no como director. La pregunta no es si podré hacer otra película tan buena como ésta. Yo me preguntaría si podré vivir otra experiencia como ésta.

¿Se lo pregunta?
-No. Confío en la vida.

Cuando habla de su infancia, habla de Catanzaro. Pero usted no nació allí.
-No, hasta los once años viví en un pueblito de cuatrocientas personas que está en las montañas de Calabria. Allí no había cine, no había bares, no había nada. Eran cuatrocientos campesinos, de los cuales doscientos emigraron en los ‘50. A la Argentina, a Uruguay, a Estados Unidos, o al norte de Italia, a Turín, a trabajar en la Fiat. A los 11 años mi familia se trasladó a Catanzaro, donde hice el liceo, y luego a Messina, donde empecé Filosofía en la Universidad.

¿Qué edad tenía cuando quedó impactado con La dolce vita?
-Quince años y ya podía distinguir el buen cine del malo. A esa edad ya había leído mucho sobre cine. Recuerdo exactamente el mes y el año en que empecé a leer una revista de cine que me deslumbró. Fue en noviembre de 1956. Tenía once años.

Once años, ¿qué había visto de cine a esa edad?
-Había visto sólo películas históricas. Los últimos días de Pompeya, Gólgota, Quo Vadis, Ulises. Mi madre decía que debía ver esas películas porque eran buenas para la cultura de un niño y me llevaba. Cuando dieron Ulises en Catanzaro, la vi cuatro veces seguidas: hasta que la máquina no paró, no salí del cine. Pero la primera conmoción fue La dolce vita: no podía sacarla de mi cabeza. Es cierto que, para entonces ya tenía quince años y una cierta formación en cine, por todo lo que leía. Pero la película me conmocionó. Y supe de inmediato que debía irme a Roma. Pero, qué problema: mi familia no tenía dinero, era una familia de emigrantes. Cuando yo tenía poco más de un año, mi padre se había ido a la Argentina tras su padre, que había partido en 1928 y nadie tenía rastros de él.

¿En qué momento dejaron de saber de él?
-Al año y medio dejó de escribir. Esas historias eran frecuentes.

¿Se había casado con otra?
-Sí, y lo curioso es que los vecinos en Calabria lo sabían, por parientes que habían emigrado. Pero nunca nadie se lo hizo saber a mi abuela. La llamaban “la viuda blanca”, porque había quedado sin marido y sin la posibilidad de volver a casarse.

¿Cómo supieron que los vecinos sabían?
-Cuando mi padre llegó a Rosario, hace cincuenta años, encontró calabreses del mismo pueblo de mis abuelos. Y ellos sabían.

¿Y cuando él volvió se lo contó a la familia?
-Lo contó antes, por carta. Porque mi padre se quedó catorce años en la Argentina. Cuando volvió, yo tenía quince años y no lo conocía. El viejo de Lamérica dice muchas cosas similares a las que decía mi padre, porque a todos los que se han ido y vuelven les pasa eso. Volver a Albania es como haber vuelto a la Italia de posguerra. Cuando mi padre llegó, después de 14 años penando por trabajo en la Argentina, encontró empleo en dos días.En Italia, los cambios son veloces, y a principios de los 60 se vivía un boom económico. Mi padre no podía creer lo que veía: coches en la calle, cafés llenos de gente ... Otra vida.

¿Le gustó a su padre?
-Era la América que él y su hermano, que se fue un año después, habían inútilmente buscado en Rosario.

Usted estuvo en Rosario.
-Sí allí conocí a una tía, hija de mi abuelo y su mujer argentina. Y trece primos. Fue curioso cuántos rasgos de mi familia descubrí en ellos. De pronto me parecía ver a este primo o al otro de Calabria. Antes de conocerlos, de niño, yo había estado muy influido por mi abuela, que los odiaba, a ellos y también a la Argentina, porque era la tierra que le había robado su hombre. Cuando mi abuela se enteró de que su marido tenía otra esposa allá, siguió esperando. Recién cuando supo que había una hija dejó de esperar. “No volverá”, dijo. Y no esperó más. “Una mujer puede abandonarse, una hija no”, pensó.

Esa abuela suya tiene un papel decisivo en su vida, ¿verdad?
-Sí, decisivo. Yo entré a la Facultad de Filosofía en Messina gracias a mi abuela, que trabajaba para poder costear mi carrera. Pero llegó un día en que me dije que no podía ser que yo viviera del trabajo de ella. Cuando dejé la habitación en la Universidad para buscar trabajo fue un momento malísimo para ella. Durante mucho tiempo no se consoló. Por suerte el año pasado la Universidad de Calabria me otorgó un doctorado honoris causa y ella estuvo ahí, con sus 94 años, muy emocionada porque finalmente yo había obtenido mi doctorado, como ella quería.

Hace un momento hablaba de la velocidad de los cambios en Italia. ¿Es verdad que el campesino ha desaparecido?
-Hoy el campesino ni siquiera toca la tierra con la mano. Y los hijos de los campesinos no son más campesinos. Van a la Universidad. En un sentido esto es bueno, es progreso. Pero también hay algo que se ha perdido. Aquella visión del mundo donde pesaba la presencia de la tierra ha desaparecido. Usted recordará, seguramente, una novela de Ignacio Zilone sobre los campesinos en el sur llamada Fontanamara, que comenzaba: “A Fontanamara il primo era il re, dopo il veacovo, dopo il comendatore e dopo niente, dopo niente, dopo niente e dopi i cafoni”. Pues bien, hoy, ya no tenemos cafoni.

Me pregunto si ya asoma algún tema que despierte en usted la pasión que despertó Albania en usted mientras filmaba Lamérica.
-El tema que está en mi cabeza y en mi corazón con igual fuerza es la relación padre-hijo. Ese es el problema fundamental de mi vida. Y es, además, un tema inmenso, no sólo para mí. Algo similar pasó con Albania, cuando fui a filmar Lamérica: reviví también historias mías dolorosas, de miseria, de emigración. Mientras trabajábamos en la película, los albaneses me pedían que hiciera algo para que ellos pudieran seguir trabajando conmigo en Italia. Y sus palabras revivían las palabras escuchadas en mi familia cuarenta años antes. Era un regreso al pasado. Cuando llegó el momento de dejar Albania, porque la película había terminado, fue muy duro: no sólo para los albaneses, también para nosotros. Yo fui con el equipo al aeropuerto para irme y no pude. No pude.

¿Qué hizo?
-Volví solo al hotel con mis valijas. Hasta que, pasados unos días, pude embarcarme. Si yo volviera ahora a la Calabria, sé que no encontraría la de mi infancia. Albania es hoy la Calabria de mi infancia.

Cuando dejó la Universidad, usted entró como mandadero en Cinecittà.
-Empecé como mandadero, traía café, buscaba cigarrillos. Corría todo el día. Tenía buenas piernas. Y allí estaban todos los grandes de aquella época: Fellini, Visconti ... todos.

Usted ha dicho que es un consumidor del neorrealismo. ¿Cómo definiría usted la diferencia entre Rossellini, De Sica, Visconti y los demás?
-Simplificando un poco ... para Rossellini el tema es la historia, los efectos de la guerra sobre el hombre. Roma ciudad abierta, Alemania año cero y Paisá hablan de eso: su estilo es casi documental: la vida pasa al mismo tiempo que la cámara la recorre. De Sica habla del hombre solo en una comunidad que no quiere ver que hay otros que son pobres y por eso sufren. Y también muestra la solidaridad que nace entre los pobres como en Milagro en Milán. Visconti toma la lucha de clases, dice debemos luchar contra la injusticia. La mirada de Visconti es fina, atenta y un poco ascética. La de Rossellini ligeramente casual. De Sica mira a los ojos de la gente. Es una mirada llena de ternura. Hay una humanidad particular en el cine de De Sica.

¿El neorrealismo es la forma que mejor le permite expresarse?
-No sé. Mi trabajo empezó cuando el neorrealismo ya había pasado, pero tenemos ese antecedente, como se tiene la sangre o la manera de caminar. Yo añoro el cine americano de los 40, fui muy tocado por el cine francés de los 60. Y, cuando empecé a ver cine italiano, ya con cierta capacidad crítica, el neorrealismo ya había pasado. Sin embargo, vi aquellas películas que se habían hecho cuando yo era muy niño o antes de que yo naciera, y fueron las que me marcaron.

Usted hizo dos películas a partir de novelas. ¿Cómo trabaja cuando toma una novela como base de un guión?
-Costa Gavras dice: “En la novela ya fueron profundizados los personajes. Ellos están ahí con toda su riqueza”. Es así, estoy de acuerdo. Cuando empiezo a pensar en una historia, mis reflexiones se producen en torno de las ideas de los personajes. Antes de empezar a escribir tengo que reflexionar mucho. Conocer bien lo que está detrás del accionar de los personajes. Conocer los sentimientos que los mueven. Cuando encuentro una novela que me interesa, ese trabajo ya fue hecho por otro. A partir de ese momento, como guionista y después como director, yo hago un trabajo que es completamente autónomo, porque uso un lenguaje que no es el de la novela, y tengo que ser completamente independiente de lo que fue escrito. Pero el objetivo que novela y película quieren alcanzar es el mismo.

¿Qué lo atrajo en la novela de Leonardo Sciascia, Puertas abiertas?
-Su posición frente a la tolerancia.

¿Cómo explica que ese hombre, que mata a su mujer, se acueste con ella antes de matarla?
-Ese hombre tenía un desprecio total por la vida, por todas las relaciones humanas, por sí mismo, por su hijo. No hay en ese acto el menor amor, sino deseo de humillar. Es una violación: la violación de la dignidad de otra persona.

Es impresionante la escena en el juzgado, en que la turba grita: “¡Mátenlo, mátenlo!”. En esos gritos no hay reflexión, ni comprensión, ni piedad. Sólo miedo y el deseo de venganza que sigue al miedo.
-Pero no sólo la turba piensa así. Uno de los jueces dice sobre la pena de muerte: “Es la sola posibilidad de que nosotros, hombres de buenos sentimientos, justos y honestos, podamos vivir con las puertas de nuestras casas abiertas. Si eliminamos para siempre a los criminales acabaremos con los crímenes”.

Poner al monstruo afuera tranquiliza. Usted hablaba hace un momento de cómo se fue implicando en Lamérica a medida que la filmaba. Esto creo que también debe haber pasado en Ladrón de niños. ¿Cómo consigue tanta naturalidad de ellos?
-Primero, cuando pienso en niños no los busco a través de los diarios o las radios. Si hiciera eso, ocurriría lo que contaba Visconti en Bellísima: cientos de madres y tías arrastran a sus niños para verlos ganar fama y dinero en el cine. Yo jamás hago eso. Busco en pueblos y barrios donde pienso que están esos personajes que necesito. Busco hasta encontrar lo que necesito. Y, una vez que lo encuentro, empieza el verdadero trabajo: establecer un buen contacto con el niño. Y, si no se da, hay que saber renunciar. Le cuento una anécdota que es muy ilustrativa: la jovencita de Ladrón de niños tenía un carácter muy duro. No quería hacer películas. “No me interesa”, dijo. Cuando lo supe me dije: “Esta es la niña que yo busco, una niña que no quiere hacer películas”. Pero los días pasaban y yo no conseguía comunicarme con ella: no estaba interesada en lo que yo quería.

¿Qué hizo entonces?
-Un día, durante un descanso, ella se fue a caminar sola, yo la vi de lejos y me acerqué. Era evidente por toda su actitud que le pasaba algo. “¿Qué te pasa?” le pregunté. “Nada”, dijo ella. “Algo te pasa”, dije yo y ella comenzó a llorar. “No quiero contarte porque es un secreto”, repetía. Yo insistí y terminó contándome que estaba enamorada de Enrico Lo Verso, el actor que hacía el papel del policía (y que también protagoniza Così ridevano). Le dije que era bellísimo que estuviera enamorada. “No, porque yo soy una niña y él es un hombre”, me contestó. Le dije entonces que no había una sola clase de amor sino muchas, y que no tenía que llorar por lo que sentía. “¿No te parece horrible?”, me dijo ella. “No, claro que no”, le dije. “¿Y no se lo contarás a nadie?” A nadie, le contesté: ése sería nuestro secreto. Pues bien, a partir de allí Valentina se transformó. Y era tan expresiva como intérprete, tenía tanta intuición que muchas veces me decía: “No me expliques, yo sé cómo tengo que mirar a Enrico en esta escena” ... Y sabía. Realmente sabía

. Una filmografía ejemplar

Por LUCIANO MONTEAGUDO

Desde su revelación con Colpire al cuore (1982), un título fundamental en aquellos tiempos de crisis para el cine italiano, Gianni Amelio se ubicó entre los directores más reconocidos de su generación. Su proyección internacional, sin embargo, se produciría recién con Puertas abiertas (1989), adaptación de la novela de Leonardo Sciascia protagonizada por Gian Maria Volonté, como un juez que debe resolver durante el fascismo un caso de pena de muerte: el de un criminal sin vínculo alguno con la resistencia política, pero que funciona como un espejo deformante para una sociedad dominada por el autoritarismo. La presencia de Volonté (que recibió el premio al mejor actor europeo de manos del mismísimo Ingmar Bergman, por su participación en esta película), la naturaleza del tema y la época elegida, hicieron pensar entonces en un epígono del cine político de Francesco Rosi, pero el film de Amelio tenía como intención ir más allá de la denuncia: ubicar a su protagonista en una difícil encrucijada moral.

La singularidad del cine de Amelio quedaría confirmada con El ladrón de niños (1991), donde otro servidor público -en este caso un simple carabinieri- también enfrentaba un problema de conciencia, mientras la cámara del cineasta incursionaba en una Italia oscura, profunda, a la manera de una road movie, recorriendo el país de norte a sur, hasta terminar en la punta de la bota, en Sicilia. Aquí, el agonista era Enrico Lo Verso (foto), la máscara que Amelio aprovecharía para sus dos largometrajes siguientes: el impresionante Lamérica (1994) que, con la excusa de la ola de refugiados albaneses, reflejaba la corta memoria de los propios italianos, que también supieron viajar desesperados en busca de nuevos horizontes; y Così ridevano, flamante ganadora del León de Oro del Festival de Venecia, que también habla de las fracturas sociales y de identidad provocadas por las migraciones internas, como la que vivió Italia en la inmediata posguerra. Puertas abiertas, El ladrón de niños y Lamérica se pueden conseguir en videoclubes. Es de esperar que Così ridevano se estrene, tarde o temprano, en cines argentinos, luego del premio en Venecia y el éxito en el Festival de Toronto.