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Vale decir


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Truman y su Supuesto mejor amigo Marlon, La dedicada y cosmetica Meryl Burbank publicitando subliminalmente un producto multiuso, y pocas cosas mas dificiles que viajar a las Islas Fiji desde Seahaven.

En el principio es la Pantalla y la Voz. Y la Voz dice: “Desde el canal de televisión que nunca duerme; transmitiendo en vivo y sin edición alguna veinticuatro horas al día, siete días a la semana, en todo el mundo... con Truman Burbank. Filmado en el estudio más grande del mundo, una de las dos estructuras construidas por el hombre visibles desde la Luna (la otra es la Gran Muralla China), le presentamos la telenovela/documental con más tiempo en el aire en la historia... Ahora en su trigésimo año: ¡The Truman Show!”.

Y todos miran, y todos escuchan.
No se puede hacer otra cosa.

1 Una película, un programa de televisión, cinco mil cámaras escondidas en los sitios más insospechados y un hombre que nunca quiso ser actor pero -por esas cosas de la vida y de los medios- es el actor más famoso de la historia de la humanidad a cargo del personaje más famoso de la historia de la humanidad. La película se llama The Truman Show, el programa de televisión se llama The Truman Show, el hombre se llama Truman Burbank y el personaje se llama Truman Burbank. El director de la película se llama Peter Weir y el actor que hace del hombre y del personaje llamado Truman Burbank se llama Jim Carrey. Pero eso no importa demasiado. The Truman Show como un endiablado entretejido de cajas chinas: un sitio donde la realidad es la ficción que, enseguida, se convierte en realidad. Un poco parecido a lo que nosotros sospechamos que son nuestras vidas. Programas más o menos interesantes relacionándose o colisionando con otros programas más o menos interesantes. Ficciones verdaderas que, en ocasiones, nos sorprenden con muy buenos capítulos. Risas y lágrimas. Sin avisos pero con patrocinadores.

A pesar de su frialdad estética, hay un par de momentos verdaderamente emotivos en el film (además del final): Truman frente al espejo del botiquín de su baño, en ambas ocasiones, actuando sin saber que está siendo observado por miles de millones de personas en todo el mundo. Solo pero acompañado. Todos lo hemos hecho alguna vez. ¿O no?

2 El verdadero efecto de The Truman Show -como fenómeno- se aprecia realmente luego de haberla visto varias veces. Repeticiones. Como si se tratara de un programa de televisión. Se sabe que uno de los aspectos más inquietantes de la seducción televisiva radica en que la repetición, bien instrumentada, se convierte en virtud innegable. No ocurre con ningún otro medio o disciplina artística.

Así, verla por primera vez en un avión última generación, en la pequeña pantalla del respaldo de la butaca de adelante. Literalmente en el aire porque, en estos días, The Truman Show es película de avión en varias aerolíneas. Verla con el cinturón ajustado. No saber nada, no imaginarse cómo va a terminar, sentir la pura potencia de la historia.

La segunda en un cine en el extranjero. Alguien molesta desde atrás con un puntero láser la pupila de Jim Carrey y, ahora sí, uno piensa cosas: que Tom Hanks hubiera estado mejor en el protagónico; que en realidad Truman Burbank es el desprendimiento original del primero y del único James Stewart; que, en un mundo justo y mejor, Truman Burbank debería arrancarle todos los Oscar posibles al soldado Ryan. Esas cosas.

La tercera vez en otro avión. Más viejo, con un televisor colgando más adelante y la promesa cierta de la tortícolis y del insomnio. Ahora se piensan otras cosas: se piensa, por ejemplo, que The Truman Show es la mezcla perfecta de Frankenstein y 1984; que su verdadera potencia radica en que se trata de una historia vieja como la humanidad, la trama primal del prisionero que un día decide escaparse. El verdadero Expediente X. La verdad está ahí afuera: las islas Fidji son el punto de fuga de Truman Burbank. Y está bien que así sea porque todos, alguna vez, suspiramos la palabra Fidji frente al espejo de los botiquines de los baños de nuestras vidas.

3 Clive Barnes: “La televisión constituye la primera muestra de la democracia en la cultura. Algo enteramente conformado por lo que la gente quiere. El problema, claro, es lo que la gente quiere”. Art Buchwald: “La televisión tiene un problema grave: no tiene página dos”. Paddy Chayefsky: “La televisión es democracia en el peor sentido de la palabra”. Peter Ustinov: “La televisión ha terminado con la idea de que pueden surgir grandes hombres. Ahora, ahí, todos son familiares para uno. Y la grandeza necesita de cierta lejanía, de cierta distancia”. Orson Welles: “Odio a la televisión. La odio tanto como a los maníes. Pero no puedo dejar de comer maníes”. Frank Lloyd Wright: “La televisión es chicle para los ojos”.

Mejor reconocerlo: hablar mal de la televisión es uno de los grandes méritos de la televisión como medio, uno de los mejores subgéneros que la televisión supo conseguir. Por eso, quizás, el novelista Raymond Chandler escribió: “La televisión es perfecta. Uno gira un par de perillas... y se recuesta y libera su mente de todo pensamiento. No tiene que concentrarse. No tiene que reaccionar. No tiene que recordar. No extraña a su cerebro porque no lo necesita. El corazón, el hígado y los pulmones continúan funcionando normalmente. Aparte de todo eso, todo es paz y silencio. Uno está en el nirvana del hombre pobre”. Por ejemplo, en una película de Woody Allen -cuyos alter-egos siempre están renunciando a algún ventajoso trabajo en algún canal- uno de los personajes dice: “La vida no imita al arte sino a la mala televisión”. The Truman Show dinamita con gracia semejantes diagnósticos: en el gigantesco estudio que es el pueblo de Seahaven (un pueblo que, en realidad, existe y puede ser visitado en las costas de Florida), la buena televisión puede no sólo imitar sino, también, ser una vida. Porque The Truman Show, por lo que se ve, es un buen programa que se va poniendo cada vez mejor, que arranca donde terminaba Leave It to Beaver hasta llegar a Twin Peaks abarcando todo el inmenso video-arco iris del aire norteamericano.

Y, atención, para ver The Truman Show hay que concentrarse, reaccionar, recordar. Es necesario, es imprescindible. La premisa de The Truman Show no es nueva. The Real World, por MTV, y toda esa gente que vende su vida por las pantallas de Internet y hasta su guionista Andrew Nicol -director de Gattaca- ya ha sido acusado de plagiario desde varios frentes que van desde un antológico episodio de La dimensión desconocida hasta un ignoto cortometraje español. Productos para voyeurs. La única diferencia es que Truman Burbank -interesante vuelta de tuerca y/o de perilla- está narrado desde la ficción y él no sabe que lo están haciendo con él. Un pequeño detalle que a nadie le importa demasiado. Lo trascendente de The Truman Show es que es una película sobre la televisión que no habla mal, al menos explícitamente, de la televisión como criatura. Nada se dice -ni siquiera se insinúa- de los otros programas con los que compite y, aparentemente gana, The Truman Show. Apenas se habla mal -y en proporción ínfima, si se toma en cuenta que apenas lo hace un personaje secundario y decisivo llamado Sylvia- de un programa de televisión llamado The Truman Show.

4 Truman Burbank no es un personaje como Max Headroom y su show no es un film del tipo Poder que mata, o El Rey de la Comedia, o Ginger y Fred, o Quiz Show, o Detrás de las noticias, o Héroe accidental, o Todo por un sueño, o La muerte en directo, o El cuarto poder. The Truman Show no busca ni le interesa encontrar la denuncia o la polémica y es la avanzada de una nueva camada de films no-polémicos pero sí ominosos sobre la caja boba. Los próximos, lo que vienen, se llaman Pleasantville (un descenso a los infiernos virtuales y blanco y negro de las primeras situation-comedies norteamericanas), Ed TV (un empleado de video-club le vende su vida a un canal de televisión), y Holy Man (una supuestamente feroz pero finalmente fallida parodia al mundo de los evangelistas new-age de la pantalla chica).

A la vanguardia de todas ellas, The Truman Show no sufre; se resigna. Y, es obvio, no es uno de esos films donde el cine pretende tomarse venganza por una afrenta que viene soportando desde casi el principio de sustiempos: porque toda película de cine acaba siendo devorada, digerida y emitida por la televisión. A la aparente grandiosidad de los cines como catedrales, The Truman Show ofrece la alternativa de los televisores como confesionarios. Va a ser raro verla de aquí a unos meses en video -freeze frame, rewind, todo eso- y mucho más raro verla en algún canal de por ahí. Doblada al español. Y con avisos.


5 Todos somos Truman. Y todos se llaman Truman. Una acotación incidental: cada vez más gente se llama Truman en las películas o en la televisión. Jim Carrey es Truman Burbank en The Truman Show, claro. Pero, también, Billy Bob Thornton ayudó a salvar al planeta como un jefe de la NASA llamado Dan Truman en Armageddon. En la comedia Patch Adams -a estrenarse en diciembre en Estados Unidos- Robin Williams se llama Truman Schiff y en la serie de televisión de la NBC Will & Grace, un tal Eric McCormack interpreta a un tal Will Truman. Los especialistas en cosas tan leves y tan profundas como el estudio de los nombres señalan que Truman -como sonido puro, como algo que gritarle a alguien por la calle- inspira calidez, confianza, casi dicha. Piensan, seguro, en la certeza cívica de Truman (presidente) y no en la malicia ofídica de Truman (Capote). Truman Burbank es mitad y mitad. La cuestión es que en Argentina nadie se llama Truman. ¿Cuál es el equivalente argentino de Truman? ¿Quiénes nacieron en el aire? ¿Adrián (Suar)? ¿Soledad (Silveyra)? ¿Pablo (Codevila)? ¿Claudio María (Domínguez)? ¿Pinky (Pinky)? ¿Jazmín (Giménez o Roviralta)? No es muy importante. Lo que sí inquieta -un poco- es que ni con toda la buena voluntad del caso, ni Goar Mestre, ni Alejandro Romay, ni Gerardo Sofovich (a quien hay que reconocerle, sin embargo, el descubrimiento virósico y la infecciosa puesta en práctica del chivo comercial elevado a intensidades epidémicas), ni el Yankelevich de turno le llegan a los talones al Christof que hace Ed Harris en The Truman Show. Volvemos a estudios.

6 A veces pasan cosas raras. Por ejemplo: uno sale de ver The Truman Show en una función privada en un microcine cómodo con butacas dignas de Christof; uno camina Corrientes abajo y la perturbadora sensación de que todo es un set, que nada es del todo cierto (o verdadero), que nuestra ciudad y nuestro país y nuestra gente hace tiempo que dejaron de ser reales. Que así están las cosas. Entonces -como obedeciendo las instrucciones de un director de cámaras- entra en escena un contingente de jóvenes con bombos y trompetas y silbatos, a la altura de Callao, portando carteles que exigen ¡Liberen a Truman!

Llamémoslos trumanitas. Divertido, gracioso y, en seguida, ligeramente aterrorizante. Es obvio -no se los nota muy entusiasmados- que no han visto la película. Y, si la vieron, no les importa demasiado el destino de su héroe. Es obvio que lo hacen por dinero -y no por órdenes de la bella Sylvia, novia de una noche y amor legendario de Truman- y que, seamos sinceros, darían cualquier cosa por ponerse en el sitio de Truman Burbank. Por ser las estrellas en el firmamento de su propio show. Aunque no lo sepan. Porque no hay nada peor que saber que, definitivamente, uno no es una estrella.

7 Una de las muchas virtudes de The Truman Show es -por suerte- que se trata más de una película de Peter Weir que de Jim Carrey. Desde el principio, desde siempre, Weir estuvo preparándose para llegar a la síntesis de ese héroe involuntario llamado Truman Burbank, refinando su acto. Así, sombras y bosquejos de Truman en La última ola (un abogado superado progresivamente por una irrealidad que sólo puede comprenderse si se la acepta como realidad), El año que vivimos en peligro (un corresponsal extranjero cuya historia privada es devorada por la Historia pública), Testigo en peligro (un policía como serpiente involuntaria a la hora de corromper un paraíso religioso), Matrimonio por conveniencia (un inmigrante dispuesto a cualquier cosa con tal de ser aceptado por su nuevapatria), La sociedad de los poetas muertos (un profesor de secundaria víctima de la soberbia de su propia y bienintencionada utopía privada). Todos ellos tienen algo en común: todos son personajes diferentes dentro de un mundo que los contiene a regañadientes. Y todos son protegidos o perseguidos o las dos cosas por una suerte de conciencia exterior y extranjera. Esta conciencia puede ser un aborigen, un enano, una chica amish, una hermosa joven casadera, o un alumno tímido que no habla pero que busca desesperadamente una garganta que articule su alarido.

En The Truman Show esta entidad está jugada -impecablemente- por Ed Harris en la piel de Christof, arquitecto y estratega y literal deus ex machina de un programa de televisión llamado The Truman Show. Christof es el “padre” de Truman, responsable de que el bebé haya sido adoptado por una corporación al nacer y, desde entonces, autor de sus días y sus noches. Christof decidió la “muerte” de su padre, su fobia al agua, la elección de su mejor amigo, su casamiento con la predecible Meryl y su separación de la impredecible Sylvia. “Yo no creo que él sea necesariamente un villano”, precisa Ed Harris, “Christof ha criado a Truman desde el día en que nació. En cierta forma, él le tiene afecto. Pero Christof también ama a su programa de televisión. El show es su vida. Es un personaje complejo: parte director, parte padre, parte Dios... Me gustó el personaje porque no se mueve mucho. Es un ser poderoso que controla todo un mundo y a mí siempre me pareció que los verdaderamente poderosos ni siquiera se molestan en moverse demasiado. No tienen por qué hacerlo. Están cómodos”.

Detrás de la comodidad de Christof, detrás de todos ellos está, por supuesto, Peter Weir: “Uno de los temas posibles de The Truman Show es la relación entre el director y su sujeto. Pasaron cosas raras durante la filmación. Primero filmamos todas las partes de Jim Carrey, las escenas de Truman, y luego todas las que transcurren en el estudio de televisión escondido en la falsa luna sobre Seahaven (el film primero iba a transcurrir en una Manhattan de utilería pero eso hubiera sido muy complicado) y fue entonces cuando yo me descubrí a mí mismo pensando Christof no lo hubiera hecho así o Qué haría Christof en este caso. Empecé a pensar en que yo debía actuar a ese personaje. Que yo era Christof”.

8 La fascinación de The Truman Show es la fascinación del en vivo. La misma perversa atracción que nos provoca un camarógrafo chileno filmando su propia muerte, o el cielo de Bagdad bordado de misiles, o un ex jugador de fútbol americano huyendo por las autopistas de Los Angeles, o la cáscara de un Mercedes Benz aprisionando la ruinas de una princesa en un túnel de París. En el libro Ecografías de la televisión, Jacques Derrida aporta apuntes inmediatos al respecto: “La más grande intensidad de vida en directo se capta desde muy cerca para deportarla muy lejos”. En Homo Videns, Giovanni Sartori asusta con la posibilidad sintonizable del “video-niño”: alguien que ha crecido frente a un televisor y, por lo tanto, posee una percepción televisiva del mundo. Ni Derrida ni Sartori, claro, se arriesgan a imaginar el concepto de un video-niño llamado Truman que crece dentro de la televisión y cuya existencia ha sido siempre captada desde muy cerca para enviarla muy lejos, a todas partes. Detalles curiosos: en el programa de Christof o en la película de Weir no hay sexo, lo que ni impide que The Truman Show sea una de las películas más pornográficas jamás filmadas; y en The Truman Show a Truman no parece interesarle demasiado ver televisión. Apenas lo hace -a regañadientes y recién cuando su “esposa” y su “madre” lo instan a verla- en una sola escena del film y de su vida. Alguien anuncia un film viejo que parece remitir directamente al sueño americano de Frank Capra. Pero a Truman no parece interesarle demasiado porque lo que va a contar esa película -especialmente diseñada por Christof para contentarlo- se parece demasiado a su vida. Y su vida no es muy interesante. Por lo menos para él.

9 ¿Es The Truman Show una pequeña gran película o una gran pequeña película? ¿Es The Truman Show una comedia inteligente o una seriedad ligera? ¿Es algo importante o, apenas, interesante? Desde hace años -desde que todos nos reunimos alrededor de ese fuego frío para oír cantar a los Beatles “All You Need is Love” desde Londres o ser cómplices en el escalofrío planetario de ser testigos de la llegada del hombre a la Luna: las primeras imágenes transmitidas desde fuera de nuestro planeta y, por lo tanto, de nuestras vidas- cualquier tipo de apreciación acerca de lo televisivo ha probado ser dificultosa. No existe el orden maniqueo del Ying y el Yang sino un ambiguo Yiang donde todo se pierde y nada se transforma. Así, la televisión -incluso eso que se conoce como la buena televisión- como panacea y placebo al mismo tiempo. Uno sale de ver The Truman Show un poco inseguro de haber entrado a algo y, simultáneamente, sospechando que ya nunca recuperará por completo la libertad. A la hora de las caprichosas divisiones, a la hora de definir la raza humana, The Truman Show aporta una nueva: dime si el final de The Truman Show te parece un final feliz o un final triste y te diré quién eres.

Mientras tanto y hasta entonces, el film de Peter Weir funciona como representación gráfica y tangible de ese lugar común que da un poco de miedo y está bien que así sea: “A mí me gusta la televisión porque la televisión es una buena compañía”, se dice, aquí y allá, con ojos de videotape. The Truman Show es la respuesta obvia a ese enigma del porqué la gente dice ver televisión en lugar de mirar televisión y por qué, en inglés, se requiere la especialización del verbo watch (“vigilar”) para indicar la acción de estar sentado ahí enfrente. The Truman Show es, también, la explicación cabal y comprensible de por qué la gente no tiene problemas en decir “la tele” -es decir, ser cariñosa con ese electrodoméstico- y no poder articular un “la hela” o “la radi”: se puede amar a un televisor porque un televisor está cada vez más cerca de ser de carne y hueso y, por las mismas razones, se puede odiar a un televisor. No es casual que a la hora del brote psicótico à la The Wall, lo primero que se busca destruir es, siempre, un televisor.

10 “No pueden poner una cámara dentro de mi cabeza”, dice Truman Burbank cerca del final de la película. ¿Será cierto? Algo es innegable: los minutos finales de The Truman Show son emocionantes y -¿redención o ironía?- la gente, la audiencia, los espectadores, el público parece ponerse contenta por la acaso definitiva decisión del héroe. El problema -la resaca, lo que vendrá- se insinúa en la voz casi agobiada y postparto de dos espectadores hipnotizados que, al terminarse la transmisión del mítico programa de Truman Burbank, retornan a su condición sonámbula de serenos de garaje. “¿Y ahora qué vemos?”, “Fijáte qué dan en otros canales”, algo así dicen. Y justo ahí la escena vira a negro y aparecen los títulos del final -acompañados por la ominosa y tribal música del australiano Bukhard Dallwitz- que acaso no sean más que los latidos de un nuevo principio. De un programa mejor. De un lugar adonde llegar y pensar, control remoto en mano, en cualquier otra cosa que no sea -a la hora de cerrar la transmisión y rezarle a nuestro Christof privado y a diferencia de Truman, aunque él no lo sepa- que Truman Burbank va a volver, desesperado, a pedir que le devuelvan su trabajo y su razón de ser; y a que es casi seguro nunca tuvimos, ni tenemos, ni tendremos el más remoto control del show de nuestras vidas.