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EL INFORME, LA ENCICLICA
Y EL DICTADOR

Por Alfredo Grieco y Bavio

Es un lugar común tan fácil como cierto que quienes todavía creen en la relevancia cultural de la novela están equivocados. Todos los profesores de teoría literaria que se respetan encontraron su tierra de promisión en los estudios culturales, y se preocupan ahora por devolverle el ano a Coriolano. Pero si la novela ha muerto, lo novelesco, y hasta lo novelesco literario, han sobrevivido muy bien. Uno de los lugares donde se ha refugiado es en los textos legales de quienes, profesadamente, sospechan de las novelas.

A Sarmiento, en su elogio fúnebre de Vélez Sarsfield -el autor de nuestro Código Civil de 1869 que pronto va a ser desfigurado por los mismos analfabetos que reformaron para Menem la Constitución de 1853-, le gustaba destacar que el jurista nunca había leído una novela. Se podría insistir groseramente sobre el punto, y argumentar que sin embargo las escribía, que todos los artículos del código sobre matrimonio y herencias contienen una novela decimonónica, cada uno con su diferente familia infeliz.

Ningún texto -y hasta ningún film, ningún talk-show- fue tan esperado este año como las 400 páginas del informe del fiscal especial Kenneth Starr sobre el Sexgate del presidente Bill Clinton. Si la investigación arroja alguna certeza, es que el fiscal no es inocente. Quiere que disfrutemos de su narración, y para ello le da la forma de la novela decimonónica de adulterio. Narrativas cuyos títulos suelen limitarse al nombre de las protagonistas, siempre mujeres caídas, como todo el Sexgate se resume en las palabras “Monica Lewinsky”. Los franceses Flaubert con Madame Bovary y Zola con Therèse Raquin, el alemán Fontane con Effie Briest, el ruso Tolstoi con Anna Karenina, el norteamericano Theodor Dreiser con Sister Carrie, narran la historia de adúlteros ligeros y mujeres enamoradas, de poderosos calculadores y de perdedoras apasionadas. Los libros están llenos de detalles deliberadamente simbólicos. Como Monica, Emma Bovary se lleva a la boca la pipa de su amante y fuma sus cigarros. Sus protagonistas saben que los affaires llevan al fracaso, a la enfermedad, a la muerte, al suicidio, como el destino de quienes amenazan el orden social. Sin ningún motivo, Starr nos cuenta que Monica pensaba en irse a otra ciudad, a otro país, como Sister Carrie, que huye a Montreal desde Washington. Como las grandes novelas de adulterio, el efecto de Starr es doble: castiga debidamente a los culpables, pero también crea simpatía hacia ellos, y en definitiva convierte en banal lo que quería presentar sólo como ilegal.

El informe fue un éxito mundial, y ocupó todas las tapas de los diarios, salvo en China y en el Vaticano. Pero fue precisamente del Estado más pequeño de la tierra de donde, dos semanas atrás, salió otro texto disciplinario y novelesco: la encíclica Ratio et Fides, una obra maestra del catolicismo polaco. Juan Pablo II emprendió con un éxito kitsch digno de su compatriota Sienkiewicz, el autor de Quo Vadis?, lo que hicieron Dickens en Tiempos difíciles y Benito Pérez Galdós en tantas novelas. Narra los peligros de una razón ciega, positivista, preocupada por los hechos y fríamente desdeñosa de la fantasía, de lo que está más allá de sus poderes. “Quiero hechos”, insistía el inflexible maestro Mr. Gradgrind de Dickens a una niña circense, extranjera y medio gitana, tan poco victoriana en suma, que hoy encuentra refugio en los brazos abiertos, ecuménicos y políglotas del Sumo Pontífice. Los extravíos de la razón son interesantes. Son más interesantes, incluso, que las vidas de quienes siempre permanecieron en el rebaño y nunca los probaron. Repiten las parábolas evangélicas de la dracma o la oveja perdida, el obrero de la hora undécima, el hijo pródigo. El final de esta fábula oscurantista es la reconciliación, al maridaje de lo que habían separado artificialmente -pero no lo sabíamos-, una vuelta al hogar doblemente afortunada por imprevisible. La verdad de fe corrige y completa la verdad de razón, los ateos abjuran de su herejía, los judíos se convierten, y el Conicet se reduce a una dependencia de la Arquidiócesis de Buenos Aires.

El fiscal Starr y el papa Juan Pablo II escriben lo que la novela insuperablemente fue: pornografía para puritanos, extravíos coronados por una exaltación del castigo. Pero en la última semana, los titulares de los diarios abandonaron el siglo XIX para escribir el género por excelencia de la literatura latinoamericana del XX, la novela del dictador. Un modelo es El recurso del método del cubano Alejo Carpentier. Su dictatorial protagonista sabe, como Pinochet, que para operarse no hay como Europa.