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Vale decir


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“El Mudo” (los bocetos preliminares y la escultura de 1972).

“Quizá para sacarme del medio, mis padres me mandaron a los ocho años a estudiar dibujo con Angel Podestá, que vivía en una tapera perdida entre cardales en medio del campo”, recuerda de su infancia Juan Carlos Distéfano. Recuerda también que era muy retraído, y de salud precaria: incluso perdió un año en la escuela por una hospitalización. Había nacido en Tapiales el 29 de agosto de 1933, producto de una típica familia argentina: su madre, hija de españoles, y su padre, oriundo del sur de Italia, tenían un almacén de ramos generales en el pueblo cercano a Buenos Aires.

La distancia de su pueblo natal a Buenos Aires influyó a su manera en la formación del joven Distéfano: desde 1947, cuando entró en la Escuela Industrial N-o 9 de Artes Gráficas en la Boca, el estudiante aprovechaba el viaje de ida y vuelta en tren para leer, en colecciones populares, la vida de los grandes pintores (estaba especialmente interesado en Cranach). Una noche el guarda le reprochó las porquerías que ojeaba y lo llevó a un policía ferroviario, que le dijo: “Yo también tengo libros así, con mujeres desnudas, ¡pero los miro en la cama!”. Esta anécdota se complementa a la perfección con el decisivo encuentro que significó, para Distéfano, tener a los quince años como profesor a Luis Barragán. Más de tres décadas después, en 1983, en una muestra tripartita con él y su otro maestro, Aurelio Macchi, Distéfano le escribe a Barragán, en el catálogo: “Tendría que habérselo dicho hace mucho tiempo. Por fin puedo decírselo ahora, así, de golpe, con la brusquedad con que los tímidos juntamos fuerzas: sepa que soy deudor de lo mucho que usted me ha dado. Tendría que decirle, curiosamente, gracias por su furia”. La historia es así: el adolescente Distéfano había leído un artículo sobre Van Gogh aparecido en la revista Life en español y, como un loro, le repitió a su maestro la frase: “Van Gogh acometió una empresa gigantesca cuyo fracaso lo condujo al suicidio”. Según Distéfano, cuando Barragán escuchó esa frase “escrita por un imbécil y repetida por un ignorante” reaccionó indignado. Casi con la misma furia con que escucharon poco después, en la misma escuela, al entonces ministro de Educación Ivanissevich, dando un discurso contra el “arte morboso” (que “por perversión elige no expresar la belleza sino la fealdad, la anormalidad”, según cita Elba Pérez en el libro Distéfano).

En 1952, usted entra en la Escuela de Bellas Artes, donde conoció a Gramajo Gutiérrez...
-Sí, primero lo conocí a Obdulio Gambaro, el hermano mayor de Griselda, después entré a Bellas Artes, y ahí tuve a Gramajo Gutiérrez de profesor de dibujo. Nosotros éramos muy jóvenes y demasiado “modernos” para apreciar a quien teníamos delante. Nos reíamos de él, que era un hombre del Altiplano, que decía que “no pintaba, documentaba”. Con el tiempo llegamos a saber que ese señor oscuro y pachorriento fue uno de los grandes artistas de este país. De todas maneras, Gramajo Gutiérrez tenía su veta sangrienta. Cuando pasaba por detrás de nosotros mirando los tableros, y decía de nuestros dibujos: “Y bueno, déjelo como cosa, nomás”. Era como una patada en la cabeza.


1- En su taller con Jorge Romero Brest, post-Di Tella (1980). 2- con su amigo de toda la vida, Obdulio Gambaro, el hermano de Griselda, en 1991.

Casi al mismo tiempo recayó en el taller de Urruchúa...
-Y hui despavorido. Esas exageraciones gratuitas, el sentimentalismo y la retórica en el dibujo, me espantaron. También desconfiaba del engolamiento y la pretensión dogmática del taller: se vivía en permanente estado de énfasis.

EL INFILTRADO En diciembre de 1955, y ya casado con la hermana menor de Obdulio, Griselda Gambaro, se embarca a Italia por tres meses. No le interesa ni el arte contemporáneo ni la Roma del barroco (“Me irritaban por ignorancia”, confesaría después). Sólo tenía ojos para el arte etrusco: iba todos los días a museos y después revisaba obsesivamente sus apuntes y bocetos en el cuarto de pensión que le alquilaban a un tranviario. Cuando llegaron a Florencia, supieron que se estaban restaurando los frescos de Masaccio. Distéfano consiguió permiso para subir a los andamios donde trabajaban los restauradores y ver de cerca los frescos: “Fue estremecedor ver tan de cerca la seguridad con que bocetaba Masaccio. Sus frescos parecían recién pintados y a la vez eternos”.

A su regreso a la Argentina, trabaja como diseñador gráfico para varias agencias de publicidad. En 1960 la empresa Siam Di Tella organiza un concurso de afiches para celebrar sus cincuenta años de existencia. Distéfano gana y es convocado a integrar el Departamento de Diseño Gráfico del flamante Instituto, donde trabajaría hasta 1970, junto a un equipo legendario integrado por Rubén Fontana, Humberto Rivas, Juan Andralis, Norberto Coppola, Carlos Soler y Roberto Alvarado. Ganaron premios a rolete y algunos de sus afiches forman parte hoy de colecciones públicas y privadas (el de Olivetti, por ejemplo, está en el MoMA de Nueva York).


Dos de los legendarios afiches diseñados por el equipo de Fontana y Distéfano. Derecha: Romero, Rivas, Soler y Fontana saludan desde Italia (1969) a su colega.

¿Cómo empieza su relación con el Di Tella?
-Mucho antes de que se creara el Instituto. Después de ganar aquel concurso de afiches, conocí a Guido Di Tella y empecé a diseñar cosas para él, free-lance: me encargaba las tapas de las memorias y balances y cosas por el estilo de sus empresas agropecuarias, a las que les hacía unos diseños de lo más extraños. Pero a Guido le parecían bien... hasta le gustaban. Por ese tiempo yo había ingresado en la agencia de Ricardo De Luca, donde conocí a Rómulo Macció, que ya era un diseñador reconocido. Pero la cosa es que, cuando yo entro, a Rómulo lo echan. Yo sentí una especie de culpa pero Macció no dio muestras de rencor y desde esa época somos amigos. De Luca era un tipo caprichoso: se manejaba de esa forma.

Pero en ese momento usted también era un diseñador con cierto predicamento, ya.
-Bueno, sí, había ganado un par de concursos y supongo que eso le daba a mi nombre algo de brillo. De Luca era un personaje que se las daba de culto y gustador del arte. Sin embargo tenía sus prejuicios y de alguna forma los manifestaba. Recuerdo que Macció tenía pegada en la pared una reproducción de un desnudo de Modigliani, y un día De Luca mira el cuadro y dice: “Qué linda pintura, no lo digo por lo pornográfico... Pero qué linda la vida del pintor: pintar y coger, coger y pintar”.

¿Estuvo en De Luca hasta que lo convocan al Di Tella?
-Yo seguía trabajando free-lance cuando diseñé el catálogo de la primera muestra. Después ya no. Trabajar con Guido o con Enrique Oteiza era bárbaro, te daban una libertad infinita. Encargaban el trabajo y después eran totalmente prescindentes. Eso nos daba una confianza total. Hasta que abrieron el local de la calle Florida, yo trabajaba en mi casa de Don Bosco y Oteiza con una secretaria en un departamento en el centro. De a poco se formó el equipo. Eramos una mafia dentro del Instituto, todos éramos terriblemente pedantes. Trabajábamos sin horario: íbamos a la mañana, a la tarde, a la noche; apare-cíamos cuando había que hacer un trabajo; si no, no. Y siempre a los piques, porque todos los pedidos eran para ayer. Fue una época fantástica, donde creció un grupo de amigos y profesionales cada uno con sus propias características.

¿Y qué pasaba con su pintura?
-Paralelamente trataba de pintar. Por lo general pintaba hasta el mediodía y después me iba al Instituto.

¿Participaba en las muestras del Di Tella?
-No, Romero Brest no sabía que yo pintaba. Recién cuando Andralis, que era amigo de Aldo Pellegrini, le dijo a éste que viera mis cosas, en 1967, se me incluyó en una muestra, la única en la que participé en todo el Di Tella. A pesar de ser corresponsable de la imagen pública del Instituto (y que Griselda estrenara su obra El desatino allí, en 1965), ésa fue toda mi participación como “artista”: en aquella que organizó Aldo Pellegrini sobre el surrealismo en la Argentina. Mi filiación con lo surrealista era más bien dudosa pero Aldo ensanchó la manga para incluirme. Para ese momento ya había hecho dos muestras individuales, pero Romero no se había dado por enterado. Es que no éramos del ambiente. Fue mucho después que él apreció mi obra e incluso me prologó un catálogo.


Izquierda: Tríptico (1965), derecha: con su esposa Griselda Gambaro, en Venecia (1956).

GRACIAS POR EL FUEGO La primera muestra de Distéfano fue en la galería Rioboó-Nueva, en 1964. Para conseguir el relieve que quería, usaba lona en vez de telas, y las exasperaciones paródicas de esos relieves (donde ya manifestaba su afán de anular de la perspectiva ilusionista y una recurrencia de bocas amordazadas y escaleras que no conducían a ningún lugar) recordaban a máscaras de Carnaval. Lamentablemente, de todos aquellos cuadros sobrevive una sola pieza: Distéfano destruyó el resto.

¿Por qué razón hizo eso?
-Fue un rapto de omnipotencia. Yo pensaba que iba a ser genial, entonces hice una fogata con todo lo anterior. Estaba muy influido por Alan Davie, por el Grupo Cobra y sobre todo admiraba a los muchachos de la Nueva Figuración. Hoy creo que, por un lado, fue una medida sana y sabia, porque aquello era realmente malo. Pero, por otro lado, estoy arrepentido. Me gustaría verlos ahora: algo mío estaba escondido en esos trabajos. Seguramente había cosas en ellos que después reaparecieron en mis otras obras más claras o más elaboradas.

¿En qué momento se produce ese tránsito entre la pintura y la escultura?
-Uno de los integrantes de Nueva Figuración, Jorge de la Vega, hacía unos relieves formidables. Creo que lo mío viene de allí. Y cuando vi las cosas que estaban haciendo Emilio Renard y Pablo Suárez, me llamó la atención ese material que manipulaban ellos, que era fácil de trabajar, barato y no dependía de un fundidor. Al principio sólo les pedí indicaciones de cómo usar la resina poliéster para hacer los relieves. La pintura seguía haciéndola sobre la tela, que iba pegada sobre el poliéster. Después me di cuenta de que el material podía expresarse por sí solo y entonces pasé a incorporar el color al material.

NI POP NI LUNFARDO En 1966, cuando hace su segunda muestra individual (en Rubbers) y es invitado a la III Bienal Americana de Arte, Distéfano ya usa poliéster y lana de vidrio para sus relieves. Pero no se siente del todo cómodo: “Me gustaría librarme de la complejidad del material. Me obliga a ser demasiado artesano y, para transformarse en arte, exige una instrumentación difícil de vencer”. El resto del mundo de la plástica no parece ver así las cosas: lo tildan (elogiosamente) de neorromántico, barroco, neoexpresionista, surrealista, neofigurativo y pop-lunfardo (el inefable Pierre Restany). Se lo considera unánimemente la revelación en la Bienal. Su director, Christian Sörenson, dice que tuvo su propio happening cuando llevó al entonces arzobispo de Córdoba, Raúl Primatesta, ante las piezas de Distéfano en plena visita protocolar del prelado, simplemente para ver qué cara ponía ante las macabras imágenes alucinatorias. La anécdota refleja el espíritu festivamente belicoso de la época, pero no convence del todo a Distéfano, que más tarde dirá: “El virtuosismo no me interesa en lo más mínimo, nada. Sólo es una demostración de destreza. Y la destreza, en relación con el arte, queda reducida a la categoría de ejercicio circense”.



Dos enfoques de “El camioncito de Dock Sud” (1997) y “En un camino” (1980).

En 1968, a los 33 años, se lo elige para integrar la delegación argentina en la IX Bienal de San Pablo (junto a Emilio Renard, David Lamelas y Julio LeParc como invitado especial). Una de las curadoras paulistas pide el retiro de su obra Tres Versiones por considerarla obscena. Distéfano decide retirar todas sus piezas y Renard y Julio LeParc, en solidaridad, también. Resultado: la curadora no se sale con la suya. Pero el premio de la Bienal va a parar inesperadamente a la obra de Lamela (“Una banalidad que ya nadie recuerda”, según Elba Pérez). Para Distéfano es particularmente irritante: según él, quien lo merecía era Renard (“Había ido más lejos que todos, creando un mundo propio de intuiciones milagrosas con un material nuevo como era el poliéster”).

Distéfano ve, en el uso que hace Renard del poliéster, posibilidades expresivas que no lograba resolver solo. A partir de entonces, busca la manera de que color y forma nazcan al unísono, usando poliéster y resinas. Es decir, no limitarse a “pintar” las esculturas. Pero, a pesar de los consejos del pionero Renard y la colaboración de Obdulio Gambaro, los primeros intentos fracasan (recién en 1975 lograría incluir la policromía en la forma desde el molde: con El Baño, la memorable pieza inspirada en un óleo de Prilidiano Pueyrredón).

Mientras tanto, había hecho los títulos de la película Invasión de Hugo Santiago sobre un texto de Bioy Casares y había estado un año en Europa con la beca Romero. A la vuelta de aquel viaje, se topó con la noticia del cierre del Di Tella. Decide abrir su propio estudio de diseño gráfico con Fontana, con la esperanza de poder dedicarse, tarde o temprano, exclusivamente a la plástica. En octubre de 1976 hace su primera muestra de piezas de poliéster, en la galería Artemúltiple: las obras muestran con elocuencia sobre-cogedora los vejámenes cotidianos de esos tiempos oscuros (torturas, cuerpos calcinados, pena de potro). Distéfano es acérrimo partidario de que la gente toque las esculturas y protesta contra la política que prohíbe expresamente o reprime tácitamente a los espectadores que quieren acercarse a hacerlo. La muestra es un éxito de crítica y -cosa inusual teniendo en cuenta el tenor de las esculturas-, se venden todas las obras, lo que marca un cambio en la tendencia de los coleccionistas argentinos: ya no comprar únicamente lo consagrado. El periodista Ariel Delgado había adquirido la primera, Procedimiento y la Asociación de Amigos de Bellas Artes había comprado otra, para el Museo, en 1973 (aunque debió mantenerse oculta durante los años de plomo): la pieza llamada El Mudo, alude al “submarino”, tortura inventada por el comisario Lugones (el hijo del poeta, que también inventó la tristemente célebre picana eléctrica). Parecía que Distéfano podía por fin dedicarse exclusivamente a su obra.

Pero el gobierno militar prohíbe la novela Ganarse la muerte de su mujer...
-Sí: por “inmoral con trasfondo subversivo”. Yo ya pensaba que iba a poder dedicarme a lo mío, me dije ahora o nunca. Pero cayó la prohibición a Ganarse la muerte y gente amiga nos aconsejó irnos del país. Nosotros no éramos militantes, éramos francotiradores: nuestra desprotección era total. Así que levantamos la casa y nos fuimos a Barcelona.

¿Pudo adaptarse a la vida española, o catalana?
-No, ese traslado fue espantoso para mí. En ese momento no entendí ni pude amar a Barcelona como la amo ahora. A pesar de que estaba allá yo seguía viviendo aquí. Me daba lo mismo estar en cualquier parte... Total, estaba metido en una pieza. Así y todo trabajé y cuando pude volver, en 1980, traje una exposición entera.

¿Por qué eligió Barcelona para exiliarse?
-Allá estaban muchos amigos como Humberto Rivas, Nelly Schnaith y otros. Por otra parte, tenía un interés especial por el romántico y eso me atraía enormemente. En mi obra aparecen muchas citas que aluden al romántico, como homenaje deslumbrado, como citas irónicas o inclusive como pequeños chistes. Es algo que uno lleva adentro y a veces también aflora de manera impensada. Un ejemplo claro es una referencia que descubrió Marta Nanni de una talla de piedra del portal de la Catedral de Amiens que aparece casi igual en uno de los personajes de El camioncito del Dock Sud. Yo nunca estuve en Amiens ni conocía esa talla pero al verla sentí que no cabía duda: era el mismo personaje. En esa obra también hay mucho de Gutiérrez Solana, el español, que a mí me vuela la cabeza.


“El baño”: la pieza de 1975 a partir del óleo de PriLIDiano Pueyrredón de 1865. “En la piel del otro” (1994), con el texto del “Nunca Más” sobre Dagmar Hagelin.

TRES TALISMANES Distéfano se había llevado a Barcelona tres obras pequeñas en su equipaje, como talismán y como fermento de su obra futura. El talismán ejerció su influjo: a su regreso, en 1980, expone en la galería Jacques Martínez quince esculturas. Ya no hay pinturas, ni siquiera dibujos. Una de las piezas había producido equívocos en Europa: creían que estaba inspirada en el asesinato de Aldo Moro. “Yo lamentaba comunicarles que en esto nos habíamos adelantado: como los cuerpos arrojados entre los cardales de Camino Negro, estos episodios eran cotidianos”, dice Distéfano. A pesar de la censura y autocensura en los medios, el pintor Guillermo Roux escribe en el diario Clarín en marzo de 1980, a propósito de la muestra (y, especialmente, de una de las piezas, En un camino): “Un artista, mejor dicho un hombre, que finalmente ¡finalmente! nos habla desde adentro y al hacerlo nos sentimos menos solos. Distéfano comprende, sufre codo con codo, no juzga, no moraliza, se sumerge él también desde adentro, participa dudando y preguntando. El milagro del arte ha hecho posible que, después de mucho tiempo, éste sea un buen día”.

Desde su retorno a la Argentina, Distéfano comienza a dar clases: primero en la Cárcova (escultura y dibujo), después en forma particular. Y mantiene empecinadamente la costumbre de exponer poco. Los motivos son sencillos, al menos para él.

Comparada con la de otros artistas su producción es relativamente exigua, ¿a qué se debe?
-Es que trabajo mucho tiempo con una misma escultura. Por ejemplo, la última (Acción directa, de 3,25 x 3 x 3 metros) me llevó, desde los primeros dibujos hasta la finalización, cerca de un año y medio. Ge-neralmente hago dos esculturas por año y por ahí tengo la suerte de que me compren una. Por eso también doy clases, salvo este año que lo declaré año sabático.

¿Cómo organiza a sus alumnos?
-Les pido que armen un grupo y alquilen un lugar para trabajar. Yo los voy a ver una vez por semana desde la tarde hasta la noche. Este programa dura unos dos o tres años, después no aparezco más. Se supone que, para entonces, todas las perversiones que conozco ya se las enseñé.

¿Le gusta exponer?
-No, para nada. Odio exponer. Todos usamos distintos disfraces y máscaras para que nos quieran. Cuando presento una muestra quedo en calzoncillos, ahí quedan a la luz de los spots todas mis miserias, debilidades y defectos. Y la verdad es que no me gusta que me vean así.

HACER TEATRO Con el retorno de la democracia, Distéfano no cambia demasiado su rutina. Se instala, sí, en un taller en la Boca (en la calle Benito Pérez Galdós, muy cerca de la Escuela de Artes Gráficas donde pasó su adolescencia), muestra poco (en 1987 expone en la galería Del Retiro; en 1991 merece la primera retrospectiva en la Fundación San Telmo y expone en Ruth Benzacar; ese mismo año se publica el excelente libro sobre su obra, con textos de Elba Pérez). Mantiene las largas jornadas de trabajo asistido por Obdulio Gambaro, hasta la muerte en 1994 del que fue el gran amigo de su vida. Un año después, nace su primera nieta, Florencia.

¿Cómo podría definir la relación matrimonial de dos artistas que trabajan con diferentes lenguajes?
-Es que el nuestro no es un matrimonio de artistas; es un matrimonio de dos seres que se quieren. Casi podría asegurar que no hablamos de arte, por lo menos en el sentido concreto del término. Yo siempre me acuerdo de cuando estaba por hacer la muestra en la Fundación San Telmo, y me dijeron: “Tenemos la idea para el catálogo: se sientan vos y Griselda con un grabador y hablan de arte”. ¡Qué absurdo! Nuestras conversaciones son: “¿Fuiste a Coto? ¿Qué trajiste?” Por supuesto que vamos al teatro y al cine juntos, y viajamos y discutimos sobre algunas obras, pero no paseamos del brazo bajo los mirtos hablando de arte.

¿Le propusieron alguna vez hacer escenografía o decorados teatrales?
-Hice la de Los siameses. A mí me gusta mucho el teatro, tanto que el que lleva al teatro a Griselda soy yo. Pero es un mundo muy atrapante: si me dedicase a la escenografía no podría hacer otra cosa. Para hacer algo bueno hay que conocer profundamente el material, y para eso hay que meter la vida, no hay otra. Vea a Picasso, uno de los mayores genios de la humanidad: cuando hace escenografías, no puede salir de sus propios cuadros. Lo mismo pasó con Miró. Cuando se da la conjunción de miradas de un plástico con las de un hombre de teatro se dan casos como el de Tadeusz Kantor, que para mí es lo supremo. O Bob Wilson, que es otro genio del teatro. Los dos vienen de distintas vertientes de la plástica: uno del expresionismo; el otro de la pintura y el happening. Y produjeron las mayores revelaciones teatrales de la segunda mitad del siglo cuando dejaron la pintura para meterse de cabeza en eso.

LOS PARAGUAS DE TAPIALES En 1989 Distéfano se decidió por fin a incorporar expresamente a su obra (con la pieza Primer intento de vuelo) una figura clave de su infancia, que su esposa ya había usado (con anécdota y todo) en la obra teatral El Campo: los paraguas. Dice Distéfano: “De chico me gustaba irme detrás de los paraguas, veía pasar alguien con un paraguas e iba detrás. Mi padre tenía miedo de que me perdiera. Los días de lluvia eran terribles, me buscaban a gritos por la calle”. Poco después incorpora un texto del Nunca Más (el relato del secuestro de Dagmar Hagelin) a la pieza En la piel del otro (tres citas) y en 1995, retoma una idea iniciada quince años antes: los “trasladados” en aviones cuyos cuerpos eran arrojados después al Río de la Plata. Antes de decidirse a aceptar la retrospectiva que hoy ocupa el Museo de Bellas Artes, declara: “Me da culpa que mis obras perduren. En general, las esculturas contemporáneas sólo transmiten dolor, y no me gusta dejar esa imagen a las generaciones futuras. ¡Qué sabios eran los etruscos! Sus esculturas las hacían en cerámica; sus casas en madera. Todo era en material perecedero; todo desaparecía. Hoy hay que destruir algo para que desaparezca”. Por esa misma época, cuando se le pide que explique su estética, dice simplemente: “Cada obra es un intento de vuelo y también la historia de un fracaso. Y es porque fracasamos (o, al menos, yo fracaso) que se vuelve a intentar”.