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El tiempo es tirano: canal UNISERIES
 Por Hernán Ferreirós

En su libro The Fourth Dimension (and how to get there) el matemático pop Rudy Rucker propone, parafraseando a Borges, un modelo de universo signado por la repetición: ya que las permutaciones posibles son finitas; todo lo que fue, volverá. En consecuencia, el tiempo es circular. Desde luego es imposible saber si esto es cierto a escala cósmica, pero es fácilmente verificable en la televisión. Más allá de la comprobación del mito del eterno retorno en las figuras de Mirtha Legrand, Roberto Galán o los conductores de ATC, varios programas de aire y canales como Volver y Uniseries existen sólo para reproducir la televisión que ya pasó. Es más, casi todo los relatos de la televisión están sostenidos por la repetición de un momento anterior. Nosotros, los espectadores, también quedamos sometidos a un involuntario viaje temporal. Después de todo la televisión está irremediablemente ligada a nuestra vida. El canal que nos enfrenta más abiertamente con el pasado es Uniseries, porque vuelve a poner en el aire algunos de los momentos más felices de nuestra infancia. Ya sea que se lo aborde desde el punto de vista comercial (la televisión puede existir porque vende segundos), narrativo, técnico o melancólico, el tiempo es claramente el mayor problema de la televisión. Entonces es lícito preguntarse: ¿qué tipo de temporalidad domina un medio, por lo general, tan perverso?

El físico inglés Stephen Hawking explica que, dentro de un agujero negro, la distorsión producida por la monstruosa fuerza gravitatoria hace que el tiempo transcurra mucho más lentamente que en el exterior. Si un objeto se acercara a su centro, para un observador más alejado parecería como detenido en el tiempo. Pues bien: sobre la Tierra, la única experiencia comparable con caer dentro de un agujero negro es mirar una telenovela. A medida que pasan los capítulos notamos que el tiempo se dilata, que el relato avanza cada vez más lentamente y que, si dejamos de ver algunos episodios, nos reencontraremos con los conflictos en el mismo punto en que los habíamos abandonado.

Por el contrario, en la mayor parte de las series televisivas norteamericanas o inglesas perder un solo bloque significa no poseer una cantidad de información crucial para entender qué está sucediendo. Y, sin embargo, éstas, como las telenovelas, transcurren en una temporalidad anómala: un eterno presente. El tiempo, en ambas, está atrapado por las paradojas del infinito. En una telenovela cada conflicto prolifera y genera otros menores, que a su vez también se reproducen en subconflictos cada vez más pequeños. El acontecimiento, la unidad del relato, se adelgaza hasta lo mínimo. Para que un problema importante se resuelva (y el relato avance) primero hay que resolver otro menor, y antes que ése, aun otro generado por el anterior. En consecuencia, aunque el relato está puesto a funcionar a toda máquina, parece eternamente detenido.

En las series llamadas “clásicas” (por “viejas”) el problema es más simple: el presente es infinito porque cada capítulo comienza y termina exactamente en el mismo punto. Que el prisionero permanezca retenido es la condición de posibilidad de cada uno de sus maravillosos episodios. Cada cambio generado al comienzo de un capítulo de cualquier serie es borrado al final, sin que importe mucho qué haya sucedido en el medio. Más que ningún otro relato, la serie evidencia la circularidad del tiempo televisivo. Sólo esto explica que, aunque el abogado Petrocelli haya comprado todas las gaseosas que quedaban de su marca favorita cuando la embotelladora cerró y beba al menos una por capítulo, siempre tenga la heladera llena. O que, aunque David Vincent convenza a tres o cuatro personas de que los Invasores ya están entre nosotros en cada historia, continúe solo después de varias temporadas. La vuelta a lo mismo es tan inapelable y cruel como explícita. Tanto que en el canal Uniseries son relevadas en divertidos separadores: en uno de los últimos se ve cómo Joe de Bonanza se casa, sólo para que su mujer muera quemada dos bloques más tarde y el menor de los Cartwright termine el episodio tan soltero como lo comenzó.

Las historias de las series vuelven siempre sobre unos pocos modelos básicos: la aparición de un familiar -o viejo amigo- perdido, la aparición de un doble malvado del protagonista, la detención del héroe por un crimen que no cometió, la utilización del recurso Rashomon para narrar un episodio (puntos de vista de distintos personajes para un mismo hecho). La aun más limitada cantidad de permutaciones posibles dentro de un universo tan estrecho como el de la TV hace que no sea raro ver prácticamente el mismo capítulo en dos series diferentes.

El problema es que la repetición, producto del agotamiento de las elecciones narrativas posibles, vacía al relato de significado. Cualquier teórico malo de la comunicación sabe que el sentido sólo puede ser definido por aquello que excluye. Si todas las posibilidades están realizadas, el sentido (“el valor informativo de un mensaje”, en términos de comunicólogos) es igual a cero. La televisión no tiene nada que decir. La repetición, entonces, funciona como una forma de consolación infantil: el televidente sabe qué sucederá y saborea el regreso de lo esperado. Quitando al relato su temporalidad y ubicándolo en un presente inmutable, la televisión borra el cambio, la caducidad, la muerte. En la TV la muerte no es un fin sino lo que en el mundo anglosajón llaman cliffhanger, el gancho al final de un bloque o capítulo doble. El detective Magnum fue el feliz beneficiario de esta ley: murió en el que iba a ser el último capítulo de la serie pero inexplicablmente revivió para una nueva temporada. El tiempo televisivo anula cualquier forma de carencia y garantiza la gratificación instantánea del televidente. De este modo se asegura lo único que la televisión persigue y su único contenido: la permanencia del contacto, la pretensión de mantenernos todo el tiempo del otro lado.