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György Ligeti
 Por DIEGO FISCHERMAN

Rumano de nacimiento, húngaro por educación y exiliado desde 1956 (en Colonia, Viena y París), György Ligeti habla del jazz con la pasión y la familiaridad con la que se habla de un viejo conocido. “Es la expresión estilística más bella del siglo”, define el compositor clásico más importante de la segunda mitad del siglo a una música -o una manera de hacer música- que dejó de ser un género para convertirse en una corriente que atraviesa transversalmente casi todo lo hecho con el sonido en estos últimos cien años. Entre las influencias que reconoce Ligeti en su estilo, además de los cuentos de Borges y las perspectivas imposibles en los cuadros del suizo M.C. Escher, están la música africana, los fractales, los estudios para piano mecánico de Conlon Nancarrow (influido a su vez por Art Tatum y Earl Hines) y quienes considera “los más grandes poetas de la composición”: Thelonious Monk y Bill Evans (a este último Ligeti lo ha definido como “una especie de Michelangeli del jazz”, aludiendo al gran pianista que hizo un credo de Debussy en particular y de la sutileza en general). Sin embargo, a la hora de elegir su disco de jazz predilecto no duda en señalar a aquel álbum doble en vivo de Chick Corea con Herbie Hancock: “Allí hay un juego polirrítmico increíble, lleno de desplazamientos sutiles, que a mi juicio está basado en un conocimiento perfecto de las músicas latinoamericanas y africanas”.

En la música de Ligeti, sobre todo en sus composiciones posteriores al Trío para corno, violín y piano de 1982, subyace una especie de gesto improvisatorio y un trabajo alrededor de la polirritmia que la acercan, sin duda, al jazz. “La improvisación ocupa una parte importante de mi relación con la música pero no puede decirse que sea una improvisación jazzística. Cuando estudiaba en Budapest, improvisaba muchísimo pero eso no era jazz sino variaciones bartokianas en realidad. El jazz, de todas maneras, siempre estuvo prohibido en Hungría. Primero por Hitler, porque era una música degenerada, y después por Stalin, porque representaba el arte decadente y burgués de Norteamérica. Ahora, cuando compongo para el piano (porque cuando escribo para otros instrumentos mi método es totalmente diferente), más que improvisar lo que hago es partir de cierta idea, de cualquier imagen y de las resonancias acústicas que inevitablemente la modifican. Coloco los diez dedos sobre el teclado e imagino la música. Mis dedos reproducen la imagen mental a medida que me apoyo en las teclas, pero es una reproducción inexacta: hay una retroacción entre la concepción musical y la ejecución táctil y motriz, una suerte de bucle por el que la música empieza a existir, a partir de las modificaciones que el medio va imponiéndole al pensamiento. Si esto es improvisación, no lo sé. Quizá tenga en común con los músicos de jazz ese placer por sentir la resistencia de las teclas a la yema de los dedos, esa especie de contacto sensual con el instrumento y esa escucha de lo que el instrumento tiene para decir”.

El jazz y Ligeti se juntan, también, en otro punto: la canonización temprana. El primero, como música eminentemente popular, ligada a ritos afroamericanos, devino en el gran lenguaje de tradición no escrita nacido en este siglo. Ravel, Milhaud, Weill, Messiaen, Hindemith, Stravinsky y, obviamente, Gershwin, construyeron su música tomándolo como referencia más o menos directa. Y, simétricamente, las experiencias de todos ellos catapultaron al jazz hacia formas y materiales progresivamente más complejos y cada vez más alejados del viejo blues de Nueva Orléans. Ligeti, por su parte, ostenta el raro record de ser el único compositor vivo al que un sello discográfico grande (Sony) dedicó una edición integral: siete volúmenes ya editados, en versiones de primer nivel supervisadas por el propio autor, dan cuenta del lugar que el mercado ha decidido asignarle dentro del panorama de la música contemporánea. La interpretación de sus Estudios para piano por Pierre-Laurent Aimard ganó el Premio Grammophone del año pasado y la de su música de cámara (incluyendo el “Trío”, sus obras para quinteto de vientos y una “Sonata para viola sola” compuesta recientemente) está nominada para el de 1998. El próximo volumen será el dedicado a la nueva versión de su ópera El gran macabro, estrenada hace dos años en el Festival de Salzburgo.

Desde que los nazis asesinaron a sus padres y él fue condenado a un campo de trabajo, hasta su actual e indiscutido lugar como el gran heredero contemporáneo de la decimonónica tradición del Gran Arte, han transcurrido muchos años y bastantes cambios estéticos. Basta citar sus trabajos juveniles en el Laboratorio de Colonia, donde no sólo utilizó medios electrónicos sino que además aprendió a pensar a los instrumentos desde el punto de vista de la materialidad del sonido (Atmósferas, para orquesta, jamás podría haber sido compuesta por alguien que no hubiera pasado por la experiencia de la electrónica); algunas iconoclasias de los 60 como su El futuro de la música para conferencista mudo o su obra para cien metrónomos; la inesperada popularidad que le dio la utilización de varias de sus composiciones como banda sonora de 2001, Odisea del espacio, de Stanley Kubrick; o el puntillismo paradojal de su Concierto de cámara para 13 instrumentistas, donde el movimiento casi permanente y la superposición constante de notas brevísimas provoca una sensación de estatismo casi absoluto. Su obra, como pocas en los últimos cincuenta años, muestra una creatividad permanentemente inconformista así como una llamativa independencia hacia las “escuelas” (algunas de ellas surgidas a partir de su propia influencia).

En cambio, permanece el interés por lo que él llama “las melodías interiores”. Eso que encuentra “en la música de los gamelanes de Bali, en la de los pigmeos y en el jazz”. Este lenguaje, asegura, ocupa un lugar protagónico en el siglo XX: “La música que responde a la tradición de la forma sonata, los grandes desarrollos sinfónicos, todo eso que se identifica con la herencia alemana, ocupó el lugar dominante durante el siglo pasado. De la misma manera que París fue la capital mundial de la cultura y Debussy, al principio de este siglo, comenzó una revolución decisiva. Pero llegó el jazz (y antes que él, el ragtime) y se impuso una combinación de influencias inédita. No es africano, ni irlandés, ni francés, ni siquiera absolutamente americano: es la primera expresión musical totalmente multicultural. Y la popularidad que conquistó, por ejemplo con Louis Armstrong, lo mantuvo vivo, espontáneamente creador y, sobre todo, muy diferente de los fenómenos comerciales actuales que fabrican la cultura popular. El jazz se convirtió, en Estados Unidos a partir de los años 30, en una explosión creativa única. Yo no sé si ahora podría desarrollarse una forma artística de esa importancia, cuando el marketing se encarga de apropiarse inmediatamente de cualquier forma de expresión que pueda aparecer”.

Reconoce, también, que Ornette Coleman (no el free-jazz sino Coleman) recuperó una tradición perdida. “La independencia de las voces no es nueva, ya era usual en la música francesa del siglo XIV, pero el pensamiento homofónico la fue borrando”. Lo que, en cambio, no lo atrae, es el uso que hizo Miles Davis de los sintetizadores a partir de 1969. “Es su etapa más pobre y, más allá de que no suene mal, no parece ser obra del mismo músico que produjo Kind of Blue o Filles de Kilimanjaro”, explica. Y tampoco lo entusiasma el free-jazz: “Ellos trabajaron en contra de la idea de pulsación regular, cosa que yo también he hecho, por supuesto, y que también ha hecho Pierre Boulez, entre otros. Pero al jazz, que es una música de marcha, o de danza (aunque ese origen se haya perdido y se haya abierto cada vez más a la polirritmia), esa antipulsación no le resulta muy funcional. El free-jazz habla la lengua del jazz pero la pulsación propia del jazz ha desaparecido. ¿Todavía es jazz? Quizá sea una música magnífica pero algo del jazz se ha perdido allí y no es la música que prefiero”.

Boulez dijo alguna vez que el jazz era una música púber, sin desarrollarse. Ligeti le contesta: “Una púber demasiado bella. Todo lo que me interesa en la música está en el jazz; elegancia, riqueza y humildad. Es extraño pero uno puede encontrar que ésas son las cosas que sostienen a cualquier clase de música, más allá del género al que pertenezca”.

La encuesta de JAZZ MAGAZINE

¿SE RECONOCE EN EL jazz?

Por D. F. Quizá ya no haya un jazz sino muchos jazz posibles. Un mundo en el que caben desde las experiencias de Anthony Braxton y de John Zorn hasta el neo a-gogó de Medeski, Martin & Wood, Piazzolla (tocado por él o por sus herederos), Paco de Lucía o el acordeonista francés Richard Galliano. Hoy el jazz, más bien, es una especie de continente en el que cabe casi cualquier música que incluya la improvisación (o el espíritu de la improvisación, aunque se trate de música escrita). Será por eso que una de las principales revistas del mundo especializadas en jazz, la francesa Jazz Magazine, resolvió realizar una encuesta entre músicos populares de distintos géneros, aunque asociados por el jazz. La asociación, como en el caso del acordeonista argentino Raúl Barboza -una estrella en Francia-, es bastante vaga. No obstante, las respuestas a la pregunta ¿Se reconoce en el jazz? sirven, sobre todo, para evaluar el nivel de protagonismo adquirido por el jazz en el imaginario de la música popular actual.

Los músicos de género, obviamente, son, como puede esperarse, mucho más lineales. El saxofonista Steve Lacy, por ejemplo, dice, como si se prometiera en matrimonio: “Sí, con todo mi corazón y para toda la vida”. El trompetista Lester Bowie, más politizado, explica: “En el origen el jazz fue la gran música creada por los afroamericanos de los Estados Unidos. Nosotros (los negros, claro) nos referimos al jazz como una Gran Música Negra. Pero en la actualidad, se ha convertido en la Gran Música del Mundo o, a secas, La Gran Música”.

Entre las respuestas cabe el humor de John Zorn (“Me reconozco sólo en la primera y la última letra”) o la aventura genealogista de Robert Wyatt (“Me siento el hijo ilegítimo de la cantante de jazz Betty Carter y el compositor comunista Hans Eisler, nacido de un breve encuentro en un motel de la Highway 61 y luego abandonado en el Orfanato del Rock’n Roll”).

El clarinetista y saxofonista Michel Portal, uno de los músicos de jazz más importantes de este momento (que también tiene una larga trayectoria como músico clásico y suele tocar, además, el bandoneón), asegura que “no me reconozco como jazzman pero el jazz me ha dado la libertad de expresión en la música. Yo bailo con el jazz y yo amo bailar”. La respuesta de Barboza es la siguiente: “El jazz es una música que posee libertad de espíritu. Me gustaría tocar con cualquier músico dentro de ese espíritu de libertad sin fronteras. Lo que yo hago no es jazz y, al mismo tiempo, está dentro del universo del jazz. Están las improvisaciones, las síncopas y el misterio”.

Mientras tanto, el experimentalista -por llamarlo de alguna manera- Fred Frith prefiere preguntar, a su vez: “¿El jazz se puede reconocer en mí? Esta música es sujeto casi permanente de polémicas, de definiciones y contradefiniciones, de miniguerras, al punto de que algunos demandan que los músicos como yo seamos invitados a los festivales de jazz. Yo pienso al jazz como Henri Cartier-Bresson a la fotografía: una manera de gritar, de liberarse. Allí sí me reconozco”.