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EL TEMA

QUE HARÁN AHORA LA ARGENTINA Y LOS ESTADOS UNIDOS

Del conocimiento carnal a una relación normal

Por Martín Granovsky

t.gif (67 bytes)  “Nosotros no vamos a dejar que Brasil se caiga”, dijo Bill Clinton a Carlos Menem. Fue elna06fo01.jpg (13724 bytes) lunes por la mañana en la Casa Blanca, y la afirmación categórica dejó asombrados a los tres argentinos que acompañaban al Presidente en el momento más privado de la visita de Estado a Washington. Argentina, Brasil, los Estados Unidos: pocas veces en los últimos años el juego de tres, y el sobreentendido de un cuarto jugador, Europa, quedó tan claro en la realidad de la inserción argentina.
Escucharon la afirmación de Clinton el canciller Guido Di Tella, el embajador argentino en Washington Guido Di Tella y el subsecretario de la Cancillería Eduardo Airaldi, encargado de registrar la reunión y escribirla después en una minuta. Por los norteamericanos, además de Clinton, participaba el secretario del Tesoro, Robert Rubin, virtual ministro de Economía de los Estados Unidos.
Cuando se habló de Brasil, Menem repitió su lema de los últimos dos meses, desde cuando los famosos mercados comenzaron a barajar que el próximo castillo en derrumbarse después del ruso sería el brasileño.
–Sigo siempre con mucho interés lo que está sucediendo con la economía de nuestro socio del Mercosur. Quiero que sigamos trabajando y cooperando con Brasil para que pueda superar la actual situación. Me alegro de la ayuda internacional por 41 mil millones de dólares, en la que los Estados Unidos han participado, porque eso permitirá un mejoramiento. Nosotros estamos comprometidos en la unión aduanera y la profundización del Mercosur, y tenemos la intención de discutir una moneda común.
Intervino Rubin:
–Nos preocupa la situación de Brasil.
Intervino Clinton:
–Haremos lo posible para que Brasil no se caiga. Brasil no debe caerse.
Rubin de nuevo:
–Es preocupante Brasil.
Y de nuevo Clinton, dirigiéndose ya directamente a Rubin, como si estuviera dejando claro un principio delante de los argentinos y mostrando que Washington no es neutral ante el futuro de la novena economía del mundo:
–Brasil no puede caerse.
Menem, Di Tella, Guelar y Airaldi salieron de la reunión rumbo al segundo encuentro, en el que además de ellos participarían otros doce funcionarios, muchos de ellos sentaditos en segunda fila sólo porque habían insistido en conocer la Casa Blanca, con la convicción de que habían asistido a un momento histórico de las relaciones entre la Argentina, Brasil y los Estados Unidos.
Para uno de los cuatro –Airaldi– era la oportunidad de sumar un dato de conocimiento directo a otras experiencias fuertes. En marzo de 1985, con la visita de Estado de Raúl Alfonsín, era el número dos de la embajada argentina en los Estados Unidos. Revistaba como embajador Lucio García del Solar, el encargado de reubicar a la Argentina en Washington como un país democrático y, a la vez, de sostener una posición firme por los desacuerdos que separaban al gobierno de Alfonsín de la Administración Reagan. Todo estaba previsto para el momento público cumbre de las visitas, cuando los presidentes hablan en la Casa Blanca. Reagan pronunciaría un discurso sobre la democracia. Alfonsín rescataría la muy joven democracia argentina. Media hora antes de la ceremonia, sin embargo, Airaldi recibió un llamado del Departamento de Estado:
–El presidente Reagan ha resuelto cambiar su discurso –le dijeron–. La situación de Nicaragua es decisiva para nosotros.
Aludían a los contras, el ejército opositor entrenado y financiado por Washington para desgastar a los sandinistas. La Argentina se oponía a los contras, en una línea de la que participaban Uruguay, Brasil y Perú, el grupo de apoyo a los países del grupo de Contadora, integrado por México, Venezuela, Colombia y Panamá.
Airaldi le advirtió el cambio a Alfonsín, pero éste no tuvo tiempo de rehacer su propio discurso. Fue así como se produjo el episodio célebre. Primero, Reagan elogió a los “combatientes de la libertad”, los contras. Después, Alfonsín sólo leyó el primer párrafo de su discurso original, miró a Reagan, hizo una pausa, dobló el texto inútil, lo guardó en el bolsillo y defendió, improvisando un nuevo mensaje, la visión pacifista de América latina.
Desde 1985 a 1999 el clima cambió. El martes, Carlos Menem se despidió de los Estados Unidos bailando tango con Hillary Clinton, mientras Bill ensayaba unos pasos torpes con la mujer de Roque Fernández. El miércoles, volvió a despedirse jugando al golf con los Bush. Uno, George hijo, es gobernador de Texas y puede ser presidente si ganan los republicanos en el 2000. El otro, George padre, es el mismo que fue presidente y, antes, vice de Reagan durante aquella controversia pública en la Casa Blanca.
En los últimos diez años Menem construyó una relación carnal que nadie definió mejor que Al Gore, el último martes al mediodía en el discurso previo a un almuerzo oficial para los argentinos. Dijo que en 1989 la Argentina tenía 60 mil millones de dólares de deuda externa, y se escandalizó porque entonces llevaba un año sin pagar intereses y siete años sin pagar capital. La hazaña de Menem habría sido, así, normalizar los pagos, cuyo destino mayoritario, para alegría de Gore, fueron los bancos de los Estados Unidos. El vicepresidente también recordó que la Argentina es un aliado estratégico de los Estados Unidos. Lo fue, por ejemplo, en la coalición vencedora en la guerra del Golfo. Después, Madeleine Albright, la secretaria de Estado, agradecería a Guido Di Tella la idea de que “peor que el bombardeo es que un dictador tenga armas de destrucción masiva”.
Las relaciones edificadas por Menem con Bush y Clinton, y con Terence Todman, Domingo Cavallo y Guido Di Tella de artífices, son fuertes, sólidas, incondicionales. Si otro gobierno decide seguir con ellas –Eduardo Duhalde o Fernando de la Rúa, o Palito, o Lole– tendrá facilidades para hacerlo: las desea Washington y las quiere el establishment local por tranquilizadoras.
Pero justamente porque Menem fue tan lejos están dadas todas las condiciones como para desandar parte de su camino sin necesidad de plantearse frente a los Estados Unidos con la sutileza de, digamos, Quebracho. La Casa Blanca puede molestarse ligeramente por un cambio de matices, pero no tomará como una agresión posiciones como éstas:
u Una postura menos incondicional ante los planes de seguridad interamericana que no definen claramente qué es terrorismo y qué no lo es.
u Una posición internacional claramente democrática y razonable pero sin alineamiento automático con hechos como el bombardeo masivo a Irak.
u Una ubicación más independiente en el Consejo de Seguridad de la ONU, del que la Argentina es ahora miembro no permanente.
u Un mayor nivel de consulta política y coordinación con Brasil.
u Una profundización de las relaciones entre el Mercosur y la Unión Europea, para ganar autonomía diversificando las relaciones con el Primer Mundo.
u Un abandono del discurso carnal.
u Una atención mayor a las discusiones comerciales con los Estados Unidos para equilibrar la balanza comercial (favorable a los exportadores norteamericanos) y conseguir mayor penetración en el mercado estadounidense.
Una transición de relaciones carnales a relaciones normales puede verse facilitada por la embajada argentina en los Estados Unidos y por algunos responsables locales de la Cancillería. El embajador Diego Guelar es un menemista de la primera hora, o casi, pero el año pasado colaboró con Graciela Fernández Meijide en su primer viaje a los Estados Unidos, y sin duda cumplirá el mismo papel con De la Rúa este año. Por sus destinos anteriores –Bruselas, sede de la Unión Europea, y Brasilia– Guelar no es por definición un fanático de las relaciones carnales: sabe que la inserción internacional de la Argentina sólo es viable explorando los diversos grados de autonomía que sólo garantizan la diversidad. Su flamante segundo en la embajada, Alberto de Núñez, es uno de los mejores diplomáticos de carrera del servicio exterior. Ya en 1984 fue uno de los argentinos que tejió en Brasilia los acuerdos de integración con Brasil que desembocarían en el Mercosur. En la Cancillería dirige el departamento de América del Norte Gregorio Dupont. Ya lo hizo en tiempos de Dante Caputo. Dupont, el diplomático a quien Elena Holmberg contó cómo era el Centro Piloto París antes de desaparecer a manos de una patota militar, tiene excelentes relaciones con sus colegas de los Estados Unidos pero no es uno de los carnalistas del Palacio San Martín.
Un elemento político estructural completa el cuadro: en su último año de gobierno, Menem hará gestos de acercamiento a la oposición en política exterior porque quiere acelerar las negociaciones por las Malvinas. Es dudoso que pueda conseguir un avance sustancial. Pero es seguro que, si obtiene algo, por ejemplo una promesa de negociar soberanía a largo plazo, será porque los británicos entienden que la historia no arrojará a la basura lo que ellos acuerden con Menem. Y la historia, en política exterior, se llama consenso entre oficialismo y oposición.

 

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