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PANORAMA PÓLITICO

“Los abuelitos buenos”

Por Luis Bruschtein




t.gif (67 bytes) “Todos parecen abuelitos buenos”, comentan en el juzgado de Adolfo Bagnasco y nunca falta alguno que admonice: “parecen...” El desfile de viejos dictadores y represores, hombres canosos de traje y corbata, muchos de ellos acostumbrados a ser tratados por los medios como personas respetables, se instala como la demostración espectacular de los cambios que han ocurrido en estos quince años de democracia. El activamiento de estas causas da señales de que las cosas ya no funcionan como funcionaban. Basta pensar que poco antes de que Videla fuera detenido, el Frepaso fue conmovido por un intenso debate cuando un grupo de sus legisladores propuso que se anularan las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Los legisladores fueron muy criticados en el ambiente político, incluso entre sus propios compañeros, porque se los acusó de intentar provocar lo que actualmente ocurre.na02fo20.jpg (7308 bytes)
La presencia de Reynaldo Bignone ante el juez demostró que la democracia ha modificado las reglas de juego con las que comenzó a estructurarse a fines de 1983. Bignone era de los militares que podían considerarse más tranquilos por haber sido el último presidente de facto, el encargado de negociar con el sistema político la entrega del poder. De hecho, fue excluido del decreto por el cual se realizaron los juicios a los ex comandantes. Tan seguro estaba, que fue de los pocos que se atrevió a publicar sus memorias. De alguna manera, en la transición estaba implícita su impunidad porque al menos institucionalmente había sido el responsable de la entrega del poder y con esa acción –en ese contexto político– saldaba sus faltas anteriores.
La detención de Videla, Massera, Acosta y demás puso en evidencia el desgaste de la relación cómplice–corporativa entre los viejos dinosaurios y la estructura en actividad de las Fuerzas Armadas. Pero la detención de Bignone es la expresión, además, de que aquellos acuerdos implícitos pero evidentes de la transición ya no rigen. Bignone fue el último presidente de facto, y por esa razón fue el encargado de entregar el poder, pero al mismo tiempo y por eso mismo, se lo acusa de haber sido el responsable de la destrucción de los documentos probatorios del terrorismo de Estado.
La declaración de Cristino Nicolaides, el último jefe del Ejército durante la dictadura, fue otro síntoma: a contrapelo de sus camaradas expresó su rechazo al delito de sustracción de menores y supresión de sus identidades y dijo que apoyaba la decisión de investigarlo. Agregó que había hecho un inventario de la documentación de la represión ilegal pero que para saber el destino de esos documentos había que preguntarle al actual jefe del Ejército, general Martín Balza.
Cuando Jorge Videla fue detenido, Emilio Massera salió en su defensa y ambos declararon más o menos lo mismo. Ellos, con los oficiales que tuvieron responsabilidad hasta la presidencia de Leopoldo Fortunato Galtieri forman un grupo más o menos homogéneo, incluyendo a Guillermo Suárez Mason. De hecho, el bastión de los viejos dinosaurios ya no está en el edificio Libertador o en el Libertad, sino en el Círculo Militar que preside uno de ellos, el general Ramón Genaro Díaz Bessone, y en el Foro de Generales Retirados que encabeza Augusto Alemanzor. Nicolaides y Bignone, que expresan la transición militar, se mueven de otra manera. Tratan de tomar distancia del período anterior y al mismo tiempo de disimularse en el que siguió al de ellos.
La declaración de Nicolaides sobre Balza resultó un intento de involucrar a la estructura militar en actividad. Si Nicolaides ha sido acusado por ordenar la destrucción de pruebas, Balza podría serlo por ocultarlas, al igual que todas las cúpulas militares del ‘83 en adelante. En ese razonamiento, la institución debería entonces reaccionar de la misma manera que lo hizo antes, solidarizándose en bloque con los enjuiciados. Y si esto sucediera, el juego de fuerzas volvería a desequilibrarse y el poder político se vería obligado a operar nuevamentecomo lo hizo con las leyes de Obediencia Debida, Punto Final y los indultos.
El resultado de esta ecuación sólo favorecería al grupo de viejos criminales, porque para el gobierno implicaría tomar decisiones impopulares en un año electoral y para las Fuerzas Armadas –sobre todo para el Ejército– significaría desandar el costoso esfuerzo por relegitimarse ante la sociedad y desprenderse de las lacras del pasado.
La declaración de Nicolaides arrancó a Balza de sus vacaciones en Mar del Plata para deliberar con su alto mando. El resultado de esa reunión fue la entrega al juez del radiograma firmado por Nicolaides que ordenaba la destrucción de la documentación probatoria del terrorismo de Estado. Fue la primera vez que el Ejército aportaba pruebas documentales a esta causa.
Videla y el grupo más comprometido en el plan de sustracción de menores opera a través de los oficiales retirados y desde allí trata de golpear sobre la estructura de Balza. Su objetivo es influir sobre una interna castrense muy agitada por la causa abierta por el tráfico ilegal de armas pero como sus bases de operación son los agrupamientos de retirados, su incidencia es relativa. Sin embargo, en el entorno de Balza ven con suspicacia que el padre del fiscal de esa causa, Carlos Stornelli, sea un coronel retirado, miembro del Foro que preside Alemanzor, el núcleo más recalcitrante.
En realidad, el rumbo tomado por el Ejército no constituye una decisión individual de Balza, sino que fue recibido con alivio por las nuevas camadas de oficiales. La defensa cerrada de las violaciones a los derechos humanos que habían ensayado las conducciones anteriores, más que preservar a la institución la había llevado a un desgaste profundo y al desprestigio ante la sociedad. Aun cuando muchos de los viejos generales procesistas tienen hijos en las filas activas, en los cuadros militares es más fuerte la sensación de alivio que la culpa o la vergüenza que quieren insuflarles los retirados. O sea que se trata de un proceso que puede variar pero que no se detendría con la remoción del actual jefe militar.
La sustracción de menores fue uno de los delitos que explícitamente quedó fuera de toda la legislación de impunidad. En los medios relacionados con los derechos humanos siempre estuvo la idea de que a través de esta figura delictiva tan grave podría recuperarse el terreno perdido por la Justicia con las leyes de Obediencia Debida, Punto Final y los indultos. Estas causas comenzaron en 1996 y hubiera sido muy difícil que se activaran si previamente no se hubiera dado la autocrítica de 1995 y el cambio de posición del Ejército.
Pero la preocupación central de Balza es enviar al pasado la problemática heredada de la dictadura y así plantear una dinámica distinta para la institución. Su intríngulis es que la vigencia de esta problemática afecta en forma permanente la imagen del Ejército. Desde su lugar, le preocupa más el Ejército que esa problemática en sí. Por eso, pese a la autocrítica y a su enfrentamiento con los viejos procesistas, la actividad de estas causas opera en sentido contrario al que necesita. Se le vuelven en contra. El desfile de viejos asesinos por los Tribunales, sus declaraciones, sus detenciones, las revelaciones que surgen de los testimonios y la expectativa de que se haga justicia en un tema que parecía imposible de saldar ponen nuevamente en el centro de la atención pública los desmanes cometidos por los uniformados durante la dictadura.
En ese cruce entre la autocrítica de las aberraciones cometidas y el efecto que está produciendo esta causa se produce una tensión de contrarios en el rumbo que impuso Balza. De hecho, cuando comenzó el juicio por la verdad en la ciudad de La Plata, el Ejército dejó trascender el malestar que le producía la inminente citación a militares ante los estrados judiciales. Este malestar es más profundo en la Armada, que nunca terminó de digerir la autocrítica de Balza y se muestra más sensible a las presiones de los oficiales retirados. El presidente Carlos Menem ha defendido el rol de los militares durante la represión ilegal y en su gobierno suelen figurar algunos masseristas. En este caso mantuvo una actitud más distante que otras veces y aseguró que se trata de un tema exclusivo de la Justicia. Sin embargo, resulta improductivo tratar de predecir las acciones presidenciales a partir de sus declaraciones públicas.
Entre el malestar objetivo de Balza y la posición histórica del gobierno, surgió el proyecto de la camarista Luisa Riva Aramayo para retirarles las causas sobre sustracción de menores a los jueces que las ventilan y unificarlas en una especie de Juicio a los Comandantes II. El proyecto parece ser funcional a este malestar ya que su efecto principal sería el de amortiguar la repercusión pública. Alberto Pedroncini, abogado de las seis Abuelas de Plaza de Mayo querellantes en la causa que lleva Bagnasco, se reunió con Riva Aramayo y la camarista le aseguró que el resultado de los juicios no se modificaría con su proyecto. El problema es que cualquier interferencia al curso natural de estas causas puede abrir las puertas a presiones ajenas a la Justicia.
Además de la causa que lleva Bagnasco hay otra en el juzgado de María Servini de Cubría y otras en el interior del país. Están en período de instrucción y podrían demorar un año o más en llegar a las audiencias orales y después a las apelaciones. Los delitos que se juzgan son de los más graves, y las sentencias para los más comprometidos pueden ser de 20 años o más. Los jerarcas de la dictadura, estos “abuelitos bondadosos” responsables de crímenes horrendos, terminarían sus vidas en la cárcel, con lo cual se cerraría un ciclo histórico marcado por la impunidad de estos delitos. Para una sociedad acostumbrada a que le escamoteen la obtención de Justicia, el plazo que va hasta las sentencias parece demasiado largo y lleno de posibles obstáculos.

 

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