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POR PRIMERA VEZ, EL TESTIMONIO COMPLETO DE UN SOBREVIVIENTE DE LA NOCHE DE LOS LÁPICES
"Gaby gritaba, quiero tener a mi bebé"

Pablo Díaz compartió la celda con varias adolescentes embarazadas, prisioneras del médico Bergés. Su testimonio ante la Cámara Federal de La Plata prueba definitivamente que el campo de concentración tenía una maternidad. Tanto los bebés como las madres desaparecieron.

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Por Miguel Bonasso

t.gif (862 bytes)  El aire se cortaba en la sala del tribunal cuando Pablo Díaz, el sobreviviente de La Noche de los Lápices, clavó sus ojos en los del presidente de la Cámara Federal de la provincia de Buenos Aires, Leopoldo Schiffrin, y le dijo: "Nosotros nos miramos en el horror, sabemos del horror y en virtud de que muchos quedaron, siempre digo que nosotros fuimos los que les soltamos las manos a los compañeros ausentes. Y es cierto. Tenemos sus últimas miradas, sus últimas voces, sus últimas alegrías, sus últimos estados de depresión, sus últimos gritos... La responsabilidad mía, de andar testimoniando, no es agradable pero es justa. Y la responsabilidad --perdónenme-- que tienen ustedes, los jueces, no es la impunidad sino el castigo". El doctor Schiffrin se aclaró la garganta y le preguntó al testigo si quería agregar algo a una de las declaraciones más concretas y terribles de una causa monumental para conocer la verdad de las desapariciones en la que pueden llegar a escucharse tres mil testimonios. También le pidió respetuosamente si estaba dispuesto a responder "preguntas ampliatorias". "Sí, respondería", dijo Pablo Díaz, habitado todavía por las sombras entrañables o temibles que él mismo había convocado al recinto. Y el hombre recto y bondadoso que es el juez Schiffrin asomó bajo la toga del magistrado: "Se lo agradezco mucho, como agradezco el enorme esfuerzo que ha significado esta declaración que, desde luego, nos ha conmovido profundamente".

Ocurrió el 2 de diciembre último en La Plata y la declaración de Díaz, inédita hasta este momento, es uno de los testimonios más fuertes y lúcidos de un hombre que ya ha cumplido 41 años, pero sigue mirando con los ojos de aquel muchacho de 19 que presenció partos y agonías clandestinos. Los ojos de un sobreviviente que se ha presentado muchas veces ante la Justicia. Antes y después del juicio a los comandantes. Esta misma semana declaró ante el juez federal Adolfo Bagnasco en la causa por robo de menores y volvió a describir, de manera contundente, el papel cumplido en esta clase de delitos por el médico policial Jorge Antonio Bergés. Quien, a su vez, debe presentarse ante Bagnasco en los próximos días. Pronto, Pablo Díaz viajará a España, para ratificar ante Baltasar Garzón, lo que ya anticipó en un escrito presentado recientemente en el consulado español: la historia de terror que lo alcanzó en la casa de sus padres en La Plata, la madrugada del 21 de setiembre de 1976, cuando fue secuestrado por fuerzas conjuntas del Ejército y la policía bonaerense, disparadas hacia un grupo de adolescentes por el comisario Miguel Etchecolatz, mano derecha del general Ramón Camps, el genocida que se jactaba de haber "eliminado a cinco mil subversivos".

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Bergés y las órdenes de arresto de los chicos

Los secuestros de los chicos que militaban en la Coordinadora de Estudiantes Secundarios habían empezado en agosto, por eso Pablo --cuando fue despertado por uno de sus seis hermanos-- supo que los encapuchados venían por él. Los tipos, que vestían bombachas del Ejército Argentino y camisas de civil, entraron a las patadas, derribando muebles y personas. El único que actuaba a cara descubierta era el comisario de la Bonaerense Héctor Vides (alias El Lobo), que señaló a Pablo como el buscado y lo arrojó al piso, para empezar a preguntarle desaforadamente dónde guardaba "los fierros". El muchacho respondió que no tenía armas y que, por favor, no le hicieran nada a su familia. Se lo llevaron encapuchado, pero antes se dieron maña para robarse las alhajas de la madre y la ropa de sus hermanos.

De La Plata lo llevaron en el piso de un auto al casco de una estancia perteneciente al Ejército que reconocería muchos años después ante la Conadep, y pasaría a la historia de la represión como el Campo de Arana. Donde fueron ejecutados muchos prisioneros y donde habría cadáveres enterrados. Donde escuchó los gritos de los torturados y sus propios gritos bajo la picana. Y supo que la alemanita Marlene Kegler Krug, que también tenía nacionalidad paraguaya, se les "había quedado en la máquina" y no volverían a verla porque, según los guardias, la habían "tirado a los perros". Allí fue interrogado por un coronel que estaba muy molesto porque iban a militar a los barrios marginales. "¿Qué carajo tenían que ir a hacer a las villas miseria si en sus casas tenían de todo?" Allí le arrancaron la uña de un dedo del pie con una tenaza y uno de los represores que lo llevaba al baño le acarició la cintura y amagó con violarlo. A los tres días, apareció un cura, que dijo ser capellán del Ejército y que venía a confesar a Pablo (y a los otros prisioneros) porque iban a ser fusilados. "Nos pide que le digamos, si queremos a solas, todo lo que habíamos hecho, que íbamos a ir más puros al Cielo. La particularidad era que los más chicos pedíamos a nuestras madres. Somos sacados y pasamos por un descampado. Nos hacían oler por los perros que traían atados. En el descampado nuestras espaldas daban contra un muro. Eramos aproximadamente seis o siete personas. Había movimiento de armas. Ellos se hablaban. Volvía a pasar el que se decía capellán del Ejército que constantemente daba un sermón. En el caso mío particular el Padre Nuestro, hasta que cargaban las armas y esta voz decía 'tiren'. Nosotros sentíamos los disparos. En el momento en que tiran uno de los compañeros que estaban como víctimas hizo una consigna: 'Vivan los montoneros', que fue mezclada con nuestros gritos de 'no', 'mamá', 'papá'. Uno sentía que lo habían matado. Uno estaba esperando a ver cómo era la muerte, si era dolorosa, si los agujeros están en el cuerpo. Esto es un segundo, pero es muy prolongado ese segundo. Pero cuando sucede esta consigna inmediatamente le dicen 'vos, hijo de puta' y se ve que lo tiran al piso y que disparan. Se siente a la persona agonizar..."

Y llevan a Pablo, del Campo de Arana, al Pozo de Banfield, donde su destino se va a cruzar conna02fo01.jpg (14651 bytes) María Claudia Falcone, con todos los adolescentes de La Noche de los Lápices. Allí, en una celda inundada, quedará durante horas desnudo, aterido, hasta que se pone a gritar para que lo saquen y una voz cálida y experimentada le advierte en la tiniebla: "Esperá, no grites". Y esa voz, lo sabrá mucho después, pertenece a Néstor Silva, el hijo del ministro de Economía de la dictadura en San Luis. Un hombre cercano a José Alfredo Martínez de Hoz, que llegará hasta el mismísimo Campo de Arana en busca de su hijo y acabará discutiendo con Etchecolatz y con Camps. Hasta que el siniestro general que conduce a la Policía Bonaerense le anuncie al ministro puntano que va a fusilar al hijo porque el padre, temerario, ha osado entrometerse en su jurisdicción e ignorar su autoridad.

En el Pozo de Banfield, Pablo Díaz pasó tres meses, hasta que tuvo más suerte que los otros adolescentes segados en el Día de la Primavera por Etchecolatz y pasó a ser, durante años, un preso "legalizado" a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. En el Pozo, además de sus compañeros de militancia en el secundario, encontró a otros desaparecidos, como la periodista Diana Guerrero ("una mujer admirable") o a la también sobreviviente Alicia Carminatti, cuyo reciente testimonio ante la Subsecretaría de Derechos Humanos fue incorporado a la ambiciosa causa que sustancia la Cámara Federal de Buenos Aires, que preside Leopoldo Schiffrin.

"Porque la característica del Pozo de Banfield es que éramos la mayoría adolescentes y la mayoría de las compañeras en estado avanzado de embarazo. Nosotros fuimos testigos de dos nacimientos en el propio Pozo. Y ella (Alicia Carminatti) refuerza y cuenta estos nacimientos también. "Estaba Graciela Carriquiriborde, cuyo parto fue uno de los que me tocó presenciar. Yo estuve al cuidado de ella en la celda. Después estaba Cristina Navaja de Santucho. Ella estaba también embarazada y cuando yo me fui de ese Pozo de Banfield ya estaba en fecha para parir." Allí escucho la voz de Osvaldo Bucetto preguntando en la tiniebla: "¿Quién está al lado? Hablá, no tengas miedo". Y se escuchó responder: "Soy Pablo Díaz". Nombre que desató las voces de otros chicos que conocía de la secundaria: "Pablo: somos nosotros. Estamos nosotros".

Durante una semana los tuvieron sin alimento y los que habían visto la película Papillón llegaron a fantasear con la posibilidad de comerse una cucaracha. En esa semana durmieron en el piso, en el mismo piso donde orinaban y defecaban. Como la celda estuvo cerrada durante toda la semana, el hedor era insoportable. Cuando abrieron la puerta los guardias los trataron de "asquerosos" y los amenazaron con castigarlos por "hacer sus necesidades" en el lugar. "Recuerdo que uno de los problemas de las chicas eran los períodos de menstruación, por lo cual los guardias se jactaban de que los que estábamos con ellas en las celdas nos sacáramos la ropa interior y se la diéramos a ellas como trapo para sus propias necesidades y si no les daban trapos o se quejaban porque estaban sucios, ellos les decían que se arreglen como puedan, que ése no era un hotel".

Había argucias peligrosas de los esbirros. Cuando les dieron de comer --una bazofia grasienta adentro de un bol-- uno de los guardias preguntó quién quería más y varios pidieron desesperados. El sujeto volvió a preguntarlas ¿de quién era el bol verde? Y Pablo Díaz y Daniel Racero cometieron el error de decir: "nuestro". Teóricamente no debían distinguir ningún color, porque seguían "tabicados", con una tela adhesiva en los ojos. Los golpearon con ferocidad. "Luego de esa golpiza nos sacaron desnudos a los baños. Nos pusieron todos juntos, mujeres y hombres, todos desnudos. Nosotros mirábamos para abajo y tratábamos de preguntarnos cómo estábamos. Nos veíamos muy deteriorados. Cuando yo vuelvo, (había) uno que se dice médico, y que yo reconozco como el médico Bergés, Jorge Antonio Bergés. El permanentemente estaba en el Pozo de Banfield, y específicamente hacía la mantención de las embarazadas. El cuidaba permanentemente a las embarazadas. Ellas eran para él como algo privilegiado, una joya, a las que teníamos que cuidar. El tenía sumo interés en que tuvieran familia. Les decía a los guardias que no se llegaran a sobrepasar con ellas. Hay una frase de Bergés que dice, `con ellas no'. `Si tienen ganas, agárranse a las chicas'. Recuerdo que cuando volvimos del baño, a las chicas las dejaron últimas y las empezaron a manosear, especialmente a María Clara Ciocchini. A ella le agarró un ataque de nervios y cuando volvió a la celda se empezó a dar la cabeza contra la pared. Pedía que la maten."

"A medida que transcurrían los días, como empezaba a hacer mucho calor, se empezaba a derretir la goma de la cinta adhesiva que cubría el algodón (que tenía como venda sobre los párpados). La picazón en los ojos era terrible. Los ojos empezaron a llagarse. Había un olor que nos salía de los ojos. Estaban podridos. Empezamos a tener grandes dolores de brazos. Teníamos las marcas de la soga al cuello y ya no nos podíamos desatar. No podíamos tirar para desatarnos. Con esa soga no nos podíamos desatar. Dormíamos en esas condiciones. Nos tirábamos al piso. En octubre, noviembre, creíamos que estábamos muertos. María Clara y otros compañeros y compañeras intentaron el suicidio."

"El médico Bergés vino un día y me dice: `Bueno, las chicas ya están por tener'. Estábamos sobre diciembre. Me pone en la celda con Gabriela Carriquiriborde. Yo ya no me podía sostener en pie. Me trasladan. Me dice: `Cuando empiecen los dolores, golpeen las puertas'. Yo la tenía a Gabriela. Después Claudia estuvo al cuidado de Cristina Navajas de Santucho. Alicia Carminatti estuvo al cuidado de Stella Maris Montesno de Ogando. Les pido a Gabriela y las compañeras que me digan cómo eran los trabajos de parto y qué era lo que tenía que hacer. Estaba muy asustado. Me dicen que cuando empiecen las contracciones tratara de desatar. `No puedo'. `Tratá de poner la mano sobre el pulso de Gaby'. Gaby estaba sobre un colchón muy finito --era un beneficio que ella tenía--, con muchos trapitos al lado. Estaba desnuda. Gaby me calmaba a mí. En el momento en que ella empezó con los dolores, me agarró la mano. Me dice: `Pablo: ¡me viene! ¡Me viene! Ya está'. Yo les grito a los chicos: `Alicia, Graciela: Gaby va a tener'. Me dice: `Fijate las contracciones. Tomale el pulso'. No hice nada; me tiré. No sé cómo me desaté. Me tiro contra la puerta. `Golpeen la puerta.' Empezamos a golpear fuerte. Llamamos a los guardias. Gaby me dice: `Lo quiero tener, lo quiero tener'. Cuando vino la guardia, abre mi celda y me dice: tenéla, tenéla, ya viene. Se empiezan a gritar entre ellos, entran de repente lo que yo llamo una chapa y me empujan a mí contra la pared, se ve que la agarran a Gaby, la ponen arriba de la chapa y se la llevan. Cuando se la están llevando, entre los gritos bajando la escalera se cae la chapa y Gaby que grita y ellos empiezan a gritar. Hay todo movimiento. Nosotros quedamos muy tensos. A las horas escuchamos el llanto del bebé. Nosotros empezamos a decirnos ¡nació!, ¡escuchá! Los chicos se ponían contentos. Gritábamos. Cuando volvieron a subir los guardias nos confirman que había estado todo bien, que no nos preocupáramos, que había nacido un varón y a ella y al bebé los iban a llevar a una chacra donde iban a estar bien. Luego vino el parto de Stella Maris Montesano de Ogando".

Que quiso llamar "Martín" al bebé que acababa de parir. A la que trajeron de regreso a la celda, diez días después de haber dado a luz. Y a la que dejaron, atada, en una cama. A la que "le vuelven a traer el bebé con ropita, pero al muy poco tiempo se lo sacan. Cuando Estela sube, ya con una infección en el útero, el médico Bergés nunca más aparece. Nadie viene a ver la infección que ella tenía. El hecho es que Estela había traído el cordón umbilical del bebé con ella. Y en una oportunidad, cuando nos sacan a comer, nos vuelven a poner sobre los pasillos y Estela le hace llegar a Jorge, su compañero, el cordón umbilical que se lo pasan compañero por compañero."

El 28 de diciembre, Pablo Díaz recibió la visita de un mayor del Ejército (de quien luego sabrá que se llama Pena cuando lo interrogue en la Décima Brigada de La Plata) y le comunicó: "Se decidió que vas a vivir, al final. Vengo a decirte que te pasamos al PEN". "¿Y eso qué es?", preguntó el prisionero temiendo una macabra broma de Inocentes. Pero el mayor, sin asomo de ironía, le explicó lo que era quedar a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Ser legalizado. Poder aspirar un día a la libertad. Y le dijo que la orden había sido "firmada por el general". Que, según pudo averiguar muchos años después, era el propio Videla. En el medio había ocurrido un episodio decisivo que ignoraba. Que estaba fuera del alcance de ese muchacho que pesaba 37 kilos, a quien prácticamente tuvieron que reconstruir para hacerlo "reaparecer", un mes más tarde, en una celda de la Unidad 9 de La Plata. El nuevo destino que sus padres recién conocerían el 28 de febrero. Antes de abandonar el Pozo, pudo despedirse de Claudia Falcone, que estaba deshecha por las torturas y las vejaciones. Ella le dio la dirección de su madre y le pidió que le dijera que estaba bien. También le pidió que en los 31 de diciembre levantaran la copa por todos los que se quedaban allí, en el horror, "aunque nunca utilizó la palabra desaparecidos". Cuando Pablo supo que había cambiado el Pozo de Banfield por la prisión "legal", imaginó equivocadamente que los otros chicos de la Noche de los Lápices ya habrían sido liberados y le pidió a su hermana que fuera a la casa de los Falcone y le dijera a Claudia que él estaba bien en la cárcel. A la siguiente visita su hermana le contó que había cumplido el cometido, pero que Claudia no había aparecido. Así se encontró por primera vez con la realidad de los "desaparecidos". Que lo empujaría a nombrarlos y a recordarlos, con el mismo tesón y rigurosidad con que denunciaría a los que los habían hecho desaparecer.

Pero no supo entonces por qué razón secreta él había logrado eludir el terrible destino de la "desaparición" que singularizaría al genocidio argentino. Su padre se lo confesaría mucho después, cuando Pablo ya estaba en libertad. El padre de Pablo, "ligado ideológicamente al peronismo", dirigía en 1976 el Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata y tenía ciertas relaciones claves con hombres del poder. Como el arzobispo de La Plata, monseñor Antonio Jesús Plaza, que también era capellán de la Policía Bonaerense y cobraba el sueldo de un comisario general en actividad. El prelado, uno de los mentores ideológicos del terrorismo de Estado, le mandó a decir al padre de Pablo Díaz que no lo buscara. "Que el general Camps le había asegurado mi vida, pero que necesitaba un escarmiento y un período de recuperación". El "escarmiento", reflexionaría después Pablo Díaz, era el terror del Pozo de Banfield. La "recuperación", los años que se pasó en la cárcel de La Plata.

Mucho después tuvo acceso también a cuatro órdenes de detención, libradas contra cuatro de sus compañeros de calvario: Horacio Ungaro, María Claudia Falcone, Daniel Racero y Francisco López Muntaner. Las órdenes llevan un membrete del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército y podrían corresponder "al jefe de Inteligencia del Area 113, teniente coronel Campoamor, o a Alfredo Fernández, comisario general de la policía de la provincia de Buenos Aires, que era enlace entre la Dirección de Inteligencia de la Bonaerense y el Batallón 601. Las órdenes están cruzadas por una diagonal negra que significa "traslado". Y así fue. Según se lo dijo a Pablo el teniente coronel Sánchez Toranzo (otro peronista de derecha que simpatizaba con su padre), los chicos de la Noche de los Lápices fueron fusilados en enero de 1997 y sus cadáveres NN habrían sido enterrados en el cementerio de Avellaneda. Pero lo más significativo es lo que esas órdenes revelan en el casillero titulado Grado de Peligrosidad.En todos los casos dice: Mínimo.

 

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