Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


OPINION

Los peligros de mandarse a helar


Por Rodrigo Fresán


t.gif (862 bytes)  Morirse ahora para vivir después, de eso se trata el asunto. Promoción peligrosamente parecida a la de ciertas agencias de turismo: el dudoso arte de viajar antes de pagar el pasaje y –cuando se descubre que el destino no era todo lo que se prometía; que el agua no era tan azul ni la habitación de hotel tan cómoda– verse obligado a pagar después sin derecho a réplica o cambio.
Hay algo de gracioso en el hecho de congelarse. De casi eufórico optimismo en apostar que todo tiempo futuro será mejor. El primer impulso, claro, tiene que ver con la idea de pensar que la ciencia avanza, que se van tachando riesgos y/o enfermedades en una lista, que lo que hoy es incurable mañana se solucionará con un mejoralito. Y, también, algo de cierto hay en eso. El siglo XX es prueba contundente de ello. Progreso puro. Y durante años se predicó con el ejemplo del Gran Congelado Walt Disney. Visionario que, no vaciló en postularse como primer Inmortal Pop. Después, se supo, la cosa no fue tan así y el experimento –de haber existido– no duró más que unos pocos días al ser considerado, tal vez, como inconveniente por sus herederos.
Pero –atención, danger– nuestro tiempo también ha probado ser ese reino donde pasta cada vez más hambrienta la perversión de los objetos inanimados y rige sin desmayo la Ley de Murphy. De qué nos servirá entonces mandarnos a congelar a la espera de esa pastilla salvadora cuando en cualquier momento puede llegar a cortarse la electricidad o presionarse el botón equivocado o –peor todavía– despertarnos de un sueño profundo en una pesadilla equivocada. El film El dormilón –del primer Woody Allen- exploraba esta posibilidad: una operación de amígdalas súbitamente complicada enviaba sin escalas al paciente a un futuro que no comprendía y donde no era comprendido. Varias novelas de ciencia-ficción de los años 50 –coincidentes con la no en vano llamada Guerra Fría– proponían una y otra vez la idea de bellos y feos durmientes abriendo los ojos a un mundo hostil y peligroso. Así, en casi todas ellas, lo que se confiaba en el avance científico se padece a la hora del retroceso humanístico y el ser súbitamente primitivo acababa triunfando a la hora de enseñar, en la frialdad de un futuro perfecto, la imperfección de los sentimientos pasados que habían quedado por el camino. Muy lindo.
Algo de eso se respira en la reciente película Austin Powers donde un agente secreto a go-gó y bien sixties es congelado para poder enfrentarse a su archienemigo, quien también pasó por el freezer en estos últimos años del milenio. Todo el film –toda su gracia– pasa por la disociación del Bien y del Mal de entonces a la hora de ser traducidos al ahora. Buena parte de las bondades de antaño hoy son consideradas políticamente incorrectas y el agente Powers se pregunta que pasó con el sexo libre y la psicodelia mientras el satánico Dr. Evil descubre que ya a nadie le alcanza con pedir un millón de dólares de rescate a cambio de no destruir el mundo. La moraleja es molesta de tan transparente: mejor vivir –como sea y hasta dónde sea– el tiempo que nos toca. O seguir durmiendo un rato más.

 

PRINCIPAL